—¡Más me habría valido nacer sin corazón! ¡Qué digo, no hubiese tenido ni que nacer! —exclamó Critón.
Solo las palabras de Aristóteles calmaban la furia de mi amigo, que no atendía a razones. Era la primera vez que lo veía llorar. Hasta aquel entonces, ni se me hubiera ocurrido imaginar que semejante mole musculosa fuera capaz de hacerlo. Critón era el mayor de entre todos nosotros. Le faltaban pocas semanas para convertirse en un hombre; en menos de un mes estaría combatiendo, lanza en mano, a los enemigos de Macedonia. Todos creíamos que él iba a ser el brazo armado de nuestro joven príncipe Alejandro, lo había seleccionado para ser la espada macedónica. Por eso he de admitir que me decepcionó verlo llorar como una simple plañidera. La visión hercúlea que tenía de su persona se me hizo añicos. Se tornó más humano, más imperfecto, sorprendentemente débil.
Mientras el resto de alumnos nos arremolinábamos en torno a nuestro profesor, contemplé como Alejandro, el único que se atrevía, reducía la distancia que lo separaba de Critón. Conocía de sobra a mi amigo y sabía que le resultaba indiferente que lo superase en peso, altura o edad, Alejandro no temía a nada ni a nadie. Todos lo respetábamos. ¡Qué tengo que decir yo, si desde siempre fue mi mejor amigo!
Tras compartir unas pocas palabras con Critón, Alejandro regresó hasta mi lado.
—¿Qué le ha pasado? —pregunté incapaz de seguir enjaulando por más tiempo mi curiosidad.
—Yalena, la hija del leñador lo ha rechazado —fue todo lo que tuvo a bien contestarme.
El amor era un sentimiento que por aquel entonces comenzaba a hacer acto de presencia en mi vida, al que, hasta ese momento, no había sabido ponerle nombre ni características propias.
—Buenos días, muchachos —exclamó Aristóteles, tomando las riendas de la situación—. Hoy tenía pensado hablaros sobre Agamenón y la podredumbre que trae consigo la soberbia, pero aprovecharé la circunstancia que se nos ha presentado para hablaros de algo mucho más trascendental. Sobre algo que supera, en mucho, cualquier cualidad mundana. Hablaremos sobre el Amor. El Amor con mayúsculas. —Ninguno de mis compañeros se atrevió a cuestionar las palabras de nuestro tutor, pero resultó obvia la decepción que sus palabras habían generado. Varias fueron las miradas maliciosas que serpentearon hasta alcanzar la triste figura de Critón. A él le reprochaban tener que escuchar historias sobre ninfas y sátiros lujuriosos, en vez de hazañas bélicas propias de grandes héroes y semidioses. Para nuestra sorpresa, Aristóteles prosiguió sin hacernos demasiado caso—. Hablaremos hoy sobre el cruel castigo que infligió Zeus, el padre de todos los dioses, a los Hecatónquiros. Seres que formaron parte del ejército que los titanes reclutaron cuando osaron rebelarse en contra de nuestras deidades, durante la llamada Titantomaquía. —La estruendosa voz de Aristóteles captó la atención de todos los presentes, espantando cualquier atisbo de tedio matutino. “El amor también puede resultar épico” pensé—. Nuestra percepción para con los Hecatónquiros resulta tremendamente sesgada, porque acostumbramos a imaginárnoslos como auténticos monstruos deleznables, tan solo por su apariencia física. Todos sabemos que tenían dos cabezas, dos piernas, dos troncos y cuatro brazos, pero debo confesaros también que poseían algo muy humano. Tenían, y no puedo asegurar que los dioses también lo tengan, un solo corazón.
»Combatir en el bando perdedor, en el de los titanes, fue su mayor error. Para castigarlos por haberse rebelado contra Él, Zeus ordenó a su hijastro Hefesto, dios de la forja, que partiera por la mitad a todos los Hecatónquiros y les hiciera beber del agua del olvido, esa que solo se encuentra en la Laguna Estigia. Olvidaron sus nombres, sus historias y sus almas. Nada quedó de los pobres Hecatónquiros. Tan solo cascarones vacíos, mecidos por el transcurrir eterno del tiempo. No contento con ello, Zeus decidió disgregarlos por todo el mundo, para que jamás pudieran encontrar a su otra mitad. Imaginad por un momento lo triste de su sino. Condenados a vagar, incompletos, sin rumbo. Buscando, sin saberlo, la otra mitad de su corazón. Irremediablemente vacíos. Inexorablemente infelices.
