Somos simples peones para quienes dominan el tablero. Prescindibles y manejables. A sus ojos, todos iguales.
Nos polarizan. Nos hacen elegir bando, lo cual no es intrínsecamente malo, pero exigen de nosotros fe ciega. Y eso sí lo es.
Nos radicalizan pervirtiendo el lenguaje, desdibujando conceptos y credos hasta el punto de hacernos olvidar a favor o en contra de qué luchamos. Fascista y terrorista son insultos empleados demasiado habitualmente por totalitaristas, déspotas y reaccionarios; con ello logran que cada vez sea más difícil comprender el significado de estas palabras. Nos convierten en fanáticos anulando cualquier posibilidad de crítica o decisión. Nos dicen que estamos en el lado bueno de la historia, en el de los obedientes, en el de los sumisos, en el de los que hacen lo que les toca por su rey, su dios o su bandera, un símbolo que para ellos (los que no se cansan de agitarla) no es mucho más que el trapo con el que señalar cuándo, dónde y a quién embestir.
Y nosotros tendemos a aceptar las reglas del juego (sus reglas). Preferimos obedecer a pensar porque nos hemos acostumbrado a vivir con miedo. Gracias a un capitalismo cada vez más desatado podemos poseer cosas (las migajas de su gran banquete). Desde que nos conformamos con ser peones, desde que empezamos a creer que somos propietarios de algo, el temor a perderlo nos impide ser libres. Nos recuerdan constantemente que los otros (normalmente comunistas-fascistas-terroristas), quieren arrebatárnoslo. Y es que han logrado que parezca que solo hay dos opciones, dos bandos: el de los buenos y el de los malos. También nos recuerdan lo bien que vivimos ahora y lo mal que podríamos llegar a estar. Consiguen que queramos que nada cambie, que nos protejan de los malvados, que nos sigan dando migajas y que nos digan qué hacer para no tener que decidir y correr el riesgo de equivocarnos. Obedecemos, producimos y consumimos. Vemos el mundo como ellos quieren que lo veamos. Cedemos gustosamente nuestro tiempo y nuestra libertad a cambio de falsa seguridad y terminamos añorando tiempos pretéritos (que ni siquiera conocimos) porque (dicen) todo era más ordenado y mucho mejor.
La cultura, sobre todo la televisión, el cine y la literatura, son armas de doble filo. Pueden servir para construir mentes y amueblar almas, para hacernos vivir otras vidas y plantearnos dilemas a los que nunca nos enfrentaríamos en nuestro día a día. Pero también para adoctrinar y adormecer, para infantilizar y amansar. E incluso con esto nos manipulan: nos han hecho elegir entre el entretenimiento y todo lo demás. Entre el ocio y el merecido descanso frente al pensamiento y la concienciación. Pero no siempre es necesario elegir. Dejadme que os hable de un artefacto narrativo que no pretende adormeceros ni adoctrinaros. Que busca divertiros y a la vez, despertaros. Se trata de un Libro-Bomba (cuidado, habrá quien diga que son terroristas), aunque no explotará en vuestras manos. Dejadme que os hable de Antifastopías.
¿Cómo? ¡Qué la reseña empieza ahora! ¡Dios mío, prefiero ponerme Netflix a seguir con esto!
Tranquilos, que no cunda el pánico: llevo hablando de esta antología desde la primera frase. Repleta de fantasía, terror y mucha distopía, os hará plantearos en qué mundo vivís y a cuál os quieren llevar. Dieciséis historias inquietantes cargadas de acción, dolor, ternura y esperanza. Dieciséis metáforas de distintas manifestaciones del fascismo. Y dieciséis autores y un prologuista que os harán ser conscientes (más que nunca), de que solo sois peones, pero también de que en este tablero podemos movernos en direcciones distintas a la marcada.
Antifastopías no es una selección perfecta; no pretende serlo. Inevitablemente irregular, obedece a una sola consigna: agitar al lector e impedir que se acomode. Por ello, tal vez, abre fuego con ¡Malditos nazis necrófagos!, una engañosa historia pulp que, tras una relectura más sosegada, invita a recordar a Hannah Arendt y a reflexionar sobre la negación y la posverdad. Después, sin dar tiempo a digerirlo, el ataque de Román Sanz Mouta es inmisericorde: con un estilo crudo, áspero y aterrador, equipara a los nazis con seres de pesadilla, monstruos que nos obligan a correr (aunque no necesariamente delante de ellos). Y confirmando la imprevisibilidad de esta antología, La Primera Ministra desvela, en un relato divertidísimo, las claves para combatir una temible invasión alienígena. Quienes crucen este umbral, quienes superen esta ecléctica trinidad, estarán preparados para activar la bomba que tendrán en sus manos.
Tal vez algunos cuentos se queden cortos, pero el resultado final es realmente meritorio (y más teniendo en cuenta el carácter benéfico de esta publicación). No es de recibo destripar todas y cada una de las aventuras que viviréis cuando la abordéis, pero os diré que la mayoría de mis favoritas se encuentran en las páginas centrales: con Un sol eterno me he enternecido y entristecido, con Justa Retribución he desenvainado mi espada con rabia, Ouad me ha resultado terriblemente creíble y Elena Romea ha logrado, en tan solo dos páginas, transmitirme la combatividad y razón de ser de su Justina Saavedra.
Pensaréis que todas las historias son duras o tristes. Han de serlo. Pero no todas os robarán la esperanza. Algunas, como Sun Sucker (relato con vocación de cómic Jodorowskiano), Yallah Habibi (la más aterradora de las venganzas), y Óscar (la génesis de una rebelión), os impulsarán a alzaros y resistir.
La elección es vuestra. Podéis ser antifastópicos e identificar al espíritu consumista como la cadena que os roba el tiempo, la vida y la libertad. Podéis comenzar a asumir que el sometimiento y la obediencia no garantizan ningún tipo de seguridad. Podéis reconocer en el machismo la esencia del fascismo. Podéis huir o podéis combatir. Podéis leer este libro o podéis seguir viviendo enganchados a Netflix. ¿Qué preferís?
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