Ahí estaba otra vez. Otra vez Nadia llorando en el sofá. Y yo hacía todo tipo de ruidos. Ruidos con las ollas. Ruidos con el agua de un plato que cae en otro plato. Estridencia de vajilla con vajilla y choques contra pared de lavaplatos. Todo por no escuchar llorar a Nadia, mi hija adolescente. Le puse así porque en mi familia tienen la costumbre de ponerle los nombres a los hijos justo al nacer. El método, sencillo. Esperar que pare de llorar. El médico lo limpia. Verle la cara al bebé. Alguien pregunta que a quién se parece. Y ese será su nombre. Parece una idea genial, hasta que es uno quien está en la camilla con las piernas abiertas y la vida medio huida del cuerpo. Y el bebé es una masa hinchada de vida diminuta y color de piel indefinible, en todo caso no perteneciente aún al espectro de colores de los humanos. Mi mamá, emocionada, hace la pregunta que pide la tradición. Hija, hija, ¿a quién se te parece? Yo, en la más absoluta sinceridad, producto del cansancio mental de no dormir por treinta horas, respondo, a nadie. ¡Pero es hembra! Entonces, Nadia. Ha habido otros accidentes peores como Michael Jackson Echenique, hijo de mi primo Roberto y que casi consigue poner fin a la tradición familiar en junta de asamblea, Bagre Johnson, hijo de mi prima Rosa Cristina con el gringo, que, por lo menos, accedió a darle el apellido, o Chucky, la hija de Adela y Luis Guillermo, otros primos. Chuckita es una ternura…
A veces me acuerdo de esta historia y me río para no llorar porque mi hija creció y ahora es un monstruo con tetas y una máquina de odio acomodada sobre el suelo pélvico. Hija, ¿te molesta la brisa? Solo la brisa anal que sale de tu boca. ¿Por qué estás llorando? Se me volvió a podrir el odio. Ya te dije que le echas demasiada agua. ¡Claro que no! ¿No? Y entonces, ¿qué? No lo sé. ¿Cómo no lo sabes? Pero “Claro que no” y “no lo sé” era el repertorio entero de respuestas de mi hijita cuando no quería hablar. Esto solía suceder mucho cuando se le podría el odio, ya que cuando este estaba en plena madurez, retoñábanle palabras como una metralleta verborrágica y yo debía sacarme el corazón y dejar que las tripas hicieran el bombeo de sangre, y meterme debajo de la mensa para no ser atravesada por sus flechas arcohirientes materfágicas.
A veces se me olvida dónde pongo el corazón ya que me he acostumbrado al bombeo de la tripa, que, aunque pide mucha más comida por el doble trabajo que realiza, hace que se sienta por dentro un trompeteo vibracional que te masajea todo el cuerpo. Pero lo más importante es que no le hace a uno ni cosquillas cuando alguien te mira con ojos de gato triste y puede uno pisar hormigas, hormicracias, isoras y flores de jamaica sin sentirse mal. A veces sólo me doy cuenta de que no cargo puesto el corazón cuando tengo la sangre toda verde y me brotan gusanillos de la cara. Y me dice mi hija en pleno retoño del odio, ¡uy! estás más fea de lo normal, a ver si te echas una pinturita. Y al rato me ve buscando algo frenéticamente dentro de las ollas o detrás de la nevera. ¿Qué se te perdió? Nada, nada, un recibo. ¿Cuántas veces te tengo que decir que pagues todo por internet? Qué pérdida de tiempo y ganas de matar matas. Debo hacer una aclaratoria en este punto: yo, la verdad, nunca había tenido ganas de matar ninguna mata, no hasta ese momento.
