H – Bienvenido, Salvador. Antes que nada, respóndeme a algo que no he dejado de preguntarme desde que leí tu última novela: ¿somos capaces de gobernarnos a nosotros mismos?
SB – Primero, muchas gracias por tu invitación. Respecto a tu pregunta, no tenemos alternativa; tenemos que gobernarnos de alguna manera. Ya decía Aristóteles que somos animales políticos, seres sociales. Según él, solo una bestia o un dios podría vivir en soledad, aunque tengo mis dudas. Los seres humanos estamos condenados a vivir juntos, y la forma de organizar esta convivencia ha cambiado con el tiempo y la cultura a la que pertenecemos, desde la tribu y el clan hasta el sistema feudal, las democracias representativas nacidas en las revoluciones europeas y americana, o los regímenes autoritarios modernos basados en otro tipo de contrato social en el que los ciudadanos rebajan sus cuotas de libertad personal a cambio de una relativa seguridad. Ahora, en un mundo que cambia con rapidez, la forma de gobierno debería evolucionar para dar respuesta a los grandes desafíos que tenemos, entre ellos el impacto de la tecnología, la desigualdad creciente (entre países y en el interior de nuestras sociedades), la diversidad cultural y la explotación descontrolada del planeta por parte de nuestra especie. Lo que vemos, creo yo, es un desfase cada vez mayor entre unas estructuras de gobierno definidas hace siglos para resolver problemas a escala nacional, y las necesidades actuales que requieren una visión y una planificación de mayor alcance. La gestión de los sistemas de educación, de salud, los movimientos migratorios, las relaciones comerciales y geopolíticas, la participación ciudadana en la toma de decisiones… todo ello requeriría una revisión profunda de conceptos y estructuras que están lastrados por inercias e intereses. Las estructuras participativas actuales, desde los gremios profesionales a las Naciones Unidas, pasando por los partidos políticos y las organizaciones sociales, no son lo suficientemente dinámicas y abiertas. Desafortunadamente, no se plantean ideas innovadoras más allá de los estrechos límites de los programas y ciclos electorales, o si se plantean, permanecen en la oscuridad. De ahí la desesperanza y el sentimiento de impotencia de la ciudadanía.
Podría decirse de Salvador Bayarri que es un hombre del renacimiento; físico, filósofo, desarrollador de software, divulgador y escritor, cree firmemente que la ciencia ficción puede fomentar el espíritu crítico y completar la educación de los ciudadanos del futuro. Muy implicado en la Fundación Asimov, se empeña en hacernos ver que un mundo mejor es posible y estudia sus posibilidades (y dificultades) a través de sus obras. A colación de la publicación de Holocracia, su última novela, charlamos con él sobre temas tan diversos como la libertad, la inteligencia artificial, la inmortalidad, la posibilidad de vida extraterrestre y, por supuesto, la literatura fantástica.
H – ¿Por qué debemos leer ciencia ficción?
SB – Me gusta decir que la ciencia ficción cumple un papel similar en la cultura al que juega la corteza prefrontal en el cerebro y nos distingue de otros animales: plantea escenarios posibles, típicamente en el futuro, y nos permite evaluar de manera verosímil sus consecuencias, buenas y malas. Con este tipo de literatura visualizamos y exploramos situaciones terribles y maravillosas sin tener que experimentarlas en la realidad. De esta forma, además de su valor como entretenimiento, nos sirve como vacuna ante mundos que no nos gustan y también de estímulo para construir otros mejores. Sin necesidad de viajar a tierras lejanas, nos permite desarrollar una capacidad de relativización y de pensamiento crítico imprescindibles para comprender mejor quiénes somos y hacia dónde podemos evolucionar, nos ayuda a entender el papel de la historia y la geografía, de las diferencias y de la diversidad.
Una vez conoces virtualmente civilizaciones que piensan y se organizan de otra forma, es más fácil ver lo que los humanos tenemos en común y aceptar que aquello que consideramos «normal» no es mejor ni peor en términos absolutos y que lo que aceptamos como bases fundamentales en realidad cambian con el tiempo. Originalmente, la ciencia y la tecnología eran los motores de esta prospectiva especulativa. Luego nos dimos cuenta de que los aspectos culturales, psicológicos y sociales son igualmente importantes y se entrelazan con los tecnológicos. En resumen, la ciencia ficción expande nuestra mente y nuestra perspectiva para ver más lejos, para comprendernos y afrontar mejor el presente y el futuro.
