En el contexto de la evolución humana, la relación entre nuestros instintos más básicos y la complejidad de nuestra existencia ha sido objeto de profunda reflexión. Desde que nacimos como especie, hemos sentido la necesidad de reproducirnos y sobrevivir. Gracias a eso hemos perdurado y dominado un planeta hostil que nunca apostó por nosotros.
Pero ¿Qué sucede cuando estos instintos se desvinculan de sus propósitos biológicos? Existe la posibilidad de que, ahora que no son tan necesarios, nos conduzcan a la extinción. Hemos sobrepoblado la tierra, ya no da más de sí. Y mucha de nuestra creatividad y capacidad de organización se emplea al servicio de la guerra y la violencia.
Tal vez debamos intentar paliar esto, apoyarnos en la ciencia para lograr convertirnos en seres menos destructivos y conseguir que la reproducción no siga siendo un impulso biológico, sino una decisión absolutamente controlada. ¿En qué medida podemos considerarnos libres si la biología condiciona nuestras decisiones y acciones? Aunque, si nos librásemos de la tiranía del ADN, ¿no cambiaría radicalmente nuestra sociedad?
La separación entre sexualidad y reproducción abriría un abanico de posibilidades para explorar la complejidad de nuestras emociones y relaciones interpersonales. ¿Cómo se redefinirían el amor y el deseo si no estuviesen ligados a la perpetuación de la especie? ¿Qué papel jugaría la sexualidad en la construcción de nuestra identidad y en la búsqueda de significado en un mundo que hubiese trascendido los límites de la biología? La ciencia es nuestra gran alidada de cara al futuro, pero también puede ser un arma en manos de quienes han canalizado su naturaleza violenta en la consecución de objetivos económicos. De quienes no tienen escrúpulos y no dudan en experimentar con seres vivos si eso puede reportarles algún beneficio. Y, puestos a elucubrar, si alguna vez decidiésemos hacer de la reproducción un acto medido y controlado, ¿Qué podría pensar de nosotros otra especie inteligente que tuviese problemas para perpetuarse?
Los hijos de Baanaue es una novela de ciencia ficción de las buenas. De las que divierten y, a la vez, hacen pensar. El primer tercio es excelente. En él, Javier Raya Demidoff nos muestra una humanidad que ha decidido esterilizar a la totalidad de la población y “crear” niños y niñas en función de las exigencias del sistema. Que ha desvinculado su sexualidad de sus necesidades reproductivas, aunque no descarta completamente la opción de concebir hijos por otros motivos. En un futuro así, más allá del siglo XXII, el hombre parece vivir en armonía con el planeta y ha conquistado el espacio, estableciendo contacto con otras formas de vida inteligente a las que trata con respeto. Sin embargo, hay algo de lo que no ha logrado librarse: de la codicia de los poderosos.
Narrada en primera persona, y apoyándose en los diálogos, la novela arranca como una aventura especulativa salpicada de justas dosis de sensualidad para, a partir del segundo tercio, mutar en un thriller de ciencia ficción muy semejante a los que están tan de moda; con una protagonista valiente y tenaz que tiene muy claro lo que quiere y, sobre todo, dónde está la frontera entre el bien y el mal. El autor, empeñado en entretener, pergeña una trama y unos personajes muy disfrutables por lectores de mente abierta y, a medida que avanza, va permitiendo que la filosofía y la especulación sociológica sean engullidas por la acción. Puede que esta obra no termine siendo la favorita de ningún fanático de la ciencia ficción dura, pero al resto, os dejará un buen sabor de boca y una sonrisa.
Buena ciencia ficción es la que hace reflexionar y, a la vez, soñar. La que entretiene mientras advierte de posibles peligros. Muchos nos enamoramos del género leyendo a Julio Verne y H.G. Wells. No me cabe duda de que, si en su tiempo se hubiese estilado el thriller, habrían visitado Baanaue.
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