Deja su vehículo a la entrada del callejón. El motor, eléctrico, se apaga con un zumbido. Los frenos automáticos se ponen en funcionamiento y el coche se detiene sin apenas inercia.
El contraste no puede ser más llamativo, un coche muy bueno en un barrio muy malo. Pero Marty no tiene miedo de la gentuza que pueda merodear por la zona. Al fin y al cabo, no piensa estar mucho tiempo. Tan solo lo justo para conseguir lo que ha venido a buscar.
Localiza al tipo tras una mirada rápida. Su aspecto es lamentable, nada que ver con el porte elegante que ofrece Marty. El camello —esa es su profesión— es alto, cerca de los dos metros. Pero su pose es encorvada. Lleva unas ropas que casi parecen harapos de lo viejas y raídas que están. Por su actitud parece estar esperando al alguien. No hay ninguna duda. Es él.
En cuanto se acerca le llega el olor. El tipo apesta a cerrado y húmedo, una cloaca con aspecto humano. Marty casi tiene que reprimir las arcadas. Pero él sabe muy bien cómo controlar y disimular el asco. Es lo mejor que hace. En realidad, por eso ha llegado hasta allí.
El tipo le saluda con poca convicción. Gira la cabeza hacia uno y otro lado. La desconfianza es algo natural en una profesión como la suya. Marty ha conocido a otros camellos —muchos en realidad— y todos estaban cortados por el mismo patrón.
Marty le dice lo que quiere. No duda. Ha cruzado media ciudad para conseguirlo. Además, está acostumbrado a tratar con camellos como él. Pero el tipo, en lugar de dárselo, se hace el loco.
Por suerte, las tonterías no le duran mucho tiempo. Marty se mantiene firme e insiste lo justo para mostrar interés sin levantar sospechas. El tipo se lo piensa un poco y finalmente cede. Debe necesitar el dinero. Y eso está bien.
—La descubrieron estudiando las ratas —dice el tipo—, ¿lo sabías? Ya sé que son bichos asquerosos, pero tienen cosas muy interesantes. ¿Sabías que una pareja de ratas puede llegar a tener un millón de crías en un año y medio? Esas criaturas son increíbles. Pues, al parecer, una hembra se lleva tres semanas de media amamantando a sus crías. Atento que ahí está la clave: de media. Eso quiere decir que algunas se llevan más tiempo y otras menos. Pues a las que se llevan más de cuatro semanas, las más amorosas, las cogen y les miden cosas en la sangre. Gracias a eso la sintetizaron. No sé muy bien cómo lo hicieron, si te digo la verdad, pero la destilaron de ahí. ¿No es la leche?
—Por favor, déjate de rollos y dame amor —responde Marty—. Me encantaría quedarme hablando contigo, pero no tengo toda la tarde.
—Está bien tío, está bien. —El camello levanta las manos en un gesto de disculpa—. Se ve que eres de los que no les gusta hablar. Por mi parte no hay problema. Sé estar callado cuando tengo que estarlo. ¿Amor me dijiste?
Marty se muerde los labios con impaciencia. De todos los camellos que hay en la ciudad ha tenido que ir a dar con un bocazas. Pero no le queda otra alternativa que aguantar el tipo. Lo que está buscando no es algo habitual. Sin llegar a ser exótico, puede llegar a ser complicado de encontrar. Y le han dicho que este tipo lo tiene.
—Sí, amor —dice Marty—. Voy a necesitar dos gramos.
—Dos gramos es mucha cantidad, casi todo lo que llevo encima. ¿Estás seguro de que quieres amor? Ya casi nadie la compra. Ahora casi todo el mundo quiere paz. Tío, no te puedes ni imaginar cómo se vende. La paz es distinta, te deja bien, sin historias con nadie. Solo bien, tranquilo. ¿No quieres paz? Te podría hacer un buen precio por un par de gramos de paz.
—No, joder, no quiero paz. —Marty vuelve a morderse los labios, esta vez con más fuerza. Pese a sus esfuerzos por controlarse, está perdiendo la paciencia—. Dame dos gramos de amor, si los tienes, y déjate de historias.
—Ya te he dicho que los tengo —dice el camello—. Son doscientos pavos el gramo. Por ser tú, te puedo dejar los dos por trescientos pavos. ¿Cómo lo ves?
La verdad es que Marty lo ve caro, pero ya ha tenido suficiente conversación con ese camello para toda una vida. Algo le ha ocurrido a su proveedor habitual, ojalá supiese el qué. Por más que lo ha buscado, no ha logrado dar con él. Por eso ha tenido que acudir a otro. Una decisión que ya está lamentando.
—Me parece bien —dice Marty—. Aunque espero que, por ese precio, el amor sea de buena calidad.
El camello se retuerce como un insecto electrocutado. Marty no sabe si se hace el indignado o es por el efecto de alguna mierda que haya consumido. Tampoco le importa mientras le dé lo que ha venido a buscar.
—Todo lo que yo vendo es de máxima calidad —dice el camello—. Puto premium, tío. Este amor te va a poner tierno como un cervatillo. Con esta mierda tu corazón se convertirá en pura poesía. Solo vas a ver mariposas de colores y osos que huelen a flores. Yo no miento, te lo puedo asegurar.
—Más te vale.
El camello le pasa la droga en un par de ampollas de color rojo. Marty entra en su coche y programa el automático para que le devuelva a casa. En cuanto el vehículo arranca, se palpa el pliegue del codo con gesto experto. Lo ha hecho tantas veces que podría encontrarse la vena con los ojos cerrados. En cuanto tiene localizado el acceso se mete los dos gramos con una embolada lenta.
