
Era la tercera vez que el hombre dañaba la colmena. Le había prendido fuego a un puñado de ramas y después lo había aproximado donde estaban las abejas para que el humo las cegara y les hiciera creer que peligraban. No tardaron en arracimarse a un lado, en permitir la destrucción de su colonia.
El hombre hundió los dedos en las celdillas colmadas de miel y los lamió con fruición, como si quisiera comprobar que el líquido era lo suficientemente dulce. La abeja no podía dejar de mirarlo. Lo vio colocar un vaso debajo del panal y quebrar otro puñado de celdas con sus dedos gordos. El sol bañaba el claro del bosque, y la miel titilaba como un caño de ámbar. Cuando terminó de llenar el vaso, el hombre pisoteó las ramas todavía encendidas y se alejó a paso rápido.
La abeja movió las antenas y contempló su hogar esquilmado. La miel se desperdiciaba gota a gota. Era el alimento que la colonia empleaba en invierno. El que iba a permitir que no murieran de hambre. Revoloteó sobre la miel y bebió de ella. La reconstrucción de la colmena iba a costarles muchas horas de trabajo. Quizá no pudieran conseguirlo antes de la invernada.
El enjambre vibraba. Las hermanas de la abeja estaban ahítas. Sus movimientos eran torpes, lentos. El humo había hecho que temieran atacar al hombre, porque no querían perder la miel que atesoraban en el abdomen. Tardarían en regresar a la normalidad y no podían hacer nada para evitarlo. La abeja localizó a Madre, y tras comprobar que se encontraba a salvo sacudió las alas y echó a volar.
El claro del bosque era una alfombra revestida de flores. La abeja se dejó guiar y penetró en una mezcolanza de aromas. Le fascinaban. Sabía que su néctar sería la base de una buena miel. Localizó su olor favorito. Emanaba de una colección de zinnias que proliferaba no muy lejos de la colonia. Cuando se aproximó a las flores, un repentino hedor la forzó a detenerse. Permaneció flotando, alerta, las antenas moviéndose arriba y abajo. Diseccionaban el olor, reconocían trazas que la hicieron temblar.
El miedo provocado por el hombre era una aguja en su memoria.
Estaba tumbado sobre la hierba, al lado de las zinnias. La miel robada todavía le manchaba la comisura de los labios.
La abeja se posó sobre la flor y su tórax se perló al instante de bolitas de polen. Libó el néctar para introducirlo en el buche melario. Durante un instante sin tiempo se dejó mecer por el sutil bamboleo de la zinnia, las patas aferradas a los estambres amarillos. El sol calentaba su piel dorada. El conjunto de aromas era vida, y todo lo que la abeja necesitaba.
De pronto, el golpe la desestabilizó. Sintió que perdía agarre, que el mundo se volvía del revés. Rodó por el aire y batió las alas en un intento por recuperar el control. Un nuevo golpe aterrizó a su lado. La abeja luchaba contra las vaharadas de viento. Vio al hombre de pie. Vio cómo le propinaba otro manotazo. No podía escuchar sus carcajadas, pero percibía el olor acre de su sudor. Sus feromonas indicaban a la abeja que el hombre se consideraba superior. Que podría aplastarla de un pisotón. Que quería hacerlo.
Se alejó como pudo. No podía atacarlo. Si lo hacía, el aguijón quedaría atrapado en su piel. Ella echaría a volar porque eso era lo que la consciencia global le diría que hiciera a pesar de que la mayoría de sus órganos vitales iban a quedar atrás. Unidos al aguijón en la piel del hombre. Una amputación consentida. Una muerte lenta.
La colmena se perfiló a lo lejos. Era una masa ocre que pendía de la rama de un castaño. Los panales moldeaban capas informes que parecían sebo endurecido, con hendiduras en las que sus hermanas se movían como diminutas bolitas marrones. La parte inferior de la colmena tenía las marcas de los dedos del hombre. Varios pedazos de cera se habían convertido en colgajos rotos. La abeja se introdujo entre dos panales. Sus hermanas la recibieron moviendo las alas. Se congregaron a su alrededor. Esperaron. Pero la abeja no tenía nada que contarles. Entregó el néctar y el polen a sus hermanas más jóvenes y recorrió la colmena en dirección a la parte más elevada. Se introdujo en una de las celdillas e intentó dormir. Había percibido un nimbo de desesperanza rodeando la colonia. Sus hermanas no creían poder recuperarse antes del invierno y eso entristecía a la abeja. Su colmena era muy antigua. Había acogido a numerosas generaciones. Pero el paso del hombre estaba a punto de exterminarlas y quizá ellas no podrían ponerle remedio.
La visitante llegó a medianoche. Su olor despertó a la abeja, pues no se trataba de uno conocido. No olía como las abejas procedentes de otras colmenas, ni como los insectos que, en ocasiones, se introducían en la colonia para robarles la miel o devorar sus larvas. Olía a néctar y a calma. A azúcar diluido en agua, a madre a pesar de que no era una madre.
La abeja revoloteó en torno a la colmena. La visitante estaba posada sobre las celdillas quebradas, extrañamente inmóvil. Las hermanas de la abeja pululaban a una distancia prudencial. Temían aproximarse. Porque la visitante no era una de las suyas, pero tampoco era un enemigo. No sabían qué era. Las más jóvenes aguardaban a que sus hermanas mayores hicieran algo. Pero ellas tampoco sabían cómo actuar. La abeja decidió abordar a la visitante. Se situó frente a ella y movió las antenas. La miró a los ojos compuestos. Era más grande que sus hermanas, con bonitas y largas alas translúcidas. Y emitía un fulgor tenue que a la abeja se le antojó precioso. Pero, la intranquilizaba su ausencia de respuesta.