H – Sin embargo, la ciencia ficción es considerada un género menor, o poco serio, por la mayoría de los lectores españoles. ¿Qué propones para que la literatura fantástica en general, y la ciencia ficción en particular, ganen el respeto y la popularidad que tienen en otros países?
SB – Algo que se hace en otros países, y me parece esencial, es introducir la ciencia ficción en los programas educativos. Es una manera entretenida de presentar multitud de temas que, de otra forma, resultan abstrusos y aburridos, desde la filosofía, la psicología y la antropología hasta la biología, la física y la astronomía. En su forma literaria o audiovisual, la ciencia ficción es un medio que incita al debate y a una concepción más amplia y participativa de la educación, y debería ser aprovechado.
Desde el proyecto Fundación Asimov se realizan actividades de divulgación ligadas a las bibliotecas, que son una plataforma cultural estupenda. Hemos comprobado que la visión del género cambia totalmente cuando los lectores que no estaban familiarizados con él tienen la oportunidad de experimentarlo. Una buena parte de la actitud negativa se debe al desconocimiento.
En España también hemos sufrido la desventaja cultural del «que inventen ellos» unamuniano, a pesar de que este autor, como Azorín o Machado, por no hablar de Ramón y Cajal, escribieron relatos que hoy consideramos de ciencia ficción, y autores como Ramón Pérez de Ayala, Salvador de Madariaga y Ramiro de Maeztu llegaron a conocer personalmente a H. G. Wells. En general, la intelectualidad española siempre ha tenido una visión anticientífica y ha sospechado de las orientaciones que huyen tanto del idealismo como del realismo, sobre todo si vienen del mundo anglosajón. Editoriales, autores y entidades culturales tienen que realizar un esfuerzo para recomponer el puente entre la «alta cultura literaria» y las formas consideradas populares, mostrando que se trata de una falsa separación y que no hay por qué categorizar a los autores y los géneros a un lado o a otro. En este sentido, hay que agradecer a autoras como Rosa Montero, que se mueve sin prejuicios entre ambos mundos, que llame a las cosas por su nombre y reivindique el término «ciencia ficción» para algunas de sus obras.
H – En tu última novela denuncias algunas de las grandes fisuras del sistema democrático actual y te atreves a proponer una nueva forma de gobierno, tal vez imperfecta, pero más justa y eficiente. ¿Puedes describirnos brevemente la Holocracia y hablarnos sobre la filosofía que la sustenta?
SB – El término «Holocracia» utiliza la raíz griega «holos», que significa «todos». La traducción literal del término sería «el gobierno de todos». Es un concepto utilizado ya en gestión empresarial para referirse a estructuras horizontales sin jefes intermedios. En mi novela representa una de las dos alternativas de organización social que se reencuentran en la Tierra tras siglos de separación. Hay varios pilares que sustentan el sistema holocrático. Uno es el uso de la inteligencia artificial para mejorar la gestión pública e independizarla de los intereses privados e ideológicos. La IA actúa como árbitro entre estos intereses y recoge de forma directa la opinión y la iniciativa ciudadana en la toma de decisiones, con criterios basados en el bien común. Este proceso es totalmente transparente, cualquiera puede examinarlo y cuestionarlo. En algunos lugares existen proyectos piloto que van en esta línea: usar la IA como mediadora o facilitadora de la participación ciudadana. En este sentido, la holocracia sustituiría a la democracia tradicional, que ofrece una participación limitada y controlada por los partidos políticos como únicos representantes, y donde (simplificando) la opinión del 49% puede ser ignorada a favor del 51%. Además, en la holocracia los líderes son escogidos por la IA en función de las necesidades de mediación y comunicación, buscando perfiles psicológicos alejados del narcisismo y el interés personal. La política no se concibe aquí como una profesión, sino como una actividad de servicio.
Otro pilar es la sostenibilidad. La filosofía del crecimiento continuo y la explotación voraz de recursos se ha sustituido por un decrecimiento controlado y la implementación de una economía circular. Claro, esto solo es posible con una fuerte planificación, centralizada y distribuida a la vez, algo que sería factible con las tecnologías actuales. Por último, el tercer pilar del sistema es la estructura de la Asociación Libre de Naciones. Por hacernos una idea, sería algo similar a la Unión Europea, pero con varios niveles de integración: se asume que las diferentes regiones pueden avanzar a velocidades dispares y con diferencias culturales significativas.
