A sus setenta y ocho años, Antonio nunca había entrado en una tienda de los chinos. Él era de comercio tradicional de toda la vida. Pero lo que había venido a buscar allí no lo tenían en ningún otro sitio. Con paciencia menguante, aguardaba a que el dependiente terminara de cobrar a una señora que parecía dispuesta a llevarse medio establecimiento. Desde el pasillo donde estaba, haciendo tiempo mientras fingía observar los artículos de cocina que tenía delante, se imaginaba como un depredador al acecho, aunque en realidad se parecía más a la presa que lanzaba miradas cautelosas a su alrededor para comprobar que el peligro hubiera escampado. Y es que lo que iba a hacer le imponía cierto respeto y temor. Ya se había cansado de ir a la iglesia a rezar para que le cayera un rayo a su esposa y que Dios hiciera oídos sordos a sus reiteradas plegarias. Había llegado el momento de recurrir a otra clase de poderes.
Nada más irse la señora, Antonio encauzó sus pasos hacia el mostrador y se plantó delante del dependiente.
—Estoy buscando una infusión de… de…
Chasqueó los labios, contrariado. Otra vez le había vuelto a pasar. Y en el momento más inoportuno. Vaya semana que llevaba. Cuando no se olvidaba de una cosa, se olvidaba de otra. Maldita memoria. Con lo que él había sido. Sin embargo, en los últimos días había sufrido un deterioro cognitivo inexplicable. Como solía hacer de manera inconsciente en estos casos en los que su mente se convertía en un lienzo en blanco, se llevó la mano a la muñeca para acariciar el reloj como si este hecho pudiera invocar las palabras olvidadas. Su mujer lo había tenido que llevar a arreglar hacia cosa de una semana, pero no recordaba si fue porque se había parado o para cambiarle la correa.
—Las infusiones están al fondo de ese pasillo, señor.
—No, de esas no. —Lo tenía en la punta de la lengua. Sabía que se trataba de un nombre atípico, casi sombrío, como el propósito que había guiado sus pasos hasta esa tienda. Fue al pensar en ello que la niebla que envolvía su cabeza se disipó de golpe—Loto negro. Lo que quiero es una infusión de loto negro.
—Ah, es eso. —El dependiente cambió la expresión de su cara, lanzó una mirada fugaz al local y, al ver que nadie les prestaba atención, añadió—: Venga conmigo.
Apartó una estantería llena de artículos de playa y dejó al descubierto unas escaleras.
—Cuando llegue abajo, pulse el interruptor que verá a mano izquierda. No es de los que suenan, así que no insista. Con que lo pulse una vez será suficiente. Él saldrá a atenderle en cuanto pueda. Ya le aviso que a veces tarda un poco.
Antonio descendió despacio. Se imaginaba que en el sótano se encontraría con un cubil oscuro y preñado de olor a pelo quemado; hatillos de hierbas colgando del techo como murciélagos en una cueva; velas enlutadas encendidas entre frascos con extrañas criaturas flotando en un líquido ambarino y estatuas de seres demoniacos, mitad humanos mitad animales. Sin embargo, con lo que se topó fue con una sala limpia y bien iluminada. Pulsó el interruptor, varias veces, y se dirigió hacia el mostrador que tenía enfrente. A su derecha había un pequeño habitáculo con un baño. Pudo verlo porque la puerta estaba abierta. Detrás del mostrador había otra puerta, en este caso cerrada, y por la que salió, al cabo de un rato, un joven alto, de pelo rubio como el trigo y ojos azules como sendas piezas de lapislázuli. Sin mediar palabra, se agachó y sacó un termo, un vaso y un bote de los que se utilizan para recoger muestras de orina. Escanció el líquido parduzco del termo en el vaso ante la atónita mirada de Antonio.
—Tiene que beberse esto. —Su marcado acento delataba una clara ascendencia nórdica.
El anciano observó el mejunje como quien mira la sonda gástrica que el médico está a punto de meterle por el esófago. Poseía el aspecto y el hedor propios del agua estancada de una ciénaga.
— ¿Es necesario?