La última vez pasé casi un mes sin poder encontrarlo. Mario estaba extrañadísimo porque no quería abrazarlo después de hacer el amor (con la luz apagada, obvio, ya que él no quería ver mi cara verde) y me iba del cuarto diciéndole que debía ir a limpiar el patio. Lo que no sabía es que yo no podía dormir pensando en los sitios en donde pude haber dejado el corazón. Mario no podía entender cómo hacía el amor con él de noche y ya al siguiente día lo detestaba. Es el acelerador de partículas. Todo pasa más rápido, incluyendo la transición amor/odio. Él se quedaba tranquilo ya que le gustaba cualquier explicación que sonara medio científica. Esta vez resulta que el corazón sí estaba en el patio. Al lado de la mata de nísperos que siempre se me olvidaba que existía, allí estaba, todo arrugado, como lo dejé, sin embargo, parecía que flotaba, pero no, sino que había extendido sus venitas y vasos para formar un tronco y raíces. El corazón se había sembrado en la tierra. Ya veía yo muy alegre a la mata de nísperos semitransparente, y es que sus raíces se habían entrelazado. Luego, aunque no tenía corazón me dio cosita arrancarlo, y separarlo de su nueva amiga/cuerpo. Me pasé varias horas mirando ambas plantas. Lo hago al amanecer, cuando los distraiga el gallo. En efecto, justo al cantar el gallo, envalentonada y casi sin rastro de sentimiento alguno por efecto del trompeteo entumecedor y el insomnio, arranqué el corazón de la tierra y me lo volví a meter en el pecho. El forcejeo duró varios minutos y fue bastante doloroso, ya que las venas/tronco se habían endurecido, lo suficiente para que estas pudiesen sostener el corazón como un cáliz.
Desde ese día cago semillas de níspero, regurgito savia y del pelo se me caen hojas cuando no agarro suficiente sol. La sangre, por supuesto, no se me volvió a poner roja más nunca. No volví a sacarme el corazón por miedo a que este fuera a querer plantarse nuevamente junto a la mata de níspero y que se pusiera tan duro que ya no me lo pudiera meter. Y es que desde ese día cargo una tristeza sin saber por qué, y la única explicación que encuentro es que el corazón extraña la mata. De vez en cuando me encuentro mirando por la ventana que da al patio sin saber por qué. Y la otra vez puse la silla que normalmente da a la calle y que se usa para uno poder enterarse de los peos de los vecinos sentado, mirando a la mata de níspero sin tener consciencia de ello. Y me quedo mirando la mata por horas. Me despierto en medio del patio. Creo que si no fuera porque Mario pesa unos 200 kgs tomaría el colchón, sonámbula, y lo pondría en el lugar de la silla. Temo que un día de estos me despierte en medio patio con el corazón huido y plantado junto a la mata. Lo temo pero mis tripas lo desean. Lo temo pero mi corazón lo desea. En este triángulo amoroso no gana nadie. Supongo que en ningún triángulo puede haber ganador, a menos que sea equilátero. Pero ningún triángulo amoroso es equilátero y yo, la hipotenusa, me jorobo ante cualquier comentario arcohiriente de mi hija, y justo allí, se aprovecha el corazón para clavarme una rama, digo, vena, hacer un hueco e intentar escapar. Yo estoy toda fajada para evitar los escapes y Mario piensa que es que me quiero poner buena. ¿Para qué? ¿para que prenda la luz y yo tener que verle su horrenda cara? No, gracias. Que últimamente me come el coño con gusto porque sabe a níspero, lo que me baja las ganas de patearle la cara y ha creado una experiencia sexual medianamente aceptable, que es lo único bueno que me ha pasado desde que mi corazón se volvió escapista.
El otro día soñé que regaba semillas de níspero en un patio que no era el patiecito mío sino un gran campo y que crecían corazones, todos con la misma cara que tiene mi corazón, imagino que todas las semillas eran de la misma placenta o algo así, lo cierto es que ver mi corazón multiplicado en ese campo interminable de olor tan agradable, en el que todas las matas vecinas tenían orgasmos largos de alegría, me dio una gran paz y sentí que ese era mi destino, regar el mundo con el amor de mi corazón y esparcir por la tierra esta noble raza de híbridos de planta y humano, homo orgiae planctum, para que Nietzsche se pueda seguir revolcando en su tumba en paz, y para lo cual quedarme sin corazón era el único requisito y sin duda, un sacrificio menor. Cuando desperté me sentí muy triste al ver que el campo de corazones sólo vivió en mi imaginación y que ya se disipaba en mi memoria, y sentí rabia, sentí que debía hacerlo, luego comprendí que era mi corazón que me engañaba. Pero el sueño volvía a repetirse una y otra vez, casi todas las noches en las que lograba dormir, y cada vez era más vívido, se sentía más real y era también más real mi tristeza al despertar. Era, en definitiva, mi corazón torturándome, y la única forma de acabar con esta tortura era, en efecto cumpliendo mi sueño.