En cada nivel de integración se reciben unos beneficios (inversión, educación, transferencia de tecnología) a cambio de ciertas obligaciones (adaptación de la gestión y el gobierno, derechos humanos, estándares de bienestar), permitiendo que cada nación o región escoja el nivel que le convenga en cada momento. La idea es respetar las diferencias y reconocer que cada sociedad tiene sus propios tiempos y tradiciones, y no puede imponerse un sistema con valores iguales para todos. Sin embargo, otra propuesta importante es que, desde el primer nivel de integración, las naciones deben aceptar un programa de intercambio cultural y presencial que permite mejorar el conocimiento y el entendimiento mutuo, con el objetivo de romper esa tendencia tribal tan humana que nos lleva a temer y rechazar al que es diferente.
H – Pero no olvidemos que, quienes adoptan ese sistema en tu novela lo hacen tras una crisis sin precedentes. ¿Es necesario que nos veamos frente al abismo para que los ciudadanos nos replanteemos el sistema? ¿Hay alguna forma, que no pase por un apocalipsis, de que quienes gobiernan renuncien a su cuota de poder?
SB – Desgraciadamente, parece que los grandes cambios necesitan de grandes crisis. Parafraseando a John Lennon, ojalá tuviéramos una evolución en lugar de una revolución, porque las revoluciones traen mucho dolor y, casi siempre, suponen la sustitución de una élite gobernante por otra igualmente corrupta. Sin embargo, hay vías para avanzar más lentamente. Una es crear instituciones que no estén sujetas a ataduras ideológicas y que practiquen un pensamiento independiente. Otra es plantear experiencias, proyectos piloto como los realizados sobre el ingreso mínimo vital, sobre todo a nivel local, donde el campo de maniobra es mayor, y aprender de estas lecciones para proyectos más ambiciosos. La iniciativa de integración y regulación social de mayor alcance y éxito en la actualidad es la Unión Europea, y creo que debemos apreciarla, con sus defectos, y explicar con claridad los beneficios que nos trae, luchando cada día por defenderla y expandirla como un modelo no perfecto, pero mejor que las alternativas disponibles.
H – En tu novela has confrontado, en claro homenaje a Los desposeídos (Ursula K. Le Guin), dos sociedades totalmente opuestas. Los ciudadanos de ambas parecen creer que viven bajo el sistema perfecto. Todos hemos pensado alguna vez que una sociedad utópica es una sociedad perfecta y, por tanto, inalcanzable. ¿Qué es la utopía?
SB – Desde que Tomás Moro inventó el término, las utopías clásicas siempre han sido lugares aislados (típicamente, una isla o un planeta lejano). Este aislamiento permitía crear, al menos en la imaginación, una sociedad «perfecta» cuyas reglas estaban claramente definidas y eran eternamente estables. En su novela La isla, Aldous Huxley nos muestra cómo todo este esquema ideal se derrumba en cuanto hay un contacto con el exterior. En realidad, incluso estando aislada, una civilización estática es imposible; siempre debe cambiar y adaptarse. Por ello actualmente se habla de utopías dinámicas, ambiguas e imperfectas, como las visiones que nos presentan Le Guin o Kim Stanley Robinson en sus novelas. Dado el dominio actual de las narraciones distópicas y su efecto desesperanzador y anestésico, un pensamiento utópico es cualquier idea que plantee alternativas para mejorar la situación. En el decálogo del Movimiento Pragma describimos algunas características que este pensamiento debería tener. Además de reconocer el carácter dinámico y diverso de las sociedades en el tiempo y en el espacio geográfico, tiene que considerar la relación entre los factores científico-tecnológicos y los socioeconómicos. Una tecnología por sí misma no va a mejorar ni empeorar las cosas. Las tecnologías se desarrollan y usan en un contexto. Por ejemplo, si se desarrolla un sistema para vivir como consciencias virtuales en una simulación informática, ¿qué impacto económico va a tener su implementación? ¿quiénes podrían permitírselo? ¿qué situaciones de desigualdad generaría? ¿qué gobernanza se aplicaría en este mundo virtual? A la inversa, si planteamos una mejora social, como el ingreso mínimo vital, ¿qué mecanismos de gestión necesitaremos? ¿qué inversión tecnológica sería necesaria para evitar el fraude y que el sistema sea transparente y eficiente?
