Nunca había olvidado aquel trágico día, pero ahora, después de tantos años, no estaba seguro de que todo hubiese ocurrido exactamente como creía recordar, sospechaba que su imaginación de niño, en un intento de auto consolarse, o más bien de auto exculparse, tergiversó un poco los hechos.
Sentado frente al espejo, temblándole la mano ligeramente, intenta maquillarse. Se da cuenta de que cada vez lo hace con más dificultad, cada vez necesita más tiempo; tiempo para llenar de blanco las profundas arrugas, que precisamente el tiempo le ha ido grabando en el rostro; tiempo para controlar la brocha de maquillaje y no terminar pintándose un ojo; tiempo para calmarse e intentar contener las lágrimas. Desde hace poco nota cómo su cabeza le juega malas pasadas; sufre lapsus, se queda totalmente en blanco y cosas insignificantes, como a dónde va o de dónde viene, le dejan bloqueado durante minutos. Sin embargo, desde que sufre estos episodios, recuerdos de su infancia y sobre todo el recuerdo de aquella fatídica noche han vuelto más fuertes y claros que nunca.
«Era el primer día de función en esa ciudad. A media mañana el circo ya se había convertido en un auténtico hervidero, trabajaban a contra reloj para que estuviera preparado a tiempo; pero a medida que se acercaba la hora, el ajetreo había ido desapareciendo hasta que una calma generalizada lo había envuelto todo. En ese momento, después de haber visto a los acróbatas ensayar, él caminaba hacia las caravanas que estaban todas juntas formando un rectángulo. Se coló entre ellas y, cerca de la suya, debajo de un toldo, vio a su padre preparándose. Miró fascinado cómo en un momento, pasaba de ser un hombre normal y corriente a convertirse en “El payaso Braulio”. El maquillaje, la peluca, la camisola y los zapatones eran para él más que un disfraz; de hecho siempre decía, “este atuendo tiene un maravilloso poder, el maravilloso poder de hacer reír”.
—Bueno, te toca, cariño. Acércate –El padre se había dado la vuelta y lo había visto mirándolo.
De pronto lo invadió el miedo. Ese día actuaba por primera vez, yaunque llevaba tiempo ensayando; imitando a su padre, probando sus bromas, sus movimientos, se sintió inseguro; a sus ocho años, la grada del circo llena de público esperándole le asustaba un poco.
El padre se le acercó y revolviéndole el pelo lo llevó hasta el espejo que descansaba sobre un taburete.
—Papi, ¿Y si no se ríe nadie?
—Eso es imposible, si se ríen conmigo, imagínate ahora que somos dos. Lo haremos estupendamente, ya verás –le dijo para tranquilizarlo–. Hoy vas a demostrar que eres un gran payaso. Harás reír hasta a Carmela, que ya es difícil.
Sabía que lo de Carmela era broma, ella era la persona más alegre y risueña de todo el circo.
El padre cogió el maquillaje y se sentó en el taburete.
—Ven –le dijo.
Él se acercó y se colocó entre sus rodillas. Se miraron unos segundos en silencio y se sonrieron.»
Ese momento es uno de los recuerdos que guarda con más cariño. Jamás volvió a sentir tanta complicidad con nadie. Recuerda perfectamente la sensación del maquillaje en su cara, recuerda perfectamente la impaciencia por mirarse en el espejo y recuerda perfectamente cuando se vio reflejado como un payaso, junto a su padre, fue la primera vez y la última.
Las lágrimas amenazan con estropear el maquillaje, suspira para calmarse, pero debe continuar. Pronto vendrán a buscarlo.
«—¿Cómo vais? –preguntó Carmela, que había aparecido de pronto.
—Estamos casi listos. Al pequeño Braulio solo le falta la peluca. Un segundo –contestó el padre, dando el último retoque–. Listo. ¡Anda, mira, Carmela! El primer payaso guapo de la historia.
—¡Pero qué guapo! –exclamó Carmela, acercándose a los dos–. De tal palo tal astilla. Vais a sorprender al público.
Todo el circo era para él su gran familia, pero a Carmela la sentía más cercana que a nadie. Su madre falleció en el parto y ella la sustituyó en muchos aspectos. Siempre pendiente de él, cada vez que estaba enfermo, cada vez que se hacía alguna herida, cada vez que lo carcomía una preocupación. La quería muchísimo, la necesitaba.
