La Cueva es una novela un tanto difícil de clasificar. Es, evidentemente, ciencia ficción; aunque no una ciencia ficción pura, monotemática ni especulativa. Rafael Doreste vuelca en su ópera prima muchas reflexiones e inquietudes, pero no a modo de monólogo ni con un alter ego que sintetice su discurso. Lo hace de la mejor de las formas posibles: con una trama inquietante y bien planificada, unos personajes magníficamente definidos, y con un final que, nos guste o no, nos enfrenta a nuestros mayores defectos como especie.
El autor no desaprovecha ni una sola página para generar misterio; la novela arranca cuando unos hombres del pueblo de Tejeda (Gran Canaria) llegan una noche de 1943, hasta una cueva siguiendo el rastro de algo que parece haber caído del cielo. Acto seguido nos traslada a Almería, décadas más tarde, para presentarnos a Arturo en un capítulo que hará las delicias de los amantes de lo paranormal y que, aunque no tiene relación directa con la trama principal, sirve para definir a un personaje solitario y valiente que siempre busca respuestas y poner a prueba sus propios límites. Pero, a partir de ese momento, tendrá que disputarse el protagonismo con Ramón (temido y repudiado), Marcos (quien devastado por una tragedia, sigue una senda de dolor y autodestrucción), y Zebenzuí (un investigador enamorado de su tierra que posibilita el cruce de caminos y el desarrollo de la narración).
Es imposible leer esta obra sin enamorarse de la auténtica Gran Canaria. Doreste se empeña en romper tópicos sobre una isla de la que sólo tendemos a ver el sol y las playas. Nos habla de su historia, de sus aborígenes (evitando el término “Guanche” tal vez para diferenciarlos de los tinerfeños) y su masacre a manos de los castellanos. También de su población rural, sus hermosas casas y su orografía interior, su gastronomía e incluso del frío nocturno en ciertas épocas del año. Pero como decíamos antes, nada en este texto es baladí: todo esto lo irán descubriendo unos personajes más acostumbrados a mirar hacia las estrellas que a la tierra, según vayan encajando las piezas de un puzle que tal vez preferirían no ver completo.
La historia es auto-concluyente, de final cerrado, aunque deja sin respuesta un gran misterio para que el lector llegue a su propia conclusión, echando mano (o no) de lo que pueden ser un par de pistas. El lenguaje es cuidado y por tramos, hermoso. El ritmo y el misterio no decrecen en ningún momento y el final es del todo inesperado hasta las últimas páginas, pero hay motivos incluso mejores para leer esta novela: despierta inevitablemente la conciencia sobre el desarraigo y el maltrato al ecosistema y sobre los errores y crímenes del pasado (todo ello consecuencia de nuestra desmedida ambición), invitándonos a una reflexión: ¿Qué ocurre si nuestro desarrollo tecnológico es más rápido que nuestro desarrollo moral?.