Al leer ‘la última canción de primavera’ Sergio Hernández me ha hecho sentir pequeño, torpe, vacío. Y no puede ser de otra manera cuando te enfrentas a la obra de alguien que a sus veinticinco años es capaz de crear con tanta facilidad personajes rotos, doblegados o vencidos, cada uno en una etapa distinta de la vida. Personas pertenecientes a nuestro tiempo, aisladas en su dolor y agonizantes en secreto
El libro se compone de tres relatos independientes. Los tres situados en un Tokio nocturno e íntimo donde sus protagonistas, hombre y mujer, uno frente al otro formando binomios de redención, parecen ser los únicos seres importantes del universo. Encuentros fruto de las circunstancias, la casualidad o la necesidad que les sirven para curar sus heridas internas, hallar un alivio al desconsuelo o asumir sin culpa sus fracasos.
Sin embargo, que nadie espere tres historias clónicas ni hundidas en un drama interminable; no son lacrimógenas ni caen en el artificio. Las tres muestran el mundo interior de unos seres que se sienten muy alejados del ideal de la felicidad.
En la primera narración, ‘Tatsumi & Fumiko’, dos jóvenes desgarrados por dentro, encontrarán a alguien con quién sentirse comprendidos y acompañados en el largo y a veces doloroso camino de la vida.
En la última, ‘Satoru & Misato’ en su madurez, afrontarán con serenidad y nostalgia lo que perdieron y el vacío que produce no haberse podido comer el mundo como esperaban décadas atrás.
En la segunda, ‘Amaya y Kano’ son el necesario contrapunto de la obra. Personajes que podrían reconocerse como las dos caras de la misma moneda, como un espejo donde observar la energía, los sueños abandonados con la pérdida de la inocencia por un lado, y el absurdo de la rendición por el otro.
En los tres de alguna forma aparece el amor, (roto, desgarrador, perdido, egoísta, mal entendido o a una vocación antes que a una persona). En todos es importante la música que suena de fondo, ya sea pop o rock de los setenta o el Jazz melancólico de Chet Baker. Los tres se desarrollan envueltos por una oscuridad acogedora y todos hacen creer al lector en la curación, el retorno al camino perdido y la paz interior. Y todo esto no sólo es posible gracias a la creación por parte del autor de los perfectos mundos interiores de los personajes, sino también por su precioso y preciso manejo del lenguaje que honestamente y huyendo del lucimiento, pone su hermosa prosa al servicio de lo que desea contar.
Todo el que lea estas historias de Sergio Hernández podrá decir que una noche paseó por las calles de Tokio buscándose a sí mismo.