—Verá, yo creo objetos malditos que luego vinculo a una persona determinada para que no influyan en nadie más. Eso es lo que hace de mi arte algo excepcional. Mis creaciones son como el DNI, personales e intransferibles. —A Antonio no le hizo ninguna gracia el chascarrillo—. Aunque usted eso ya lo sabe, si no, no habría venido a verme. Pero para realizar mi trabajo antes tengo que extraerle los sentimientos malignos que alberga hacia la persona que quiere perjudicar. Esa inquina arraigada en sus entrañas constituye, en esencia, la maldición que posteriormente confinaré en el objeto que me haya traído. Usted bébaselo y deje que la naturaleza siga su curso. Es de efecto rápido. En pocos minutos ya tendrá ganas de mear. Cuando eso ocurra, métase en el baño con este frasquito. Y, sobre todo, no se asuste del aspecto que tenga lo que expulse su cuerpo.
Cogió el vaso y frunció el ceño. Apestaba. Pensó en su mujer y se lo bebió de un trago. Maldición, valga la redundancia, sabía peor que olía.
—Estupendo. Ahora, mientras esperamos a que mi poción obre su magia, puede entregarme el objeto y el resto de cosas.
Extrajo de un bolsillo interior de su chaqueta un sobre con el dinero que le habían dicho que tenía que llevar. El joven se hizo con él y lo contó. Asintió satisfecho. A continuación, Antonio sacó el objeto que quería que aquel hombre maldijera. Lo llevaba envuelto en un pañuelo que depositó con gesto solemne en el mostrador. Lo abrió como si sus pliegues fueran los pétalos de una flor que saludara al sol de la mañana. Se trataba de un camafeo de ónice con la figura tallada de un grifo. A él le parecía horrible, en cambio a su mujer le encantaba. Todo con tal de llevarle la contraria. Como siempre. Luego añadió una pelusa de pelo que colocó junto al camafeo.
— ¿Está seguro que el pelo no es del gato? —inquirió el joven, enarcando las cejas.
—No tenemos gato. Lo cogí de su cepillo. Es de ella.
—Vale. Si usted lo dice. ¿Y la foto?
Antonio frunció el ceño. Dichosa cabeza. ¿De verdad había que traer una fotografía? Nada más empezar a pasar la yema de los dedos alrededor de la esfera de su querido reloj, recordó dónde la llevaba. Sacó la cartera y le entregó una en la que solo aparecía su mujer.
—Aquí la tiene.
El joven la cogió y al verla se quedó de piedra, como si en lugar de la esposa de Antonio fuera Medusa quien le devolvía la mirada desde el pedazo de papel que sujetaba entre sus dedos. Cuando recuperó la movilidad, se mesó el cabello con la otra mano y soltó un lánguido suspiro que Antonio no supo cómo interpretar.
— ¿Verdad que se le ha quedado cara de mala persona? —preguntó, más que nada por romper aquel silencio incómodo—. Antes no era así. Me refiero a antes de casarnos.
—No es eso —contestó el joven en tono embarazoso—. Verá, es que esta señora estuvo aquí la semana pasada.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Las piernas le flaquearon y tuvo que apoyarse en el mostrador para no perder el equilibrio. Le vino a la cabeza una imagen nada halagüeña sobre lo que le deparaba su futuro más inmediato.
— ¿Cómo dice? —balbuceó— ¿Qué mi mujer estuvo aquí? No puede ser. ¿Y a qué demonios iba a…?
Dejó la frase en suspenso. Después de todo, la respuesta era de una obviedad pasmosa. Maldita arpía. Se le había adelantado por unos míseros días. Si es que tenía mala suerte hasta para esto. Con razón la veía pasear por casa luciendo a todas horas esa estúpida e irritante sonrisa que no se quitaba ni para dormir. Propinó un sonoro manotazo contra el mostrador que hizo que la exigua muestra de pelo que había conseguido saliera volando.
—Lo siento —se disculpó el joven—, pero, dadas las circunstancias, me es imposible aceptar su encargo.
— ¡Qué circunstancias ni que ocho cuartos! ¿No se da cuenta de que ahora lo necesito con más motivo?
—Ya le he dicho que no puedo.
— ¿Y eso por qué? ¿Es que mi dinero vale menos que el de ella?