Transcurrieron unos segundos. El bosque entonaba su cántico nocturno, abrazaba a la colonia angustiada. Entonces la visitante se movió. Comenzó a dar vueltas sobre sí misma, sacudiendo las alas con agitación. Y eso era algo que la abeja sí podía entender. Sus temores se disiparon. Se aproximó a la visitante y se unió a su danza, y absorbió el conocimiento que ella quería darle. Secretos ancestrales. Acciones que desconocía. Y vio su futuro, y supo lo que tenía que hacer para que su colonia sobreviviera.
La visitante emprendió el vuelo cuando finalizó su cometido. Se elevó en la noche. Un puntito luminoso cuyo ronroneo se desvaneció pronto, como el canto del grillo en invierno.
La abeja regresó a su celdilla y durmió durante toda la noche.
La despertaron los primeros rayos de sol. Sacudió las alas y se preparó para su viaje permitiendo que el sol calentara sus extremidades anquilosadas por el frío nocturno. Se sabía vieja. Sus alas habían comenzado a deteriorarse y estaban rotas, mordidas por el viento, por la vida. Pero era la única esperanza de su familia. De modo que echó a volar y planeó a lomos de la brisa suave.
Buscó al hombre en las praderas próximas a la colmena. No podía saber si aparecería, así que aguardó acurrucada en una planta de lavanda. Él llegó a mediodía. La abeja no veía al hombre como veía las flores, cuyo polen brillaba como soles diminutos. El hombre era una mole negra y compacta. Un monstruo ciclópeo que olía a naftalina, a sudor rancio, a tabaco. Lo acompañaba una criatura más pequeña. A la abeja le gustó. Porque olía a fresas y a las plantas tocadas por el rocío de la mañana. Olía a bondad. La abeja deseó revolotear a su alrededor para investigarla, pero no tenía tiempo que perder y regresó a la colonia.
Aterrizó en el panal con cierta torpeza. Sus hermanas la recibieron con amor y la abeja sintió la calidez de sus cuerpos palpitantes. Y supo que todo lo que iba a hacer poseía un sentido. Dio vueltas sobre sí misma, una y otra vez, transmitiendo a las demás la información que la visitante le diera a ella y dónde estaba el hombre.
Y se pusieron en marcha.
Todas ellas.
El enjambre era una nube negra que vibraba, que sonaba como el pequeño motor que impulsa la vida. Eran un solo organismo. Una fuerza de la naturaleza. Se elevaron sobre la pradera donde el hombre le hacía gestos a la pequeña criatura. Jugaban a la pelota. El hombre era muy grande, pero al enjambre no le importó. No tenían miedo. Sin ellas, la vida se resentiría. Eran dadoras. Eran capaces de todo.
Se desplomaron sobre el hombre como un manto pesado. Se adhirieron a su piel, se introdujeron bajo su ropa, se enredaron en su pelo húmedo de sudor. Y cuando el hombre profirió el primer alarido, un puñado de abejas aprovechó para penetrar en la mucosa blanda de su boca. El enjambre se revolvía y bullía y aguantaba los manotazos y las patadas del hombre.
La abeja lo observaba suspendida cerca de sus hermanas. Vio al hombre postrarse de rodillas, las manos engarfiadas a la garganta como si con ese gesto pudiera librarse de la asfixia que le producían los insectos invadiendo sus vías respiratorias. Anidaban en sus ojos para dejarlo ciego, y comenzaron a segregar cera a la que enseguida dieron forma de celda. El hombre se derrumbó sobre la hierba. Reptó en dirección a la criatura, le dio un empujón, le gritó con voz abotargada:
—¡Ana, corre! ¡Ponte a salvo!
Pero la niña solo pudo echarse a llorar. Era una piedra anclada en el mantillo, un tronco de raíces largas. El hombre la miraba, pero sus ojos se habían licuado y no eran más que un engrudo sanguinolento. La abeja revoloteó alrededor de la niña. Olfateó su aroma. Ya no olía a fresas. Ahora desprendía miedo. Desprendía el olor del hombre. Lo sintió por ella, pero tenía que cuidar de la supervivencia de su colonia, que construiría nuevos panales en la piel del hombre, nuevas celdillas en los agujeros blandos.
Se posó en la mano temblorosa de la criatura. Ella la miró con un odio profundo. Esa clase de odio destinado a permanecer, a prosperar. La abeja no podía saber lo que significaba. Solo sabía lo exhausta que se sentía, y lo pequeñas que sus alas se habían vuelto a pesar de que era incapaz de ver los jirones en las membranas. Las fuerzas la abandonaban poco a poco. Se volvió con esfuerzo. Las patas le pesaban como acero recién armado. Movió las antenas, percibiendo por última vez los susurros del bosque, los olores que le habían dado la vida.
Y vio a sus hermanas erigir una costra alrededor del hombre. Y vio a Madre penetrar en ella.
La nueva colonia sobreviviría.
Se dejó caer entre las briznas de hierba.
Ya no veía nada, pero supo que, por fin, podía descansar.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario

Mari Carmen lleva publicando desde 2018, siendo La Ciudad mimética y Miasis sus obras más notables. Ha colaborado en antologías, y ocasionalmente envía relatos a la publicación pulp El Tunche.
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Me ha gustado muchísimo, lleva esa mezcla de dulzura y crueldad que la vida tiene y que se aprecia en cada detalle.
¡Enhorabuena, María del Carmen!
Muy bueno, enhorabuena!.