Mi hermano está muerto. Lleva seis meses muerto. Murió al caer sobre las vías del metro cuando regresaba de una visita al templo Isshinji, en Osaka. El tren no tuvo reparos en usar todo su tonelaje para partirlo por la mitad. Yo estaba con él cuando sucedió. Yo, su hermana pequeña, no pude ayudarlo. Ahora vivo con ello.
Digo vivo, aunque no sé si se le puede llamar vida a esta existencia en la que los días pasan igual que las horas, y las horas igual que los segundos, donde el tiempo es una variable que no importa lo más mínimo y el espacio es mi cuarto, del cual apenas salgo salvo para llevar a cabo mis necesidades más básicas. El sol sale, se esconde la luna y viceversa, una y otra vez mientras permanezco impasible con los brazos cruzados sobre las piernas, tirada en el suelo, o en idéntica posición encima de la cama, los ojos fijos en un punto indeterminado de la pared. Pienso en el amor que me profesaba mi hermano y sufro por su ausencia. La oscuridad me atenaza el corazón. Apenas como, no tengo apetito. Apenas duermo, a pesar de permanecer interminables horas en penumbra. Apenas pienso…, pensar duele. Se podría decir que me he convertido en un yūrei, un fantasma.
Igual que Saito, mi hermano.
Solo que él es en verdad un yūrei. Yo lo veo. Parece que soy la única. Está conmigo, apoyado en la pared de mi habitación. No se despega en ningún momento. No hace nada. Solo me mira. Me observa. Me escruta.
Se vuelve más corpóreo por la noche, desvaneciéndose casi por completo al amanecer, dejando visible una pequeña ascua flotante de color azulado purpúreo conocida como hitodama. Esta minúscula llama se transforma en Saito al ponerse el sol. Cuando las sombras inundan la estancia, mi hermano vuelve a su forma original, con su larga melena negra, adornada por un hitaikakushi triangular blanco sobre la frente, colgándole sobre los hombros de un kimono níveo y pulcro.
Creo que está ligado a mí de algún modo. Algo pasó en aquel andén que no logro recordar por más que me esfuerce. Mi cerebro ha bloqueado el recuerdo. Hace tiempo leí una teoría en un libro que puede dar una explicación racional a esta situación: las cuatro puertas del dolor.
Según aquel libro, el cuerpo humano tiene varias técnicas para huir del sufrimiento y nuestro cerebro las aplica dependiendo de su gravedad. La primera es el sueño: cuando recibimos un daño tan grande, ya sea físico o psicológico, que no somos capaces de soportar, el cerebro desconecta y nos desmayamos, sumiéndonos en el dulce mundo onírico donde nada ni nadie puede dañarnos. Cuando mi hermano tuvo el accidente, yo me desmayé, y no fue hasta tiempo después que recobré el conocimiento en el interior de una ambulancia de camino al hospital, cubierta de la sangre de Saito de cintura para abajo.
La segunda puerta es la del olvido: el ser humano tiende a olvidar momentos o situaciones en las que ha sufrido un dolor increíble, pues es más sencillo continuar con nuestras vidas sin recordar aquellos episodios traumáticos, aunque sigan archivados en algún rincón de nuestra memoria. Yo no logro recordar lo que ocurrió aquel día durante los últimos instantes de vida de Saito, por mucho que me esfuerce. Mis padres dicen que debí lanzarme a las vías y sostener su cuerpo entre mis brazos, así explican la sangre de mi falda cuando recobré el conocimiento, pero he arrinconado esas memorias en algún lugar tan profundo que resulta inaccesible.
La tercera puerta es la de la locura: algunas situaciones nos hacen tanto daño que el cerebro jamás se recupera; es entonces cuando se sume en un estado de locura en el que confundimos la realidad con la fantasía y así nos evitamos un mayor sufrimiento. Es en esta puerta donde creo encontrarme a día de hoy, pues el fantasma de Saito no puede ser real. ¿Es en verdad fruto de mi imaginación? ¿La muerte de mi hermano me ha hecho enloquecer?
La cuarta y última puerta es la muerte: cuando morimos, nada puede herirnos, nada nos hace daño y nunca más nos lo hará, es el culmen de la antítesis del dolor. Creo que es la puerta hacia la que irremediablemente me dirijo.