La creación de utopías puede motivarnos a buscar alternativas y seguir evolucionando como especie, cuestionando dogmas y presupuestos que tal vez deban cambiar. Por ejemplo, ¿debemos respetar la naturaleza? Seguramente, tenemos que hacerlo en la medida en que formamos parte de ella y la diversidad es una riqueza esencial para nuestra supervivencia y nuestro futuro, pero lo «natural» no tiene necesariamente que ser lo mejor. La humanidad ha superado ya de muchas formas nuestro «estado natural». Esta tensión es una de las ideas centrales de «Holocracia».
H – Para lograr un sistema como la Holocracia, debemos confiar en las inteligencias artificiales hasta el punto de permitir que nos gobiernen. Creo personalmente que son una herramienta extraordinaria y que cambiarán nuestro mundo para siempre. Pero viendo el rechazo, incluso el pánico que despiertan, ¿qué le dirías a quienes piensan que terminarán por aniquilarnos, o que nos quitarán a todos el trabajo?
SB – Las reacciones ante los cambios tecnológicos, desde los libros hasta Internet, tienden a ser bastante extremas. Se cree que permitirán a la humanidad un salto cuántico de consciencia y felicidad, o bien que nos llevarán a la degradación y el apocalipsis. La realidad es más prosaica. Cada avance en la gestión de la información, desde el telégrafo a las calculadoras, la televisión o los móviles, ha modificado la sociedad y ha creado nuevos tipos de trabajo al tiempo que eliminaba otros. El miedo al cambio siempre ha existido. En el caso de la IA aparece lo que Isaac Asimov llamaba «el complejo de Frankenstein», ese temor a que la humanidad sea castigada por sus creaciones, y también un miedo existencial al ver cuestionados los atributos que considerábamos específicamente humanos como la consciencia, la inteligencia y los sentimientos.
Lo primero que hay que aclarar es que las IAs son entrenadas para resolver problemas muy concretos. No tiene motivaciones ni intereses personales, solo criterios para optimizar ciertas tareas que nosotros hemos especificado. Son, fundamentalmente, herramientas similares a un destornillador o a una aplicación informática. En el futuro podrían ser tan inteligentes que los llegásemos a considerar compañeros de trabajo o de vida, o llegaran a gestionar la economía mejor que nosotros. ¿Pueden crearse y usarse estas IAs con propósitos malignos? Por supuesto, igual que se hace con las armas convencionales. Pero no se van a volver en contra nuestra por iniciativa propia. No son organismos que hayan evolucionado con un instinto de supervivencia y competitividad. Sin embargo, como está haciendo ya el Parlamento Europeo, debemos regular su utilización por parte de las empresas y los gobiernos.
Está claro que su impacto va a ser enorme. Desde un punto de vista global, nos servirán como acicate para que el ser humano siga adaptándose y evolucionando, y tal vez para que nos replanteemos aspectos de nuestra sociedad, como la distribución del trabajo y la forma de gobernarnos. Respecto a la gestión política, hemos visto que la IA puede utilizarse como herramienta de propaganda y manipulación, pero también puede usarse para comunicar mejor y alinear de forma más eficaz la opinión ciudadana y las prioridades de la acción política y definir estrategias a largo plazo. Instituciones como el Centro Ash para la Gobernanza Democrática y la Innovación, del Harvard Kennedy School, proponen diferentes formas en que la IA puede mejorar la práctica democrática (https://ash.harvard.edu/articles/ten-ways-ai-will-change-democracy/).
H – Viene una pregunta delicada: uno de los personajes más interesantes de esta última novela es fiel seguidora de la ideología de Ayn Rand. Y gracias a ella, pones de relieve los peligros que la priorización de los intereses individuales frente a los colectivos, la falta de límites y control, y la búsqueda del crecimiento sin límites conllevan. ¿Qué entiendes tú por libertad? ¿Crees que la libertad podría llegar a impedir que la humanidad en conjunto alcance mayores cuotas de prosperidad?