—No es una cuestión monetaria, señor, sino de conflicto de intereses. Tiene que entender que, por encima de todo, me debo a mis clientes. Actuar contra ellos sería malo para el negocio.
—Querrá decir malo para mí. Dígame, al menos, qué objeto le trajo esa pérfida alimaña para que me pueda deshacer de él.
—Si se lo dijera estaría arrojando piedras contra mi propio tejado. Tengo una reputación que mantener.
—Vaya, nos ha salido íntegro el brujo. Pues véndame algún amuleto para protegerme. Vamos, hombre. Póngase en mi pellejo.
—Que mire por mi negocio no significa que carezca de empatía. ¿Quiere un amuleto? Yo se lo vendo, pero le aseguro que será tirar el dinero. Ningún amuleto puede neutralizar el trabajo que llevé a cabo para su mujer. Ella contrató el Malleus Maleficarum. Es el servicio más caro de todos los que ofrezco. El pack Premium de mi catálogo. No existe protección posible contra el Malleus Maleficarum. Es infalible.
— ¿En serio? —Antonio lo miró como si le estuviera desafiando a un duelo—. ¿Y si acabo con mi mujer antes de que ella acabe conmigo? ¿Eh? Porque si la mato, el contrato que haya firmado con usted se convertirá en papel mojado, ¿no? Muerto el perro, muerta la rabia. ¿No es así cómo funcionan estas cosas?
El joven meneó la cabeza.
—Inténtelo y se dará de bruces contra un muro. El Malleus Maleficarum incluye la presencia de una entidad sobrenatural cuya función consiste en velar día y noche por el bienestar del cliente. Viene a ser lo que ustedes llaman un ángel de la guarda. Su mujer estará a salvo de cualquier peligro hasta que usted… eh… hasta que el objeto que encargó cumpla su cometido.
—Entonces —musitó —, ella es intocable. Y yo…
El joven desvió la mirada de Antonio. Hasta la fecha, nunca había llegado a conocer a ninguna de las víctimas de sus maldiciones personalizadas. Y la experiencia le estaba dejando con unas ganas terribles de cogerse unas vacaciones.
—Le acompaño en el sentimiento —atinó a decir.
— ¿Me está dando el pésame por anticipado?
—Créame, es lo único que puedo hacer por usted.
Antonio cogió el sobre con el dinero. De la fotografía y el espantoso camafeo no quiso saber nada. Se dio media vuelta y subió las escaleras cabizbajo, rumiando su infortunio. Para cuando salió a la calle, ya ni siquiera se acordaba de lo que había ido a hacer allí. Si él era de comercio tradicional de toda la vida. No obstante, la resolución de semejante misterio se vio eclipsada por la repentina necesidad que le sobrevino de aliviar la vejiga a la mayor celeridad posible.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
José Luis Alonso Casado
Nací en Madrid en 1972, ciudad en la que vivo y trabajo. Desde muy joven empecé a disfrutar tanto de la lectura como de la escritura, fruto de la cual he conseguido que algunos de mis relatos aparecieran en las revistas Creepy, Calabazas en el trastero, Sable, Sueños de la Gorgona, Pulporama y Mordedor. Y en las antologías Orgullo Zombi 2, Hay otros mundos, Casi cien instantes en un santiamén y Sueños, visiones y terrores. Participé con dos microrrelatos en los Cuentos del Bosque Oscuro, tanto en audio como en texto, y en el II premio literario Yunque de Hefesto con el relato El nacimiento de un lobo.
La Editorial Tusitala me ha publicado dos libros, uno de relatos titulado En tiempo de monstruos, ilustrado por Ana Andrés Soria, y Ehyjvanna, La Viajera, una novela de fantasía en la que la protagonista descubre que el mundo conocido no es más que una ínfima parte del mundo por conocer.
¿Te ha gustado este relato? ¿Quieres contribuir a que nuevos talentos de la literatura puedan mostrar lo que saben hacer? ¡Hazte mecenas de El yunque de Hefesto! Hemos pensado en una serie de recompensas que esperamos que te gusten.
También puedes ayudarnos puntualmente a través de Ko-fi o siguiendo, comentando y compartiendo nuestras publicaciones en redes sociales.
Interesante, me ha gustado, es más, visioné con claridad cada escena en mi cabeza.