—Bueno, vamos para la carpa, que en nada empieza la función –le dijo el padre ofreciéndole la mano–. ¿Practicamos un poquito antes?
—Sí, papi.
Los dos caminaron hacia la carpa. Justo antes de perderse entre las caravanas se volvió y vio a Carmela que permanecía junto al espejo, mirándolos. Ella se llevó la mano a la boca y lanzó dos besos, seguramente para él solo era uno.
Aquella tarde vivió por primera vez la magia del circo desde dentro. Temblaba cuando el Gran Jefe, como llamaban cariñosamente al maestro de ceremonia y jefe de pista, presentó a los payasos Braulio y Braulito.
—Vamos, campeón, como hemos ensayado –le susurró el padre con una sonrisa desbordante.
Entraron al escenario los dos juntos, cada uno con una silla de madera, la de él mucho más pequeña. Estaba asustado, pero enseguida escuchó algunas risas, vio a muchos niños y mayores señalándole con el dedo con cara de diversión y eso lo tranquilizó un poco. Se había imaginado al público aburrido y decepcionado.
Su padre arrancó con su voz exagerada:
—¡Bueno, bueno, bueno, Braulito, cuanta gente ha venido…!»
Deja el maquillaje blanco sobre la mesa y busca… ¿Qué busca? Mira por la mesa, pero no sabe qué. Desorientado, levanta la mirada. Delante, una cara pintada de blanco con muchas imperfecciones; en algunos puntos la pintura no ha cubierto la piel, sobre todo en las arrugas. Confuso cierra los ojos y suspira frustrado.
“La pintura roja, pero qué cabeza”. La coge, vuelve a levantar la mirada y se queda absorto fijándose en las arrugas, que en ese momento le parecen grietas, marcas de erosión que han ido distorsionando el blanco liso y casi perfecto de Braulito. Vuelve a dejar la pintura roja y coge la blanca de nuevo, dispuesto a taparlas.
«El público reía a carcajadas, sobre todo cuando hablaba o actuaba él. Su padre le guiñaba y sonreía satisfecho. La función fue todo un éxito. Niños y mayores disfrutaron con la actuación de Braulio y Braulito.
Carmela los esperaba detrás del escenario.
—¡Bravo, bravo,bravo, Braulito! –exclamó mientras él se acercaba emocionado–. Has estado fantástico. Habrá que celebrarlo.
—Claro que lo celebraremos —contestó el padre que llegaba detrás de él–. ¿Qué os parece si lo hacemos con una cena especial?
—Si papi, y que venga Carmela.
—Por supuesto. Siempre que ella guste de acompañarnos.
—Encantada.
El padre y Carmela se miraron durante unos segundos.
Con el tiempo entendió lo que aquella mirada significaba.»
Deja de nuevo la pintura blanca sobre la mesa, hay marcas imborrables. Se seca las lágrimas que comienzan a hacer otras, aunque estas son distintas, estas marcas salen del alma. Coge la roja para dibujarse la eterna sonrisa.
«Se acercaba la noche. Las sombras de las caravanas hacía tiempo que habían cruzado de un lado a otro la pequeña explanada que formaban en el centro. Por debajo y por los lados de ellas se colaban rectángulos de luz anaranjada que otorgaban a cada piedrecita y ramita del suelo una silueta larga y fina. Estaba casi todo recogido y preparado para volver a comenzar a la mañana siguiente. El circo es movimiento; funciones, ensayos, viajes.Braulito, sentado en su pequeña silla, jugueteaba con un palo dando golpecitos en sus zapatones.
—Vamos adentro, cariño, que empieza a refrescar –El padre, que había salido de la caravana del Gran Jefe, llevaba en las manos una bandeja que olía a carne horneada–. ¿Tienes hambre?
—Sí, papi, mucha… ¿Y Carmela?
—Tardará poco.
Los dos entraron en su remolque; él se asomó a la ventana para verla llegar.»
Ojalá hubiera aparecido ella y no ellos.
«La luz anaranjada se había extinguido, en pocos minutos todo se tornó gris. Las luces de las caravanas, que acababan de encenderse, luchaban tímidamente contra las tinieblas, intentando mantener la oscuridad a cierta distancia. Miraba hacia el frente desde la ventana esperando ver llegar a Carmela, pero se presentó Antonini el malabarista, acompañado de tres hombres que él no conocía de nada. Se dirigieron directamente al remolque del Gran Jefe.