SB – Ayn Rand resumía de la siguiente forma la relación entre libertad e ideología política. Por un lado, los conservadores de derechas desearían fomentar la libertad en lo que respecta a la economía y el entorno material, rechazando el control colectivo sobre la riqueza y la iniciativa empresarial.
Sin embargo, los mismos conservadores quieren controlar a los individuos en el ámbito de los valores morales e imponer reglas sobre el comportamiento privado, con frecuencia a través de la religión. Por otra parte, según Rand, la ideología de izquierdas (comunismo, socialismo) pretende controlar a los individuos en el ámbito económico y material (redistribución de la riqueza, regulación empresarial) al tiempo que desea la libertad en el dominio privado (rechazo al control de la moralidad, la sexualidad y la reproducción; libertad de expresión, etc.). Ayn Rand rechazaba ambos planteamientos y postulaba que la libertad individual debe ser absoluta tanto en los aspectos económico-empresariales (ultraliberalismo), como en la moralidad personal (rechazaba la religión y cualquier forma de moral que no fuera racional e individual).
El problema de todas estas ideologías y del tratamiento que hacen de la libertad es la simplificación. Desde los fundamentos del pensamiento occidental arrastramos el uso de la lógica binaria y de categorías excluyentes: las cosas son blancas o negras, o algo es A o en caso contrario es no-A, o estás conmigo o estás contra mí, o estás a favor de la libertad como yo la entiendo o eres un/a fascista. Estas simplificaciones funcionan muy bien en las ciencias duras, pero no son adecuadas en otros ámbitos. Tenemos el impulso de usar valores absolutos: el bien contra el mal, el orden contra el caos, lo natural contra lo artificial, identidades esencialistas y estáticas que generan todo tipo de conflictos y contradicciones. Una de estas dicotomías es la de la libertad individual contra el bien común. A lo largo del tiempo y en diferentes culturas, la balanza se inclina hacia un lado o hacia otro. No hay un equilibrio estable y perfecto. Debemos comprender que siempre necesitaremos buscar compromisos y que estos serán revisables.
Cada vez más, nuestros desafíos son colectivos y planetarios: el cambio climático, la superpoblación, las pandemias, la desigualdad, la biodiversidad, los movimientos migratorios, la economía globalizada… En ese contexto, los individuos deben aceptar ciertas reglas que favorecen el bien común, al entender que redundan en su propio beneficio, manteniendo un entorno pacífico y relativamente estable, pero sin limitar la iniciativa individual, lo que nos llevaría a la alienación y el estancamiento. Para llegar a este entendimiento entre los extremos habría que desactivar los discursos demagógicos y simplistas, y buscar formas de que los individuos sientan que se les tiene en cuenta, a cada uno y en su conjunto, y puedan examinar de forma transparente las consecuencias de sus opiniones y acciones en el presente y en el futuro.
H – Otro de los temas que tratas en la novela es el aumento de la longevidad a través de la ciencia, y me hiciste recordar la entrevista que realicé a Gregorio Planchuelo, otro de los autores de la Editorial Premium. Él comparte muchas de tus inquietudes, aunque las soluciones que propone no son exactamente las mismas. Gregorio está convencido de que la inmortalidad es posible. ¿Cuál es tu postura al respecto?.
SB – Vencer a la muerte es una de las obsesiones eternas de la humanidad y así lo he reflejado en algunas de mis historias. Lo seguirá siendo, desde luego. Ahora confiamos en que la tecnología biomédica o cibernética nos permita alcanzar la vida eterna algún día. Por mi parte, no creo que se consiga en un plazo corto, digamos en unos cincuenta años. La inmortalidad biológica requeriría un control absoluto de la dinámica celular y orgánica, que no está diseñada por la evolución para favorecer una larga vida en los organismos que se reproducen sexualmente, ya que desde el punto de vista evolutivo lo importante, lo que nos permite adaptarnos, son los factores que favorecen la mutación y la reproducción. Existen muchos procesos degenerativos que habría que comprender y contrarrestar. Por otro lado, la vía de conectar nuestro cerebro a una máquina o transferir la consciencia al completo a una simulación tiene también un alto grado de dificultad. Aunque comprendemos algunos rasgos generales de la estructura cerebral, todo lo que define nuestra identidad personal está codificado de manera única y particular en cada individuo. Esta complejidad individual excede cualquier otro sistema del universo y transferir esa información a otro soporte no parece factible en un plazo corto.
