Me ofrecieron quinientos euros por semana y acepté. Ése fue el principio.
Dijeron que instalarían varias cámaras en todas las habitaciones de mi casa, que el programa sería una especie de Gran Hermano centrado en la vida cotidiana de una sola familia. Mi condición de madre abandonada por su marido y a cargo de dos hijos hizo que me eligieran entre decenas de miles de candidatos y candidatas. Una situación difícil y la superación personal que conlleva atraían a la audiencia, me explicaron. No supe si tomármelo con orgullo o con resignación. Poco importaba: en aquel momento mi ex hacía un trimestre que no me pasaba la pensión de los niños y nos veíamos obligados a subsistir con mi miserable sueldo de administrativa. Para nosotros, quinientos euros a la semana era una pequeña fortuna.
Se comprometieron a respetar nuestra intimidad. Bueno, nuestra intimidad más íntima, por decirlo así. No habría cámaras en los baños, aunque sí micrófonos. Tampoco nos enfocarían directamente en nuestras habitaciones. Fue curioso constatar la velocidad con la que las personas nos acostumbramos a cualquier cosa.
El programa empezó a emitirse. No sólo todo lo que hacíamos en casa era observado por los espectadores, sino que siempre había un equipo de TV preparado para seguir nuestros pasos en directo cuando salíamos. Estábamos en el aire las veinticuatro horas del día, y lo único que debíamos hacer consistía en actuar con la mayor naturalidad posible, nada más. Así de fácil.
Al cabo de tan solo dos semanas ampliamos el contrato. Me informaron de que la audiencia femenina sobrepasaba cualquier expectativa y que nuestras aventuras daban mucho de qué hablar entre hombres que hasta entonces nunca se habían enganchado a este tipo de realities. Por lo visto, algunos querían aprender de mí, mientras que otros me utilizaban como excusa para abdicar de sus responsabilidades en sus propios hogares. Me dijeron que me estaba convirtiendo en un “fenómeno sociológico”. Yo no sabía qué significaba eso. Si quiere que le diga la verdad, lo único que me impulsó a continuar fueron los dos mil euros que me ofrecieron por semana, más de lo que yo ganaba en mi trabajo en un mes entero. A cambio, debíamos introducir en nuestro hogar publicidad encubierta: consumir determinadas marcas de comida, lucir cierta ropa, intercalar en nuestras conversaciones algún comentario aparentemente improvisado sobre la bondad de nuestros patrocinadores. Todos los gastos estaban pagados. Mi casa empezó a parecerse a la exposición de unos grandes almacenes, y yo comencé a tomarle gusto al tinglado.
Un mes después el éxito era tan completo que la cadena de TV decidió contratar a otras familias para introducir más diversidad en el programa, transformándolo en un concurso. La familia que más votos cosechara entre la audiencia al final de la temporada obtendría un suculento premio final. Ahora ya no bastaba con vivir bajo una lupa invisible, sino que debíamos competir. ¿Pero qué tipo de competición era aquélla? ¿Cuál era su objetivo? ¿Ser más alegres, más encantadores, más originales, más modélicos, más… qué? ¿Televisivos? Sea como fuere, la competencia trajo consigo las recomendaciones: comprar consolas y portátiles a los críos, planificar todos los fines de semana al detalle, viajar a los destinos que nos proponían con el fin de convertirlos en una moda… Debíamos ofrecer una imagen moderna y activa para evitar nuestra eliminación. Del programa, se entiende. Una de las sugerencias fue que me pusiera en contacto con mi ex para reconciliarnos. Me lo propusieron sin preocupación alguna por mis sentimientos o por cómo afectaría su regreso a los niños. Simplemente me aseguraron que daríamos un golpe de efecto enorme y batiríamos récords de audiencia. Mi ex era un capullo egoísta, pero aún así intenté localizarle. No tengo excusa, lo sé. El share era para mí la bolsa de valores de mi vida en aquellos días agotadores. Por suerte o por desgracia, no lo conseguí. Un amigo suyo me dijo que se había marchado al extranjero. Quizá no me crea, pero me sentí como si me hubiera dejado tirada por segunda vez.
El ambiente en casa se enturbió. Los niños aprendieron a desobedecerme y se encaprichaban por cualquier cosa, y yo no podía negarme a sus deseos: hacerles llorar ante millones de telespectadores nos restaría apoyo popular. Tuve que multiplicarme en casa y en su colegio, donde empezaban a tener problemas de convivencia. Sin embargo, mi omnipresencia y abnegación aumentaron nuestro porcentaje de votos, situándonos como líderes de las familias con más simpatizantes. Nuestro caché alcanzó los 5.000 euros semanales.