—¡Jefe, jefe! –llamó Antonini. Su voz le sonó extraña–. Salga un momento, por favor.
—¿Qué ocurre, Antonini? –El Gran Jefe asomó por la puerta, iba en pantalones, camiseta de tirantes y zapatillas, seguramente acababa de asearse–. ¿Pero…?
—Salga –le ordenó uno de los que acompañaban a Antonini.
En ese momento vio algo que no había visto antes. Los otros dos llevaban escopetas, como las que usaban los mayores del circo para ir a cazar, y apuntaban a Antonini.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?
—¿Qué queremos? Adivine –Hablaba el mismo que le exigió que saliera.
El Gran Jefe había bajado los peldaños de su caravana y se encontraba frente a él.
—Venimos por la recaudación del día. Hemos visto que ha sido todo un éxito vuestra actuación. Habréis hecho una buena caja.
—Pero… por favor, ¿cómo vais a venir por nuestro dinero? Apenas ganamos para vivir.
—Ja. Nos importa una mierda, abuelo, el dinero.
El padre, que estaba al otro lado de la caravana, se acercó al oír las voces.
—¿Qué pasa, cariño? –preguntó asomándose por la ventana–. ¿Pero qué diablos…?
—Ese hombre dice que quiere la recaudación.
El padre permaneció mirando por la ventana unos segundos. Nunca lo había visto tan serio.
—Cariño, quédate aquí. No se te ocurra salir por nada del mundo. ¿Me has oído?
—Sí, sí, sí.
—No salgas.
—No saldré, papi.
El padre, que aún no se había quitado ni la ropa ni el maquillaje, se apresuró a recolocarse la peluca y salió fuera andando hacia la caravana del Gran Jefe.
—¡Bueno, bueno, bueno, pero si tenemos visita! –Caminaba y hablaba igual que en las actuaciones. A mitad de camino realizó su famoso trompicón; trastabillaba con una habilidad asombrosa, pero cuando parecía que iba a caer conseguía enderezarse–. ¡Huy!, que torpe soy.
Todos se giraron al escucharlo; uno de los que iban armados le apuntó con la escopeta.
—¿Pero qué coño…? Lo que faltaba, un puto payaso –habló el que no iba armado.
—Señores…
—Calla, idiota.
—Perdone, pero…
—¡Calla o te arrepentirás! –el extraño empezó a gritar furioso–. Y usted abuelo, o me da el dinero o agujereo al payaso.
En su mente, la de un niño de ocho años, la diferencia entre la función de aquella tarde y lo que el padre estaba haciendo era muy poca. El payaso Braulio estaba actuando. “…si se ríen conmigo imagínate ahora que somos dos”, esas palabras y el éxito de los dos con el público le impulsaron a hacerlo, tenía que ayudar a su padre. Estaba convencido de que con él todo sería más fácil. Cogió la nariz roja que se había guardado en el bolsillo derecho del pantalón, se la puso y salió fuera.
Nunca fue desobediente, aquello lo hizo con la mejor intención; aún era pequeño para entender de peligros y de las consecuencias que pueden tener algunos actos.»
Carmela, el Gran Jefe, Antonini y todos los demás procuraron que él jamás se sintiera culpable de lo que ocurrió, pero las palabras del padre pidiéndole que no saliera, siempre estuvieron ahí, arañándole desde lo más hondo de su memoria.
«Intentó hacer como su padre, llegar saludando, “Bueno, bueno, bueno…”, pero los nervios y el miedo no le dejaron. Caminó hacia ellos queriendo comenzar, pero no le salía la voz.
—¿Pero…? –El extraño que apuntaba a su padre fue el primero en verlo.
La cara de terror del gran jefe, de Antonini y sobre todo la de su padre lo asustaron mucho más que las gradas del circo llenas de gente. Al fondo, entre dos caravanas estaban los demás, paralizados. Delante de todos Carmela, que se había llevado las manos a la boca, lo miraba desesperada.
—¡Braulito, vuelve dentro, cariño! –le gritó el padre.
—Esto es increíble –El que había estado hablando con el Gran Jefe se fue hacia a él.