Dicho esto, dado el suficiente tiempo y la inversión necesaria, la extensión de la vida podría llegar a ser posible. Sin embargo, una inmortalidad masiva tal vez no redundaría en beneficio de la humanidad, que avanza como especie gracias a la renovación, el cambio y la diversidad, que podrían verse afectados por la inmortalidad y llevar al estancamiento.
Para mucha gente queda, en todo caso, el consuelo de la vida tras la muerte. Yo personalmente no la considero una idea verosímil desde la perspectiva científica. La consciencia ha evolucionado poco a poco, no es un atributo exclusivamente humano, y al ser un proceso que emerge del sustrato biológico, desaparece cuando este deja de funcionar. Es cierto que la gente tiene experiencias subjetivas curiosas durante los momentos en que el cerebro comienza a fallar, pero estos pueden explicarse sin recurrir a un alma inmortal.
H – He leído gran parte de tu obra publicada. En todas tus historias he encontrado crítica social, especulación científica y mucha esperanza. Pero, para mí, Holocracia es la que posee una mayor carga filosófica, antropológica y especulativa. Sin embargo, el ritmo que imprimes a la aventura y el hecho de que Amanda, una preadolescente, acapare casi toda la atención, pueden provocar que tus ideas pasen por alto para muchos lectores que solo vean acción. ¿No temes, como autor, que eso pueda pasar?
SB – Es un desafío al que nos enfrentamos los que nos consideramos «escritores de ideas»: cómo transmitirlas en la ficción sin que la trama y los personajes queden relegados, y al mismo tiempo evitar que los conceptos se desdibujen totalmente. Al escoger el relato o la novela como vehículo, tenemos que asumir esta dificultad. Si quisiéramos presentar las ideas más claramente podríamos escribir un ensayo, pero la ficción tiene un valor adicional al permitirnos observar las ideas en acción, en un contexto verosímil donde el lector responde de forma emocional a través de los personajes y lo que sucede en la trama. Las ideas quedan entonces reflejadas de manera más o menos explícita en el contexto, la construcción del mundo, los diálogos y, en general, en el subtexto y el tema de la historia.
En Holocracia tenemos cuatro personajes y cada uno representa un punto de vista, unas ideas y unos valores contrapuestos. Julius, Nina y Betha tienen sus propios objetivos, sus planes. Por el contrario, Amanda cumple la misión de ser la «mano inocente», una observadora desprejuiciada de las bondades y contradicciones de las diferentes posiciones. En la narrativa utópica aparece habitualmente esta figura del visitante externo a través del cual descubrimos qué ofrece ese otro mundo posible, y este es en buena medida el papel de Amanda. Por tanto, es normal que sea el personaje con el que lector empatice más, como observador de la historia.
Al final, cualquier narrativa se despliega en diferentes capas y es potestad del lector descender a más o menos profundidad entre ellas, llegando incluso más lejos de lo que autor ha concebido, pero creo que sin la base de unos personajes con los que pueda relacionarse y un argumento atractivo las ideas pierden buena parte de su fuerza.
H – Las edades de Itnis es tu mayor éxito hasta el momento. En ella describes una civilización extraterrestre. Es un tema que me apasiona y, hace poco, publicamos un extenso artículo de nuestro compañero Pedro P. Enguita que analizaba la posibilidad de un primer contacto, así que te lo tengo que preguntar: ¿estamos solos en el universo?
SB – La Ecuación de Drake nos permite estimar cuántos planetas con vida y cuántas civilizaciones extraterrestres podrían existir en nuestra galaxia, en función de varios factores de probabilidad que podríamos resumir en dos: cuán probable es que se origine la vida (y al final, una civilización inteligente) y cuán probable es que se extinga.
Yo soy optimista respecto a la probabilidad de generación de vida, incluso de inteligencia, aunque no necesariamente en la misma forma que la nuestra. No hay ningún paso extraordinario desde la materia inorgánica presente en los planetas recién formados hasta los organismos complejos, siempre que se den ciertas condiciones ambientales (presencia de agua, rango de temperatura, retención de la atmósfera, etc.). El único factor determinante para que se desarrollen espontáneamente los sucesivos niveles de complejidad (molecular, celular, multicelular, social) es el tiempo requerido para ello.
