En 1812 se construyó la primera locomotora funcional. Décadas después, el mundo alcanzaría un nivel de comunicación e interconexión jamás visto. Las máquinas de vapor no dejaban de ser perfeccionadas continuamente y los viajeros podían recorrer, en cuestión de días, distancias que antes les habrían supuesto semanas o incluso meses. El siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, fue una época fascinante y determinante para el avance tecnológico de la humanidad. Quienes vivieron aquel período tenían acceso a noticias sobre ascensores, submarinos, teléfonos, baterías eléctricas, automóviles, e infinidad de inventos que les debieron hacer cuestionarse dónde estaba el límite de la ciencia. Y autores como Julio Verne o H.G. Wells, comenzaron a soñar sobre el papel para marcar el camino a seguir. Esa etapa dio a luz lo que hoy entendemos por sentido de la maravilla (característica principal de la posterior ciencia ficción). Eran años asombrosos en los que el mundo ansiaba ver y tocar lo que poco antes parecía imposible. Años de continuas Exposiciones Universales donde cada nación intentaba impresionar al resto, donde las culturas se daban la mano y las turbulentas relaciones políticas tomaban un cariz más tecnológico y menos bélico.
Sin embargo, la creatividad del hombre siempre estuvo y estará en liza con su destructividad. Avanzamos tan rápido que ya casi nos sentimos dioses. Casi, porque aunque nuestros ingenios pueden imitar y parecerse a otros seres, aún no hemos conseguido dotarlos de “alma”.
Los motores de combustión interna y la electricidad terminarían por relegar a la relojería y las máquinas de vapor a un segundo plano. ¿Determinó esto nuestra evolución como sociedad? Si el maravilloso universo ucrónico que propone el Steampunk se hubiese hecho realidad, artistas cronometristas habrían podido dar rienda suelta a su magia diseñando asombrosos autómatas. Pero, ¿habría vencido la creatividad a la destructividad por este camino, o también se habría puesto a su servicio? Recordad que el fin último de la imitación de la vida es conseguir crearla y, de esa forma, transformarnos en dioses. Y los dioses siempre han sido crueles y vengativos.
Son muchos y muy dispares los visitantes que se dan cita en la Barcelona de la Exposición Universal de 1888. Algunos, como el detective Horace Brave o el comandante Olmeda, por trabajo. Otros, como los Colell (cronometristas afincados en París), por una llamada del pasado. Y la gran mayoría, esperando descubrir lo que el futuro les depara. Pero ninguno sabe que un atentado contra la vida de Isaac Peral desencadenará unos hechos que podrían cambiar la historia de la humanidad.
Pétalos de Acero es, probablemente, la obra cumbre del Steampunk nacional. Una novela coral, escrita como continuo homenaje a los folletines de la época, que logra incluir con naturalidad a personajes decimonónicos que todos conocemos y, a su vez, proyectarnos hacia algunos retos a los que aún nos enfrentamos. Porque jugar con el transhumanismo, por ejemplo, también es posible en este subgénero (o lo es para José A. Bonilla). Y porque muy pocos autores pueden manejar un contexto histórico tan profusamente documentado e introducir elementos fantásticos en sus costuras sin que los engranajes chirríen.
Es difícil encontrar una novela de más de quinientas páginas que se lea como una de doscientas. Es muy difícil toparse con personajes sin claroscuros (para bien o para mal), que lleguen a importarnos. Es imposible acercarse a esta historia sin sentirse como un habitante de la Barcelona de 1888, sin imaginar sus calles, la construcción de esos edificios modernistas que aún asombran al mundo, y sin emocionarse con la invención de artefactos cotidianos. Y sería un milagro no dejarse arrastrar por una aventura que nos hace soñar y amar. Que nos hace enfrentarnos a peligrosos insectos mecánicos y a un temible adversario, digno rival del mejor de los detectives.
¿No escucháis el dulce sonido que hacen los engranajes? Puede tratarse de una mariposa o de una escolopendra, pero sea cual sea el peligro, merecerá la pena abordarlo. Esta es vuestra oportunidad de viajar a junio de 1888, de hospedaros en el Hotel Internacional y de ver desde el aire los fuegos artificiales de la Exposición Universal. Pero, sobre todo, de vivir una aventura cargada de misterio y romance, de aquellas que nos devuelven las sensaciones de nuestras primeras lecturas sin hacernos sentir infantiles. ¿Aún teméis? El valor de Horace Brave y el corazón de los Colell estarán de vuestro lado. Puede que la contemplación de unos fabulosos pétalos de acero os haga pensar que las mayores virtudes de la humanidad compensan sus mayores defectos. O puede que no. Pero lo importante es que, si emprendéis esta aventura, tendréis en vuestra mano salvar la vida de vuestros seres queridos.
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