Sharon, con el corazón abierto y la mirada perdida en la longitud de sus recuerdos, observaba embelesada la forma en que la luna bañaba el silencioso valle carcelario, a medida que los relojes daban las once en punto y cantaban despreocupados, al unísono, cierta melodía pacífica que le resultaba agradable y macabra a un mismo tiempo.
Pensaba en los lejanos días de soledad, en la porcelana delicada e inocente que un día fue, y recordaba las risas y sonrisas vacías de sus amantes en cada orgasmo. A su querida Suzanne y aquella fe ciega en la humanidad, la que para desgracia de ambas siempre compartieron… En determinado momento, sus castaños oráculos visionaron todos y cada uno de los días de fama y gloria, veía en cada marco fotográfico abandonado, oxidado, su sonrisa congelada en las mentes y en las lágrimas, y un extraño sentimiento de eternidad alcanzó a acariciar con una mano helada su hombro descubierto; también le pareció ver de nuevo, como en aquel espejismo soñoliento que se inventaron, su cadáver desordenado de belleza eternamente joven desangrándose al final de la escalera. Y un enano horrible, que era su propia conciencia, se reía de sus ojos y de sus párpados meticulosamente profundos, de su pelo, a medida que descendía los salados peldaños de su helada mejilla, burlón, intentando averiguar la causa inequívoca de su desazón constante.
En la austera habitación, un mundo valiente y feliz olvidado en las minuciosidades del tiempo sobre una mesilla, luciendo irónico y salvaje, veló el sueño de su amante, y rezó a un amenazante grito por volver a verle con vida. Aquella fotografía de boda inmaculada y moderna la saludaba desde la cómoda carcomida y, como aquel puto enano que fantaseaba con disipar, se reía de ella descarada e indolente. El aire sonaba pesado, y se asfixiaba con los recuerdos, memoria de una inocente pequeña charla mil veces interrumpida, que rezumaban infectos de las paredes ancianamente empapeladas. Su vestido de novia, fetiche familiar en un baúl extraño con olor a naftalina, lloraba a una inocencia y virginidad que violó demasiadas normas y plegarias.
Volvió a recorrer el pasillo de los horrores, espectro errante sin compasión acerada que lloroso y confuso se encerró en el mismo salón que le hizo consumar sus ilusiones, su matrimonio, el amor de su familia, y sus últimas energías, dejando al tiempo que un prohibido insecto trepara por su cuello, siempre en forma de disimulada y cuidadosa caricia: se rozaban con las palabras, se devoraban impacientes con las miradas, pero siempre se odiaron, y por eso jamás pudieron ni podrían estar separados el uno del otro.
“Te veo melancólica”, y ella, y sus ojos pardos, desearon escapar por muchos años, desearon no tener que volver a la habitación. Bajó la mirada, aguantando un espejo quemado donde era incapaz de reconocerse, y vio a su viejo espectro, adorado espectro, con una mano en su estómago preñado de moscas verdes y flores, bañado en un hiriente a la par que nostálgico carmesí; palpó con sus heladas manos de modelo fuera de tiempo aquel sujetador de algodón horrendamente salpicado, pasado de moda, y sus pechos mutados, su leche reseca y sus pezones astillados: mastitis crónica del pensamiento. Desconcertados, vacíos, volvieron a mirar hacia otro lado.
Y ella, como siempre hizo, sonrió indiferente a su triste final, a los ojos de un conocido fantasma, convertida de esta forma para la eternidad en uno de sus antiguos, torpes, y estúpidos personajes de culto y fetiche que no debería recordar.
De nuevo, cincuenta años después, se sentaron en la sórdida repisa de madera astillada, cristales faltos de masilla y motivaciones, adorando el resplandor plateado de la noche más calurosa del año, ese que jamás volvería a enfriar sus cuerpos; lloró, lloraron, y él, a quien tanto extrañaba, jamás pudo a su vez volver a soltar un reproche.
Aquel pequeño infierno rodeado de preciosas cristaleras y tictacs le resultó frío, sin esencia ni sentido en un solo segundo. “Sólo unos días más…”, y en el olvido del vacío, escuchó rodear a unos brazos extraños su vientre abultado, exaltado, de mujer llena de vida; y su hijo se retorció entre cuchilladas cuando escuchó el afónico lamento ahogado de su madre, otra vez, como cada nuevo verano del amor.
FIN
Relato nominable al I Premio Yunque Literario
Aida Isabel Arce nació en junio de 2000 en la costera Ciudad de Cartagena y desde pequeña se sintió atraída por el arte en general. Disfruta con el cine, la música la pintura y la lectura. Su afición por el teatro la ha llevado a representar 8 mujeres, con la compañía Tanit, avalada por la concejalía de Igualdad. También ha colaborado con el ayuntamiento de Cartagena en el proyecto 7+7, en el que siete músicos y siete artistas plásticos menores de 20 años se fusionaron, en 2018, para homenajear a Hans Christian Andersen.
En 2021 ha escrito guiones para cortos cinematográficos y ha participado en el programa de podcast El escribano.
En 2020 publicó su primera novela, La rana verde (Malbec Ediciones), en la que el protagonista, un joven escritor, enamorado de la poesía de Rimbaud, emprende un viaje lleno de recuerdos por la Cartagena de los 70.
Actualmente está terminando el Grado en Bellas Artes por la Universidad de Murcia.
Facebook: Aida Isabel Arce
Instagram: @aidaisabel_arce
Twitter: @aidaisabelarce
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