También creo que la vida tiene altas probabilidades de perdurar allí donde las condiciones ambientales son suficientemente estables (en Marte, la pérdida de la atmósfera y el agua superficial impidió la supervivencia de posibles formas de vida). Incluso con todos los eventos catastróficos sucedidos en la historia terrestre, la vida siempre ha perdurado gracias a su diversidad. Cada extinción masiva ha llevado a una expansión posterior.
Sin embargo, las especies concretas, incluyendo las que desarrollan cierto grado de inteligencia, están en una posición más precaria. Creo que vivimos un período crítico mientras no nos expandamos más allá del planeta y el Sistema Solar. Como decía Carl Sagan, el problema es tener «todos los huevos en el mismo cesto». Si algo serio sucede a la Tierra (una guerra termonuclear generalizada o un gran impacto espacial), nuestra especie puede desaparecer, aunque la vida probablemente continuaría. Por tanto, respecto a la cuestión del contacto, la clave quizá sea saber cuántas civilizaciones inteligentes son capaces de salir de su útero planetario y caminar libremente por el espacio para establecer colonias en otros planetas y sistemas.
Hay muchas teorías que intentan explicar por qué no hemos recibido mensajes de otras civilizaciones inteligentes (la famosa Paradoja de Fermi), pero para mí la explicación básica es la enorme escala de la Vía Láctea (por no hablar del universo entero), tanto en el espacio como en el tiempo. Supongamos que somos una civilización inteligente típica. Hace apenas un siglo que estamos emitiendo señales (débiles) de radio. Esto implica que solo una civilización que se encuentre a menos de cincuenta años luz ha tenido tiempo de detectar y responder a nuestras señales de manera que las estuviéramos recibiendo en el presente. Un volumen de cincuenta años-luz de radio es relativamente pequeño. Podría haber evolucionado tal vez alguna otra forma de vida simple, pero seguramente no una compleja. La galaxia contiene aproximadamente un millón de estos volúmenes y todos excepto uno (donde nos encontramos) están demasiado lejos. Si hay alguien allí fuera, todavía no ha tenido tiempo de escucharnos y de responder. Creo que es cuestión de tiempo que contactemos con otros seres inteligentes, pero ese tiempo puede ser muy largo en comparación con la vida humana.
H –¿Qué nos puedes contar de tu próximo trabajo literario?
SB – Llevo trabajando varios años en una novela que se sale de mi línea habitual de ciencia ficción. Se trata de una especie de fantasía histórica con personajes reales en la que vuelvo a mi tema favorito: el tiempo. Ha requerido bastante investigación y es una mezcla de géneros. Ya está terminada y ahora empieza la búsqueda de un hogar para la criatura. A ver si encuentra su sitio.
H –¿Tienes algún consejo para quien quiera convertirse en escritor/a?
SB – Tanto si intentas ganarte la vida con la escritura, lo cual es difícil, o te lanzas a este mundo por el puro placer o la necesidad de escribir historias, yo empezaría por: 1) tomar contacto con el mundillo literario, participando en foros, cursos y eventos donde conozcas cómo funcionan las editoriales o qué concursos tienen relevancia y cuadran mejor con tu género y estilo. Es una gran ayuda encontrar aficionados/as y expertos/as con la que compartir experiencias y apoyos. Mejor aún si son actividades específicas del género que te interesa. 2) Necesitas opiniones objetivas sobre tus puntos fuertes y débiles como escritor/a y formarte para mejorarlos. Esto puedes conseguirlo a través de los cursos, de correctores profesionales y encargando informes de lectura. Requieren una pequeña inversión, pero vale la pena.
Nada de esto sirve si no escribes, claro; lo que sea, desde microrrelatos a sagas interminables. Creo que no importa tanto la cantidad como la persistencia, adquirir el hábito de escribir con la frecuencia que te resulte posible, pero de manera continuada.
H – Recomiéndanos un autor o autora. Sólo uno/a.
SB – Pues voy a recomendar un autor de no-ficción que creo que es esencial para comprender la tensión entre utopía y distopía en ciencia ficción y la necesidad de equilibrar ambas tendencias. Se trata del filósofo valenciano Francisco Martorell Campos. Concretamente, os recomiendo sus ensayos «Soñar de otro modo» y «Contra la distopía».
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