Ofelia se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y se inclinó de nuevo hacia el libro. El pelo le caía sobre la cara aislándola del mundo y de su marido. Mientras, Jorge, devorado como estaba por las redes sociales, permanecía ensimismado ante el ordenador, su ventana al mundo. Harto de pasar fotografías, instantes de vidas ajenas en apariencia más felices, soltó la bomba:
—Ayer la vi de nuevo.
No sabía qué deseaba conseguir, si es que esperaba algo. Ofelia levantó la mirada y lo observó a través de los cristales de lectura, los párpados a media asta en un desafío mudo. ¿Qué pintaba Jorge en esa casa después de tantos años? Se habían convertido en intrusos el uno para el otro, una compañía ausente.
—¿Otra vez con esa monserga? —dijo estirando las solapas de su jersey.
—No pasó nada —Jorge se defendió como si tuviera que hacerlo—. Solo la vi cruzar la calle y perderse entre el tráfico. Ni siquiera me vio.
—¿La encontraste guapa? —preguntó Ofelia alisándose la falda gris.
Jorge se sobresaltó por el cambio de tercio. La trampa de siempre: o le decía que esa chica era la criatura más bonita que había conocido, que no olvidaba su pelo rubio o ese andar garboso de comerse el mundo o, en caso contrario, se vería obligado a mentir de nuevo a su esposa, por quien ya no sentía la más mínima atracción. Se quedó atrapado en su propio silencio.
—Vamos, tú has empezado esto —le animó Ofelia retándole—. Échale huevos por una vez en tu vida.
—Está bien. Todavía quiero hacerlo, es decir, quiero que lo hagamos.
—¿Te has vuelto loco, Jorge? Una joven desconocida nos aborda en un pub y… ¿te lo estás pensando? Es enfermizo, depravado…
—¿Por qué no? Dímelo. Nosotros ya no tenemos nada en común tras veinte años de matrimonio. Nuestras vidas transcurren en la monotonía.
—Gracias a mi familia somos ricos y disfrutamos de una excelente posición. Ni siquiera tienes que trabajar, aunque empiezo a pensar que sería lo mejor. La ociosidad es la madre de todos los vicios.
—¿Nunca has pensado en cambiar tu vida? No en vivirla a través de los libros, no, sino por ti misma. Mírate. Sigues siendo una mujer hermosa, pero insistes en vestir como una monja.
—Lo hago por comodidad, Jorge. Las costumbres nos sujetan a la vida. Claro que me lo pregunto a menudo, pero eso no implica montarme un trío con una chica que vete tú a saber de dónde ha salido o lo que pretende. Si tanto te aburres, márchate con ella. Ahí tienes la puerta, nunca te lo impediría.
—Es que yo no quiero irme, querida. Quiero estar a tu lado. Sabes que te quiero, pero creo que necesitamos un cambio, añadirle picante a nuestra vida… —ya estaba, lo había dicho.
Ella cerró el libro de golpe y Jorge saltó sobre su asiento. La respiración de su esposa estaba agitada y eso, de por sí, ya era un tanto a su favor. Debía mantener el pulso sin descanso. No ceder.
—Si accedieras, yo haría por ti cualquier cosa. Te lo juro.
Ofelia se quitó las gafas y las dejó colgando de un cordón en reposo sobre su generoso busto. Jorge contuvo la respiración, parecía a punto de reventar.
—Deja que lo piense…
No volvieron a encontrarse hasta el desayuno. Jorge sabía que era mejor no perturbar su sueño, en especial aquella noche, y se quedó a dormir sobre ese sofá que tantas veces le había servido de lecho. Ofelia no levantó la vista de su taza cuando anunció:
—Dijiste cualquier cosa, ¿verdad? ¿Cualquiera?
Jorge no podía pronunciar una sola palabra. Se limitó a mirarla intentando asentir con un leve cabeceo.
—Mi madre se viene con nosotros —dijo entre tostada y tostada—. A vivir.
Jorge suspiró. Su suegra le había hecho la vida imposible desde el día de su boda. Era un alto precio que pagar, pero… quién sabía si aquélla sería su última posibilidad de sentirse vivo por sí mismo y no a través de las existencias ajenas.
Ofelia daba sorbos a su café con la indolencia de quien se sabía ganadora. Jorge todavía jugueteó con la cucharilla unos minutos antes de claudicar.