Despertarme en el patio arrodillada y con los dedos llenos de tierra fue sucediendo cada vez más a menudo. Allí comprendí que mi corazón no iba a parar hasta lograr que yo accediera, voluntaria o sonambulariamente, a sus deseos. Decidí que lo haría. Iba a complacerlo. Pero un día mientras tomaba café mirando a la bendita mata, se me ocurrió que no era mi corazón sino, en efecto, la bendita mata, quien quería que yo me arrancara el corazón del pecho y lo sembrara ahí, a su lado.
Mario, necesito que dejes de sobarte las bolas y me cortes esa mata, que me tiene harta. ¿Cuál mata? Mario tampoco había notado su presencia y la mitad de las veces no la veía hasta que se tropezaba con ella. ¡La de níspero! ¡Ah! Pero por Dios, Wendy, ¿qué te ha hecho esa mata a ti?, preguntó Mario con una mano metida en las bolas mientras que con la otra se aferraba a una cerveza como si fuera su pene fuera del cuerpo. Es que está muy grande, en cualquier momento nos arranca… digo, nos tumba la casa. ¡Pero si ni se ve! En cualquier caso, puede esperar, replicó Mario. ¡Que no puede esperar! Mario, notando la angustia en mi voz y temiendo que se tratara de una menstruangustia impostergable, se dispuso a tumbar la mata. Con la mano de la cerveza, machetazo, con la mano de las bolas, espanta mosquitos (no los logra alcanzar pero el olor a bola marinada los aniquila). Machete le pega a tronco y a mí me sale sangre por la boca mientras observo a Mario desde el umbral, unas pocas goticas verdes pero no me preocupo demasiado. Otro machetazo que llega a pulpita de árbol y un río de sangre se me sube a la garganta. No puedo hablar, pero corro hacia él y alcanzo a gritar ¡Para!! Pero Mario al voltear a verme, no alcanza a ver que la mata le va a caer encima, y por supuesto, la mata le cae encima, lo mata en el acto y yo, mientras me estoy muriendo desangraviada veo a mi corazón que se sale de mi pecho corriendo, me grita ¡asesina! y se lanza a la tierra. Esta vez las trompetas anuncian el final. La vibración se vuelve reborboteo de una sangre que se vuelve roja nuevamente solo para decorar la escena que ya grotesca ahora sí, está lista para salir en la portada de cualquier diario amarillista. En diez minutos (y dos horas antes que la ambulancia) llega la fotógrafa de (gracias a sillas colocadas estratégicamente en casas vecinas), y mi corazón, sólo podrá cumplir sus sueños de reproducción mediante la impresión de esta fotografía en finas tajaditas de árbol, para acrecentar la ironía que es lo único que volvió a crecer en ese patio.
Publicado por primera vez en la Revista Perpetuum (Caracas, 2023)
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Christine Palmer , autora venezolana, 35 años de edad. Actualmente reside en los Estados Unidos. Bajo el seudónimo «Sam Tripton«, se empeña en realizar ejercicios literarios innovadores que algunos insisten en ponerles el sello de «experimental», otros lo han llamado simplemente «extraño», aunque su obra bien podría insertarse en el género New Weird. El uso de la ironía, el humor negro, la mezcla de lo fantástico y lo cotidiano son algunos de los elementos que condimentan su cruda prosa. Sus libros: Juego para Gatos (Poesía y cuentos), publicado por Sultana del Lago (2023). Obras por publicar: Sofá para ratas (novela), Sesus Interruptus (novela), y otros poemarios por publicar.
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