“En esta tierra solo importan dos cosas: nuestro honor y nuestra ciudad”
La frontera entre el bien y el mal no tiene líneas claras. Depende de lo aprendido, de lo inculcado y, sobre todo, del modo de vida. Todos los regímenes favorecen los credos y la moral que más les benefician. Dictan leyes que van conformando un entramado ético derivado o apoyado por las religiones y filosofías que más les convienen. No importa si desean obtener una población sumisa o una combativa pues las sociedades, como los organismos vivos, tienen que adaptarse para sobrevivir.
¿Estaba mal robar o matar para los pueblos que hicieron de ello su forma de vida? Sus dioses, sus leyes, e incluso sus canciones, les empujaban a hacerlo ¿Acaso no consideraban una cuestión de honor destacar entre los suyos y morir luchando? ¿Qué creéis que pensarían de nosotros los vikingos o los saqueadores de las estepas?
Los que vivimos en esta parte del mundo somos descendientes del pueblo griego. Sentaron las bases de la cultura occidental y, hoy en día, los estudiamos con admiración. Sin embargo, la mayoría hacían de la guerra y la esclavitud un elemento esencial para su desarrollo económico y social ¿Era malos los atenienses por comerciar, entre otras cosas, con esclavos? ¡Nos dieron la democracia! ¿Eran malos los espartanos por arrojar recién nacidos desde una montaña o por matar ilotas en sus bautismos de sangre? ¡Fueron la punta de lanza en la batalla de las Termópilas!
A veces vuelvo a ese placer culpable que es la (buena) literatura histórica. Y digo culpable porque ya no soy el jovencito que se enardecía leyendo sobre batallas épicas. Soy más viejo y crítico. Menos impresionable, y en este género no es fácil sorprender a nadie. Así que solo disfruto las obras que, aun llevándome a un destino que conozco de antemano, consiguen sumergirme completamente en la época en que discurren, hacerme empatizar con personajes que actúan como yo no lo haría, y desarrollan una trama lo suficientemente ágil e interesante como para mantenerme enganchado durante las quinientas páginas de rigor.
Hoy os hablaré de una novela que me gustaría haber leído quince años atrás (después os explicaré la razón) y de un autor que, a pesar de su juventud, no tiene nada que envidiar a la mayoría de los mejores escritores del género.
Los hijos de Prometeo es una magnífica obra de ficción que consigue sumergirnos tanto en la Grecia Clásica, como en el Imperio aqueménida. Mediante el enfrentamiento entre dos sociedades secretas ficticias (Los Guardianes, del lado Heleno, y Los hijos de Prometeo del Persa), nos arrastra por la década que separa las dos Guerras Médicas y nos hace partícipes de los principales acontecimientos de la época. Pero esta narración no es un simple pasacalle por el que hacer desfilar a personajes conocidos por todos. Es, ante todo, una aventura adictiva que, a grandes rasgos, no entra en conflicto con los libros de texto y a través de la cual, Daniel Ortiz logra contagiarnos su amor por la Historia y hacernos comprender la forma de ver el mundo que tenían dos de los pueblos antagónicos más importantes del pasado.
La novela no es perfecta y tiene en unos personajes sin demasiados claroscuros su Talón de Aquiles. Pero esto se ve compensado por la forma en la que el autor logra plasmar la hostilidad que existía entre los distintos pueblos helenos y explicar, sin que decaiga el ritmo, las razones que los llevaron a unirse frente a un enemigo común. Además, lo hace sin demonizar a los persas y consigue despertar curiosidad acerca del Zoroastrismo y Ahura Mazda, su divinidad principal.
Por todas estas razones he disfrutado de una novela histórica por primera vez en mucho tiempo. Y por todas ellas me hubiera gustado leerla quince años atrás y así completar, en su debido orden, mi trilogía ideal. Tal vez aún estéis a tiempo de emprender vuestra particular Odisea entre Maratón y Platea. Tal vez aún podáis comenzar por Los hijos de Prometeo, después navegar por las aguas del cómic a bordo de 300 de Frank Miller o El espartano de Andrés Díaz y Carlos Jiménez (que me perdonen los historiadores más puristas) y finalmente, desembarcar en la Salamina de Javier Negrete. Gracias a (o por culpa de) Daniel Ortiz, estoy planteándome releer estas obras. De momento, he desempolvado mi viejo ejemplar de la Anábasis.
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