Todo lo que ocurrió a continuación se vuelve confuso en su cabeza. Su padre intentando interponerse entre él y aquel hombre, el estruendo del disparo, el padre empujándolo hacia un lado, él tirado en el suelo, gritos, maldiciones e insultos de los intrusos que terminaron huyendo, Carmela corriendo hacia ellos…
—Ven, Braulito, vamos a tu caravana –Entre los gritos y los llantos escuchó la voz de María, una de las acróbatas, mientras lo levantaba del suelo y se lo llevaba en brazos.
—¡Papi, papi…! –gritó entre sollozos. Buscaba a su padre con la mirada, pero las lágrimas no le dejaban ver con claridad. Estaban todos a su alrededor, solo vio o creyó ver su mano en el suelo encima de una gran mancha oscura.»
Aprieta el puño con fuerza hasta oír el chasquido de la brocha de maquillaje, abre la mano temblorosa y mira como cae partida en dos sobre la mesa. “Como mi vida aquel día”, piensa. De nuevo levanta la mirada y de nuevo su reflejo. Las lágrimas llegan hasta la sonrisa a medio terminar, como en un intento de recordarle que está fuera de lugar, que no es el momento. Pero para esa sonrisa siempre es el momento.
«—Braulito, ven, vamos a ver a papá —Carmela entró en la caravana a buscarlo. Tenía los ojos muy rojos y estaba muy seria.
Se levantó de un salto de la silla donde estaba sentado y salió con ella. El padre seguía donde mismo con una manta cubriéndole casi todo el cuerpo. Antonini mantenía sus manos sobre la barriga del padre.
Corrió hacia él.
—Papi, ¿qué te pasa? —preguntó asustado.
—Nada, cariño, no te preocupes. Quería…, hablar contigo. Carmela, el Gran Jefe…, todos son nuestra familia…, lo sabes ¿Verdad? —Le costaba hablar, se ahogaba, necesitaba coger aire de vez en cuando y aun así su voz apenas era un susurro.
—Sí, papi, lo sé.
—Y vas a ser… un gran payaso, también… lo sabes, ¿a que sí?
—Como tú.
—Mejor –Intentó reír, pero el dolor desfiguró su rostro–. Haz reír siempre, cariño. Haz reír siempre.
—Ha llegado la ambulancia —interrumpió Antonini, al oír las sirenas.
—Braulito, van a llevar a papá para que se ponga bien. Vamos a la caravana –Carmela lloraba, ya no intentaba contenerse.
—Ve con Carmela cariño… Te quiero –miró a Carmela–. Os quiero.
“Y yo” creyó oír de los labios de Carmela mientras lo cogía a él en brazo y lo abrazaba con fuerza.
No volvió a ver a su padre.»
“¿Dónde estoy?” Desorientado se levanta despacio y mira a su alrededor. Una habitación con una cama y poco más, todo en ella es de esos colores tan bellos como son el blanco y el celeste, pero ahí le resultan fríos y distantes. Se dirige hacia la ventana y mira al exterior. El sol se ha perdido detrás de los enormes edificios que hay al fondo. Debajo, un gran jardín y una mujer vestida de blanco que lo cruza deprisa de un lado a otro. Se vuelve, mira hacia la puerta de la habitación que está entreabierta y suspira despacio.
«Habían pasado dos días desde aquello, dos días grises como el corazón de una tormenta sin un rayo de sol. Dos días de silencios. El cielo parecía contagiado de la tristeza que se respiraba en el circo.
—¿Dónde está papá? –preguntó aquella mañana a Carmela, mientras desayunaba.
Ella se sentó junto a él y lo miró con ternura.
—Braulito —No encontraba las palabras. Se acercó y lo besó en la frente–. Resulta que Dios tiene un gran circo como este en el cielo, un circo precioso, y necesitaba un payaso…»
Sigue junto a la ventana, agacha la mirada y no ve los zapatones ni el traje; lleva zapatillas, pantalón marrón y camisa azul. Mira hacia donde estaba sentado y descubre que no es más que una mesita con un pequeño espejo apoyado en la pared, brochas y pastillas de maquillaje, y servilletas de papel; no hay peluca ni nariz. No hay carpa, no hay función.
Dos auxiliares caminan por el pasillo ayudando a los ancianos a acostarse.