—Tampoco es un castigo tan cruel. El resto de titanes fueron encerrados de por vida en el Tártaro —exclamó mi amigo Ptolomeo.
—Eso lo dices, querido Ptolomeo, porque todavía no has sentido el agudo dolor que tan solo es capaz de provocar el amor. Es el peor de todos. —Critón corroboró las palabras de nuestro maestro con un suspiro melancólico—. Pero hay más, dejadme acabar y lo entenderéis. Muchos heraldos y sacerdotes sostienen que nosotros, los humanos, descendemos en buena parte de los Hecatónquiros y que tan solo cuando encontremos a nuestra otra mitad podremos ser uno, podremos estar completos.
Nos quedamos perplejos, sorprendidos. Era imposible que descendiéramos de aquellos monstruos; aunque, sin embargo, mi interior me decía que no era una idea tan descabellada.
—Es por ello que debéis entender el dolor del pobre Critón. Llorar, gritar, enfurecerse, mostrar el duelo por el amor no correspondido, no es demostración alguna de debilidad. Es signo inequívoco de lo que somos. De nuestra propia identidad. Quien no llora, quien no siente, no es humano o no ha tenido la fortuna de ser feliz. A su vez, muchacho —dijo Aristóteles dirigiendo su mirada hacia Critón—, debes comprender que si esa muchacha no te ama es porque, al fin y al cabo, no es tu otra mitad. No estáis hechos el uno para el otro. Afronta la pena, el dolor, pero supéralo. La persona que amas, que anhela unir su corazón al tuyo, llegará.
—¿Cómo sabremos identificar quién es nuestra otra mitad? ¿Aquél que posee la otra mitad de nuestro corazón? ¿Y cómo podemos estar seguros de que esta persona llegará a nuestras vidas? —preguntó Alejandro. Aunque era la primera vez que intervenía, siempre que lo hacía terminaba dando voz, de la mejor manera posible, a todos nuestros temores.
—Lo haréis, no te preocupes, joven príncipe. Es imposible no darse cuenta cuando el amor verdadero llega a tu vida. No creáis, muchachos, que la otra mitad de vuestro corazón estará, siempre, en otra persona. Puede que esté en vuestro propio interior. El éxito depende de cada uno, del tiempo que estéis dispuestos a utilizar en la búsqueda de vosotros mismos y en la valentía que atesoréis para aceptar la verdad que se os presente. Gracias a los dioses, no somos Hecatónquiros, no estamos condenados, somos humanos, somos libres. Lo terrible es que, a menudo, esa libertad puede resultar el mayor de nuestros inconvenientes. Tan solo puedo daros un consejo. Amad. Pues a vivir se aprende viviendo y a amar, amando.
Antes de que la última sílaba de Aristóteles hubiese abandonado sus labios, mi mirada se cruzó con la de Alejandro. Terminé perdiéndome, sucumbiendo al almendrado color de sus ojos. Aquella mañana fue la primera vez que le supliqué a Zeus, a Afrodita, Poseidón, a cualquier deidad benigna o maligna que tuviera a bien escucharme, ser correspondido. Imploraba al destino no haberme equivocado. Ya sabía que no podría amar a otra persona. Sabía quién era el poseedor de la otra mitad de mi corazón. Tan solo esperaba que él también se diera cuenta.
Critón lloraba y al menos tenía la valentía de hacer frente a sus sentimientos. Yo no podría soportar un no de Alejandro. Critón lloraba, mientras yo rezaba. Diferentes formas de entender el amor, una sola de vivirlo.
¡Qué no hubiese dado por seguir viviendo en la ignorancia sentimental! Maldije una y mil veces la sabiduría de Aristóteles. Quien, con poco, me enseñó mucho.
Me enseñó que el amor era miedo, lágrimas y dolor, también esperanza y alegría. El amor era único y de cada uno. El amor era, irremediablemente, Alejandro.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Daniel Ortiz Mata es un apasionado de la historia. A pesar de su juventud, ha participado con notable éxito en diversos concursos literarios, llegando incluso a obtener el segundo premio de novela corta de Calamonte con El Auriga de Micenas.
Ha publicado Los hijos de Prometeo una novela histórica ambientada en el año 482 a.C. en la que nos hace partícipes del enfrentamiento entre dos sociedades secretas y cuyo desenlace resultará determinante para el futuro de occidente. Actualmente se encuentra inmerso en la promoción de El arca de Villamanta, un apasionante thriller arqueológico.
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