Es una dosis alta. Por desgracia, Marty sabe muy bien que con menos cantidad el efecto no va a llegar a lo que él necesita. Está desarrollando tolerancia, lo cual es un verdadero problema. Por suerte, es algo que todavía puede sobrellevar. Al menos por el momento. Dentro de unos meses la situación puede ser muy jodida. Pero eso será dentro de unos meses.
El trayecto en coche se le hace muy corto. Los primeros efectos de la droga emborronan sus percepciones y le masajean el cerebro. Marty siente como una euforia —aguda, desmedida— flota por sus articulaciones. Entre gemidos, consigue la llave del paraíso de la felicidad química y se queda un rato allí, retozando.
Marty tarda unos minutos en dejar de estar colgado y recuperar el control de su cuerpo. Si se ha metido amor no ha sido por el éxtasis inicial. Aunque, tiene que admitirlo, la sensación de alegría absoluta le resulta muy agradable.
En cuanto llega a la mansión, el automático del coche pone en marcha sus protocolos de identidad y una cancela —barroca, maciza— se abre de par en par. Acompañado por el suave ronroneo de su motor eléctrico, el vehículo accede al enorme recinto exterior. Luego, sin aminorar la marcha, se mete por un camino que cruza un hermoso jardín de estilo inglés. Solo se detiene cuando llega hasta un aparcamiento lateral.
Cuando baja del coche, Marty lleva una amplia sonrisa dibujada en la cara. Siente perfectamente los efectos de la droga. Para su nueva mirada, la casa no es impersonal sino lujosa; las luces no son llamativas sino elegantes; el silencio en la finca se convierte en tranquilizador.
Sin frenar el paso, temeroso de que el efecto de la droga pueda disminuir, Marty abre la puerta y entra en la casa.
En el salón solo hay cosas de ella: sus cuadros, sus muebles, sus alfombras. Toda la casa, a decir verdad, es de ella. La ropa que él lleva, hasta el coche que le ha llevado hasta allí, son de ella. Es el dinero de ella el que lo paga todo. Más dinero del que se pueda imaginar. Más dinero, quizá, del que debería tener nadie.
Desde el piso de arriba le llega una voz:
—¿De dónde vienes? —En el tono, estridente, solo hay exigencia—. No sabía que tenías pensado irte. No me gusta que te marches sin decirme nada.
—Estabas dormida —dice Marty a modo de disculpa—. No quería despertarte.
La mujer que baja para recibirle —por una suntuosa escalera de madera y cristal— lo hace con un gesto de desprecio impreso en el rostro. Lleva un vestido azul, muy ajustado, que marca sus gruesas carnes. Su piel brilla tirante y en sus labios, hinchados, hay demasiado colágeno. Parece que hubiese intentado tapar sus años con gruesas capas de mentiras y postizos. El resultado, sin embargo, deja mucho que desear.
No siempre fue así. Ella antes era generosa en lugar de exigente. No tapaba cada uno de sus fallos con culpas y cirugía. Pero esos tiempos se han ido lejos, en el lugar donde van las cosas buenas que se marchitan. Y no tiene pinta de que vayan a regresar jamás.
Marty se acuerda del líquido rojo que se ha inyectado. Ahora agradece cada gramo que se ha metido por la vena. Nota como en su pecho crece una cálida llama y sonríe. Es una sonrisa genuina.
—Sabes que no me gusta que te vayas a hacer tus recados sin mi permiso —dice ella—. Me pone de muy mal humor.
—Pero este recado no lo he hecho por mí. Puedes creerme. Este recado lo he hecho por nosotros, cariño.
FIN
Relato nominable al I Premio Yunque Literario.
Juanma Román (Sevilla, 1978). Descubrió pronto su pasión por la literatura y los cómics, aunque no ha sido hasta la ultima década que ha desarrollado su faceta como escritor. Aficionado a juegos
narrativos y de mesa, ha participado en varios certámenes literarios y colabora con diferentes grupos creativos. Doctor en Medicina, trabaja como médico y profesor universitario y compatibiliza su labor profesional con la escritura.
Hasta la fecha ha publicado dos novelas: Las leyes del vacío (una obra de Ciencia Ficción que podéis conseguir pinchando aquí), y El negocio (un thriller que encontraréis aquí).
Y en breve podremos disfrutar de su tercera obra: El cambio (Editorial Samarcanda).
Su twitter es: @juanmaromanb ¡No le perdáis la pista!
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Aquí hay un estupendo escritor. Inaginativo, con un evidente dominio del lenguaje, la técnica narrativa y poseedor de un marcado estilo personal.
Me ha encantado.
Enhorabuena.
Estamos totalmente de acuerdo. Nos pareció un relato muy original y entretenido. Sin duda, Juanma Román es un escritor a seguir.
Me ha gustado, la idea para armar el relato, aún siendo bastante recurrida,está transformada en algo novedoso. Me he quedado con ganas de más. ¿Qué pasaría si Marty alcanza el tope de tolerancia? ¿qué pasaría si se agotase el amor? Y ella, ¿cómo era antes de cubrirse de parches intentando conservar su belleza?
Esto es lo que me gusta de los relatos, que remuevan el pensamiento.
Gracias.
Laura
A nosotros también. Además, el toque triste o melancólico del final nos parece perfecto.