—Bueno, ¿cómo te ha ido? —le pregunta una a otra.
—Para ser mi primer día, bastante bien.
—Me alegro —le dice parándose delante de una de las habitaciones—. En esta habitación duerme Braulio, un señor muy amable, era un payaso muy famoso en el mundo circense, pero por el alzhéimer y la edad lo han traído aquí. Yo por lo visto debo recordarle a alguien, me confunde con otra persona. Desde el primer día que llegó hubo que buscarle maquillaje y un espejo. Es raro el día que no se sienta y se intenta maquillar creyendo que tiene que actuar. La verdad es que impresiona un poco, el pobre está muy torpe y el resultado es un poco grotesco, a mí me recuerda a las películas de terror. Procuro seguirle la corriente hasta que consigo convencerlo de que hoy no hay actuación, le lavo la cara y lo acuesto.
La compañera asiente con la cabeza y entran en la habitación.
—Buenas tardes, Braulio —saluda alegre la auxiliar veterana.
—Hola, Carmela —contesta Braulio desde la ventana.
—Bueno, va siendo hora de acostarse, ¿No?
—Sí, va siendo hora. Voy al baño un momento a quitarme el maquillaje.
—Vamos, te ayudo –La auxiliar lo nota más lúcido que otros días, le extraña que no le pregunte por la función.
La otra permanece por detrás de la compañera. La imagen de Braulio le ha impresionado un poco; aquel hombre le produce una profunda lástima.
Le quitan el maquillaje, lo ayudan a ponerse el pijama y lo acuestan. Él permanece callado todo el tiempo.
—Bueno, Braulio, que duermas bien –le dice la auxiliar con voz alegre mientras baja la persiana y corre la cortina.
—Gracias, Carmela, e igualmente.
—Buenas noches –le dice la compañera también.
—Gracias.
Cuando las auxiliares se disponen a marcharse habla Braulio.
—Carmela –Ella se vuelve hacia él–, ¿te acuerdas cuando yo era el payaso más guapo de la historia?
—Claro que me acuerdo, aunque juraría que aún sigues siéndolo.
—Hasta mañana, Carmela.
—Hasta mañana.
Apagan la luz y encajan la puerta. Braulio se encoge un poco y cierra los ojos. Al poco rato cae en su sueño más largo y reconciliador.
«Se acerca la noche. Las sombras de las caravanas hace tiempo que han cruzado de un lado a otro la pequeña explanada que forman en el centro. Por debajo y por los lados de ellas se cuelan rectángulos de luz anaranjada que dan a cada piedrecita y ramita del suelo una sombra larga y fina.
El viejo Braulio, el pequeño Braulito camina despacio hacia la carpa. En la mano lleva una pequeña silla.
—Hola, cariño –Delante está su padre, sonriéndole, como siempre.
—Hola, papi –le saluda él. Lo embarga una enorme paz.
—¿Cómo ha ido tu función?
—Muy bien. Lo hice, papi, hice reír.
—Ya te lo dije –Se quedan mirándose y sonriéndose uno al otro. Braulito no necesita más–. ¿Vamos dentro?, nos están esperando.
Asiente con la cabeza y camina hacia la carpa de la mano de su padre. Dentro se oye la voz del Gran Jefe, presentando a los payasos Braulio y Braulito».
Relato no nominable al II Premio Yunque Literario
Cecilio Gamaza Hinojo (Medina Sidonia, Cádiz, 1978). Apasionado de la literatura, sobre todo del relato corto, de los que tiene una buena colección. Ha publicado en algunas revistas y webs como son: El yunque de Hefesto, Insomnia, Cisne Revista Digital, Boletín Papenfuss, Los 52golpes, Castle Rock Asylum, Testimonios Paranormales, Diversidad Literaria, Elefante Azul, Las Cenizas de Welles, Editorial División del Norte, Tentacle Pulp, Dentro del Monolito. Fue finalista en el II Concurso de relatos de Sttorybox y obtuvo el primer premio en el “I Concurso de relatos Las Cenizas de Welles”.
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Me ha gustado mucho. Tierno y duro, como la vida misma.
Me gustó mucho este relato.
Me gusta como representa el paso de las horas: «Las sombras de las caravanas hace tiempo que han cruzado de un lado a otro la pequeña explanada…»