—Sí, cualquier cosa, incluso esto.
El costo era alto, sin duda, pero Jorge estaba dispuesto a ello con tal de conseguir su propósito. Aún tenía el teléfono de la chica, de modo que no fue difícil concertar el encuentro. Sería el sábado siguiente. Faltaban tres días, dos, uno…
Jorge eligió para la ocasión la americana. Llevaba un rato intentando que el pañuelo de seda se quedara en su sitio en el bolsillo exterior. Después, se quitó las gafas de pasta hasta en tres ocasiones y otras tantas se las volvió a colocar. Sin ellas no veía gran cosa, pero… tal vez fuera el aire intelectual lo que más le convenía, decidió dejárselas puestas ya quecuando conocieron a Marta, él las llevaba.
Sonó el timbre de la puerta. Dio un respingo delante del espejo y salió disparado hacia la entrada.
—Ofelia, querida, nuestra invitada ha llegado —dijo al pasar frente a su habitación, como si hiciera falta recordárselo.
Jorge carraspeó antes de abrir. Estaba allí. Marta, la chica de sus sueños más lúbricos en los últimos meses, la que lo había llevado al borde de esa dulce locura que acabaría con su suegra invadiendo su hogar para amargarle hasta el fin de sus días. Tendría que guardar el ordenador en el trastero, ya se lo había advertido Ofelia: nada de estar mirando la pantalla mientras su madre hacía punto en el sofá. Había que entretener a la anciana. Qué más daba, si todo salía bien lo daría por bien empleado y siempre podía comprarse un portátil o una de esas modernas tabletas. Su vida no iba a cambiar tanto como lo iba a hacer esa misma noche. Ofelia no había salido aún de su dormitorio, por lo que Jorge invitó a la joven a sentarse en el salón. Le ofreció una copa que ella declinó con desinterés mientras sacaba del bolso una revista.
—¿A ponerse al día con los cotilleos? —le preguntó Jorge en un intento de entablar conversación. Marta no contestó, tan solo levantó la publicación hasta que Jorge pudo leer el título: Psychologies. Tragó saliva e intentó salir del paso.
—¿Estudias Psicología?
La voz de ella salió de detrás de la contraportada:
—En realidad, estoy terminando la tesis doctoral.
Jorge se excusó y fue hasta la habitación de Ofelia para preguntar si iba a salir ya. Tardaba demasiado y empezaba a preocuparse. ¿Y si después de todo se había arrepentido y ahora él se encontraba en un serio aprieto? ¿Se arriesgaría a seguir adelante, allí en su propia casa, con Ofelia en el dormitorio? El deseo y el temor se debatían como aves de presa sobre sus hombros. Solo se tranquilizó cuando la voz serena de su mujer le pidió que fueran al comedor y se sentaran, que ella llegaría enseguida. Jorge regresó al salón y condujo a Marta hacia la mesa, donde todo estaba ya dispuesto en bandejas tapadas. Habían previsto una cena fría y frugal; a Jorge le había parecido una gran idea, así los prolegómenos no se le harían tan largos.
Una vez sentados, Jorge se dedicó a observar a Marta protegido tras sus gafas. Ella daba sorbos delicados de una copa de agua después de rechazar el Borgoña, y le sonreía con naturalidad. Llevaba puesto un vestido de encaje que dejaba entrever atisbos de piel pálida que aceleraban el pulso de Jorge hasta límites insufribles. ¿Y qué decir de sus manos? Finas y delicadas con las uñas pintadas de añil, un color que se le antojaba lleno de misterios.
—Buenas noches. —La voz de Ofelia rompió el embrujo y lo llenó todo.
Jorge se giró y a punto estuvo de derramar su copa. Estaba espectacular. Nunca la había visto así. Vestía un negligé de raso con tantas transparencias que su marido no sabía por dónde empezar a mirar. Volvió a atragantarse antes de lograr la devolución del saludo.
—Buenas noches, querida. Supongo que recuerdas a Marta.
—Por supuesto, querido. —Y se giró hacia la chica, que sonreía como quien nunca había roto un plato—. Eres bienvenida a nuestro hogar. Bonito vestido, por cierto.