La gente me reconocía dondequiera que fuese. Era invitada a decenas de actos sociales. Renuncié a mi anterior trabajo y cambié mis amistades por otras más glamourosas. Me obsesioné con mi apariencia y mi comportamiento. Me convencí de que merecía de lo bueno lo mejor. Sin embargo, cuanto más perfecta quería ser, más imperfecta me veía. Comencé a padecer insomnio.
Prácticamente sin advertirlo, mis hijos se habían autoproclamado señores feudales de mi hogar, y yo les rendía un vasallaje inconsciente. Mis nuevas “amistades” se me pegaban como lapas y aprovechaban mi tirón para hacerse un hueco en otros programas. Cuando su popularidad se consolidaba, me dejaban de lado para criticarme desde la impunidad de los platós. Incluso mi desaparecido ex me llamó para anunciarme su deseo de regresar a casa, que había cometido un error y que aún me quería. Quise creerle, y a punto estuve, pero algo olía mal. Ese no era su estilo. Cuando le dije que me negaba a volver a verle, me confesó que alguien del programa le había inducido a montar el numerito y acabó pidiéndome dinero entre sollozos. Qué patético.
No tardé en enfermar. La audiencia se desmoronó. El estrés, las crisis de ansiedad y un cuadro depresivo no venden. Se aproximaba la eliminación. Entonces se me ocurrió la idea. Mi gran idea. Simple y efectiva. A nadie se le había ocurrido antes.
Propuse que transmitieran mi terapia en directo. Supuse que el programa no tendría dificultades en hallar un psicólogo dispuesto a relajar su código deontológico. Así, todos seguiríamos ganando dinero. Yo desnudaría mi alma y lo que hiciera falta en abierto y el morbo de los televidentes haría el resto. Los productores se mostraron primero sorprendidos por mi audacia y después entusiasmados con las posibilidades del planteamiento.
Y aquí estoy, doctor.
Le veo un poco agobiado por las cámaras y los focos. No se apure. Como ya le dije, nos acostumbramos pronto a todo. En realidad sólo necesito que me responda a una pregunta: ¿por qué tengo tantas ganas de llorar, de gritar e incluso de desaparecer, doctor? ¿En qué me he equivocado conmigo y con mis hijos, si lo único que he hecho ha sido limitarme a copiar el modelo de vida que nos venden los medios de comunicación cada día?
FIN
Relato nominable al I Premio Yunque Literario
Javier Serra nace en Palma un 21 de Diciembre en pleno solsticio de invierno, cuando la oscuridad hace retroceder a la luz, lo cual explica muchas cosas. Sucedió en 1969.
Estudia Psicología y se licencia en Filosofía y Letras por la Universidad de les Illes Balears. Desde hace 25 años ejerce de profesor de Filosofía en diferentes Institutos de las islas.
Como escritor de relatos ha publicado en diversas antologías, ha sido finalista de los premios de relato corto de la UNED y La Felguera, ha logrado el 1er Accésit del VI Concurso de cuento infantil “Te lo cuento volando” convocado por AENA y ganado las ediciones IX y X del Certamen de narrativa breve convocado por la sección de Mujeres e Igualdad del Ayuntamiento de Valencia por los relatos “La equivocación en directo” y “Un motivo para sonreír”.
Como novelista ha ganado el II Premio Ciudad del Conocimiento de novela de ciencia-ficción por la obra «El Rumor» (Editorial Premium, colección Quasar), que ha alcanzado su segunda edición y es lectura programada en varios centros educativos de Chile como resultado de la licitación del Ministerio de Educación de ese país.
Como articulista, publica periódicamente un artículo en el periódio cultural Granada Costa. En el siguiente enlace están disponibles todos los artículos: http://granadacostanacional.es/javier-serra/
La novela «Logoglifo« es su más reciente publicación.
Sus gustos literarios son más bien eclécticos. Engloban la poesía, la filosofía, la literatura clásica y la contemporánea, con especial interés por la ciencia ficción. Dicho esto, si se tuviera que llevar obras de un solo autor a una isla desierta, confiesa que el elegido sería Dan Simmons.
En todos sus escritos, por muy diversos que sean los temas que traten, casi siempre encontrarás algún elemento fantástico o de ficción especulativa.
Actualmente disfruta de su profesión de docente y de su familia y amigos en Palma.
Página web: http://javierserra.com
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¡Qué relato más potente!
Sin duda. Javier Serra siempre nos hace reflexionar.
Ese tipo de vida es el pan de cada día en nuestra sociedad. Interesante.
Totalmente de acuerdo. Ninguna de las necesidades que nos crean, una vez satisfechas, nos dan la felicidad.