Mi mente vaga sin rumbo en una suerte de imposibilidades cuando algo inusual llama mi atención. El yūrei se ha movido. Está de pie enfrente de mí y me señala el vientre con un dedo acusador. Estoy asustada. ¿Por qué me señala? ¿Qué quiere de mí? Su rostro es una máscara pálida de odio irrefrenable. Parece que va a abalanzarse sobre mí para acabar con mi vida. Me encojo más aún sobre mí misma y me protejo el rostro con las manos. Tiemblo.
Un fino haz de luz de la alborada se cuela por la ventana, impactando de lleno contra el rostro de Saito. Este se contrae y en apenas unos segundos se ha convertido en una pequeña hitodama azul marina. La estancia, por su parte, absorbe la luminiscencia anaranjada de un nuevo amanecer.
Saito ha querido decirme algo. ¿O ha intentado hacerme daño? Solo hay un modo de evitar ese daño: cruzando la cuarta puerta. ¿Es eso lo que quiere? ¿Quiere decir esto que acaso ya he traspasado la tercera puerta y morir es mi única salida? Estoy confusa. Puede que hoy sea el último día de mi vida.
Decidida a encontrar respuestas, salgo de casa antes de que mis padres se despierten. Mis pasos me guían hacia la estación en donde aquel fatídico día mi hermano y yo montamos en el tren que nos llevaría al templo Isshinji. Tengo la percepción de que realizar el mismo recorrido que hicimos entonces quizás, y solo quizás, pueda hacerme recordar por fin todo lo acontecido y así evitar mi fatal destino.
La hitodama me acompaña en todo el trayecto. Nadie parece percibir su presencia. Nadie, excepto yo. Flota a mi alrededor, haciendo piruetas en una danza trémula y convulsa.
El sol calienta ligeramente mis mejillas al salir de la estación y dirigirme hacia el templo. Recuerdo haberlo visitado con Saito. Aquella mañana también hacía buen tiempo, y una suave brisa ondeaba nuestros cabellos. Él estaba feliz. No hacía más que contarme los planes que tenía para nosotros. Quería abandonar la casa familiar y llevarme consigo lejos, a Tokio, y allí comenzar una nueva vida. No recuerdo por qué quería hacer eso. Nuestros padres no son malas personas y llevábamos una vida acomodada. ¿Por qué huir entonces?
Lo único que viene a mi mente es una extraña sensación de tristeza que me paralizaba el habla aquel día. Durante la visita no fui capaz de articular palabra. Unos simples monosílabos eran toda contestación que ofrecía a los comentarios alegres de Saito, quien no paraba de narrarme las maravillosas vistas que nos brindaba el templo, las imponentes estatuas Okotsu Butsu esculpidas con restos humanos, el magnífico cementerio decorado con infinidad de flores y adornos… Todo eso me daba igual. Lo contemplaba sin ver, igual que ahora. Realizo la visita fijándome en todo y en nada en concreto, en busca de algo que me haga recordar.
No lo encuentro.
Tras horas de penoso deambular, con la hitodama incansable rondándome la cabeza, decido volver a casa habiendo fracasado en mi cometido. Estoy cansada, harta y hastiada de mi maldita memoria, que no me muestra lo que quiero ver. No me enseña lo que pasó aquel día.
Está oscureciendo cuando llego a la estación en donde murió mi hermano, con la intención de tomar el primer vagón que me devuelva a la soledad de mi hogar. En una columna contemplo un cartel. Una mujer ata a su bebé en una silla de coche en el asiento trasero de un Toyota. Encima de ellos se lee un slogan: “Sillas Takata mantienen a su bebé seguro, viaje a donde viaje”.
Un espasmo recorre mi espalda. Mi cerebro se enciende y me bombardea con un torrente de imágenes desordenadas, una secuencia de acontecimientos antaño olvidados. Comienzo a llorar.
Ese cartel ha abierto el baúl que guardaba los recuerdos de aquel instante. En esta misma estación, esperando al metro, mi hermano me preguntó por qué había estado tan callada aquel día. Llevando mi mano a la barriga y llenándome de valor, por fin se lo solté:
—No quiero irme contigo a Tokio —le susurré. Y, alzando la voz, le vociferé—: No quiero tener un hijo contigo, hermano. ¡Voy a abortar!