Jorge estaba catatónico. Aquello no podía estar pasando. Observaba boquiabierto cómo ambas mujeres intercambiaban cumplidos a sus indumentarias respectivas, hablaban de lo útil que resultaba ese tipo de bolso cuando se viaja al extranjero o sobre su color de sombra de ojos. Ni en el mejor de sus sueños hubiera podido imaginar a Ofelia, que no dejaba de ser la perfecta anfitriona, con aquel magnetismo animal que ahora hacía palidecer al de su invitada. Como un ave del paraíso comparada con una sencilla paloma torcaz.
—¿Psychologies? También yo leo esa revista, estoy suscrita —comentó Ofelia con una sonrisa angelical mientras aprovechaba para rozar la mano de Marta y demorarse en su contacto con la excusa de examinar más de cerca la publicación—. Interesante artículo, ¿verdad? Escritores suicidas… ¿Alejandra Pizarnik? Me encanta la poesía. Pásame el salero, Jorge.
—Yo también la adoro, en especial Los trabajos y las noches. Es mi libro de cabecera.
Ofelia aplaudió entusiasmada. Intercambiaban comentarios frívolos entrelazados con los más agudos análisis sobre versos, metáforas y campos semánticos. Una mezcla de mundos contrapuestos que solo ellas parecían comprender en una complicidad rubricada en cada vez más intensas miradas. Jorge fue incapaz de hablar durante toda la cena, ni de probar bocado. Sus ojos pasaban, estrábicos, de la una a la otra conforme evolucionaba la conversación a la que no parecía ser llamado. Ellas se bastaban y parecían en buena sintonía.
No llegaron a los postres. Con la mirada un tanto achispada, Ofelia se puso en pie, estiró el tejido de su negligé como si pudiera alargarlo un poco y golpeó su copa con una cucharilla.
—Dama y caballero, ha llegado la hora. Pasemos a mis… a nuestros aposentos.
La vida continuó.Agnes, la madre de Ofelia, se instaló en sus vidas y hasta le dio cierto sabor. Las tertulias de sobremesa eran más divertidas que el Facebook, sobre todo porque la pobre tenía momentos en los que la lucidez se le escapaba entre las agujas de su labor y decía impertinencias o contaba chismes imposibles de generaciones pasadas.
Así pasaron las semanas de una forma tranquila. Ofelia seguía leyendo sus novelas clásicas, Agnes desvariaba sobre sus bufandas de colores chillones y Jorge pasaba páginas en su flamante tableta de última generación. Así, hasta que una de tantas tardes, Ofelia dejó de leer, se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz mientras la sonrisa sibilina se le acentuaba.
—Este fin de semana te vas a la casa de campo, querido. Con mamá.
A Jorge ni se le ocurrió llevarle la contraria, pero preguntó:
—¿Por algo en especial, querida?
—Ayer la vi de nuevo…
FIN
Relato nominable al I Premio Yunque de Hefesto
Nací allá por el 1967 en el Hotel Indautxu de Bilbao, aunque aún no sabía en qué me convertiría. Soy Licenciado en Derecho pero, sobre todo, autor de relatos y novelas. Di mis primeros pasos como escritor en el Taller de escritura creativa Alfa de mi ciudad natal, de la mano de Ana Belén Alonso, y con ese alumbramiento, no me quedaba otro camino que este de trabajar con la pluma. Solo tú, lector puedes decir si estoy en el buen camino.
Mi desmedida afición a la lectura me lanzó a escribir mis propios textos y transformarme, a veces, en mis propios personajes. Fruto de esa adicción irracional he obtenido numerosas publicaciones, menciones y premios*.
Además, he publicado varias antologías y novelas entre las que destacan La balada de Brazo de mar, Peón blanco, negra dama y Mester de brujería (junto con Marta Estrada). Podéis encontrar una reseña de la última, que publicaron en esta misma web, pulsando aquí.
Pedro de Andrés | FANTASÍA, SUEÑOS Y REALIDAD EN FORMA DE NARRATIVA BREVE (wordpress.com)
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Instagram: Pedro de Andres (@brazodemar) • Fotos y videos de Instagram
*Quienes coordinamos El yunque de Hefesto nos negamos rotundamente a copiar todas las publicaciones, premios y menciones de este autor. La lista es tan extensa, que tendríamos que tomarnos una vacaciones después.
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Muy bueno. Allá por el 2008 desayunaba en el hotel Indautxu, cuando descubrí el Taller de escritura, en 2016, no sabía que me faltaban unas semanas para volver a tierra madre. Todavía no soy capaz de compartir mis escritos.
Laura
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