Criarse en soledad no implica no conocer a los hombres. Kya se ha pasado la vida sola en las marismas próximas a un pequeño pueblo pesquero, huyendo de ellos, observando su entorno, en comunión con él. Sabe de los rituales de cortejo de las aves, del brillo de las luciérnagas, de la bondad de la hierba. Cuando conoces la naturaleza, conoces al hombre, sus puntos fuertes y sus debilidades, sus necesidades y también los gestos que encubren sus mentiras. Además, esa soledad aceptada y disfrutada, es la mejor aliada para conservar la pureza, evitando corromperse con los prejuicios sociales y las falsas necesidades impuestas por el sistema. La llaman salvaje, la consideran ignorante y sucia, mala persona y peligrosa. Es imposible leer este libro sin enamorarse de ella.
Delia Owens despista al lector. Inicia el relato con el descubrimiento de un cadáver, el de Chase, a finales de los sesenta. Después le lleva unas dos décadas atrás y le presenta a una niña indefensa de siete años, rehén de un padre colérico y amargado, abandonada por su madre primero, y por sus hermanos después. Las dos líneas temporales se alternan conservando la ilusión inicial de estar ante un thriller hasta que la infancia de Kya, su universo, sus relaciones con la población de Barkley Cove, acaparan todo el interés y hacen que cada vez importe menos el crimen. La forma en que la pequeña se enfrenta al mundo, se adapta a las circunstancias y se empeña en crecer al margen de la sociedad, es fascinante. Y lo es porque se vale únicamente de dos armas, su inteligencia y una capacidad de amar tan grande como la necesidad que siente de ser amada. Sin embargo, no todo es hostil para ella; en su camino aparecerán también buenas personas como Jumpin’ un hombre negro con el que aprende a comerciar y sobrevivir, y sobre todo Tate, su amigo, su maestro, su primer amor.
Y llegados a este punto, identificados los buenos y los malos, con todos los actores de la tragedia en escena y la investigación avanzando, el lector sufre intentando predecir el desenlace, o más bien temiéndolo. Y claro, ya no es un thriller, ya nadie quiere que lo sea: la novela ha mutando en un relato íntimo por momentos, de ritmo contenido pero constante. Soberbio en su ambientación y en la construcción de personajes y motivaciones. Catalizador de tanta crítica social y tantas reflexiones que es imposible no implicarse emocionalmente con lo narrado.
El racismo y la doble moral recuerdan ineludiblemente a Matar a un ruiseñor de Harper Lee, una obra cumbre enmarcada en el mismo periodo histórico. Pero aquí, además, la autora explora factores tan importantes como los efectos de la soledad en el ser humano, la necesidad de pertenencia a una comunidad, la causa y las consecuencias del maltrato dentro del núcleo familiar, y la subjetividad moral del ser humano en función de sus prejuicios.
Leer esta novela supone una montaña rusa emocional en la que la pureza y la luminosidad de la protagonista enamoran y hacen sentir temor con cada obstáculo en su camino. Implica preferir la naturaleza en estado puro, con sus crueldades necesarias, frente a la civilización y sus maldades innecesarias. Obliga a comprender (no a justificar), a aquellos que obran mal. Leer esta novela supone crecer como persona.