Varias personas a nuestro alrededor nos miraron con desagrado. Saito, perplejo y desorientado, me asió de los hombros y me gritó lo mucho que me quería, su deseo de pasar la vida juntos, de mudarnos lejos, donde nadie supiera que éramos hermanos. Me chilló y me imploró que reconsiderase mi decisión. Lo aparté de un empellón. Él, sorprendido, dio varios pasos hacia atrás. No calculó bien. Cayó a las vías cuando el tren entraba en la estación. No pudo hacer nada por salvarse. Los pasajeros esparcidos por el andén no lo ayudaron. Observaron con rechazo cómo perecía lo que para ellos era una abominación. Murió por su culpa.
Me llevo la mano al vientre y lo contemplo entre lágrimas. Aquella noche debí tener un aborto espontáneo por el shock, de ahí mis muslos empapados de sangre cuando me recobré del desmayo dentro de la ambulancia.
Siento un escalofrío y veo un par de manos fantasmales brotando de mi pecho, seguidas por el cuerpo etéreo de Saito. El fantasma se para delante de mí y me observa con odio. Ha intentado empujarme a las vías. Ha intentado matarme. Pero es un yūrei, no puede tocarme. No, no es un yūrei, es un onryō, un fantasma perverso que aún tiene una tarea en este mundo: vengarse. Vengarse por su hijo muerto. Vengarse de mi rechazo ante su amor sincero. Vengarse de mí.
Un dolor insoportable atenaza mi corazón. La cabeza me da vueltas. El onryō gira a mi alrededor, señalando mi vientre vacío y chillando en un grito agudo que solo yo puedo escuchar. Caigo de rodillas, llevándome las manos a la cabeza. Mi rechazo condenó a Saito. Acabé con su vida y con la de nuestro bebé. ¿Cómo pude hacerlo? ¿Cómo fui tan malvada?
El sufrimiento vuelve insoportable. Por favor, que acabe ya esta pesadilla. Mis tímpanos están a punto de estallar. Algo se materializa enfrente de donde me encuentro arrodillada. En el lugar que ocupaba Saito ha aparecido una puerta. Es mi salvación. Así acabará este dolor. Corro hacia ella y la atravieso. Acabo de traspasar la cuarta puerta. Caigo a las vías. Una luz poderosa me ciega y siento un impacto.
Ya no siento nada. Veo a Saito, bañado por una luminiscencia blanquecina. Está feliz. Lleva en brazos a un bebé que se parece a él. También a mí. Me transmite calma y alegría. No siento dolor. Ya no lo sentiré nunca. Siento el deseo de darle la mano y huir de este mundo para siempre. Me lo pienso. Aún tengo una tarea por cumplir. Él me mira con tristeza. Camina con el pequeño en brazos y se pierde en la claridad.
Poco a poco el paisaje se va transformando. Me encuentro en una estación. A mis pies yace mi cuerpo destrozado. Hay muchos curiosos señalándolo y sacando fotos con el móvil. Aquellas criaturas inmundas repudiaron nuestro amor fraternal. Estoy furiosa.
Una especie de onda energética sale disparada de mi cuerpo, fundiendo bombillas, rompiendo móviles y dejando todo a oscuras. Me siento brillar en la penumbra. La gente huye despavorida. Malditos. Los odio a todos.
Estoy muerta, pero no hay lugar para mí en el más allá. Me he transformado, al igual que Saito. Soy un fantasma ligado a esta estación con la misión de vengarme de todas aquellas almas que no aprobaron nuestro amor verdadero.
Soy un onryō.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Oscar Calleja nació en Vitoria-Gasteiz en 1990. Este licenciado en Ciencias Ambientales y trabajador en Salud Pública y Epidemiología inició su andadura intentando imitar el estilo de autores de terror consagrados como H. P. Lovecraft o Robert. W. Chambers hasta que, poco a poco, y tras mucho leer y formarse, ha ido forjando su propia personalidad a la hora de narrar. Varios de sus relatos han sido publicados en revistas como GTM (alguno de ellos locutado en el Podcast Noviembre Nocturno), El Círculo de Lovecraft, revista Dáliva o en el Patreon de Ediciones el Transbordador. Además, otro relato suyo forma parte de la antología Ciberquimérico del taller literario del Vuelo del Cometa al que pertenece.
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Me gusta mucho este relato, recoge en muy pocas palabras una angustia indescriptible.