Huelo la muerte. Ya, ya…, ya lo sé, suena a locura, me lo han dicho muchas veces.
Parece complicado, pero no lo es, en realidad es bastante sencillo.
La primera vez que me pasó, la muerta fue mi madre, yo tenía trece años, ella, cuarenta y seis. Llegué a casa de la escuela sobre las cinco y media de la tarde y, nada más cruzar el umbral el hedor me golpeó, fue como si me atropellase un camión invisible que contuviera centenares de cadáveres en descomposición. Olía a podrido, a inmundicia, a putrefacción, en definitiva; a muerte. Mi madre estaba en la cocina preparando el sándwich de Nocilla que solía hacerme para merendar todas las tardes. Entré haciendo aspavientos, tapándome la nariz y gritando como un poseso:
—¡Joder, qué asco! ¿Qué cojones ha pasado aquí? ¿A qué coño huele?
Lo primero que hizo fue soltarme un guantazo en toda la cara, me lo tenía bien merecido, desde bien pequeño he sido un mal hablado y ella me tenía avisado, pero no pude evitarlo, la peste me invadía y, en esas circunstancias, las palabrotas salieron sin remedio.
Acto seguido, sin mediar palabra, como si el suculento sopapo no hubiera existido, olfateó el aire durante unos segundos. Vi cómo las aletas de su nariz se movían intentando rastrear algún olor, luego me miró con desdén y dijo:
—Aquí no huele a nada raro. Déjate de pamplinas y recoge la mochila, anda.
—En serio, ¿no lo hueles?
Me volvió a mirar de esa forma tan característica suya, con los ojos entornados, la cabeza ladeada y la nariz arrugada y yo capté el mensaje.
Fui al salón y me quedé merendando mi sándwich mientras veía la tele, ella se dirigió al cuarto de baño. Le gustaba ducharse a esa hora, supongo que era su momento de relax. Esa tarde hizo lo mismo de todos los días, solo que se enredó con el flexo, se resbaló y se desnucó contra el canto de la bañera. Oí el golpetazo, ni gritos ni lamentos, y, como tenía por costumbre echarse el pestillo…
Corrí al teléfono y marqué el número del taller donde trabajaba mi padre. Cuando llegó y reventó la puerta, encontramos un fiambre con las yemas de los dedos arrugadas bajo la lluvia artificial. Esa fue la primera vez; por supuesto, yo no relacioné aquella peste con el trágico accidente. Luego vinieron más, varias en el hospital, mientras visitábamos a algún familiar. Yo le preguntaba a mi padre si lo olía y él me decía que me dejase de bromas. Ahí empecé a sospechar algo, al fin y al cabo, en los hospitales muere gente todos los días.
Me convencí del todo cuando tenía quince años, con doña Pura; la del quinto. Mi padre me mandó a pedirle un par de huevos para la cena y yo, muy obediente, fui. En cuanto doña Pura abrió la puerta me vino aquella peste asquerosa. Al día siguiente mi padre me informó que la anciana había muerto un par de horas después de entregarme aquel par de huevos.
—¿De qué? —le pregunté.
—De vieja.
Caso cerrado, el menda podía oler la muerte.
Durante el resto de mi vida la habré olido casi un centenar de veces, en muchas ocasiones no tenía noticias del muerto en cuestión; en otras sí: la abuela Dionisia, Julián el ferretero, mi profesor de inglés en el instituto, un buen amigo camionero que se durmió y cayó por un barranco con su tráiler…
Hace algo más de un año entré en la sucursal del banco de muy mala leche; esos cabrones no paraban de joderme con los intereses, las comisiones y la cláusula suelo de los cojones; sobre todo con la puta cláusula esa, pero todo eso ya no importa. La cuestión es que entré y, detrás de mí, sin dejar que yo cerrase la puerta, entró un tipo con pasamontañas, encapuchado y con una pistola en la mano. Pues eso, que si esto es un atraco, que si todos al suelo, que si meter el dinero en la bolsa… Y claro, el olor a muerte que solo detectaba yo, por allí, en el ambiente. Más intenso que nunca.
Recuerdo que miré hacia el despacho de Francisco Quesada, el director; el muy cobarde estaba con el rostro descompuesto, se metió debajo de la mesa como un perro que sabe que lo van a apalear. También miré a Marta, una de las trabajadoras de la sucursal, ella no se tiró al suelo, se mantuvo firme. Tenía una cara de mala hostia que no olvidaré jamás. En su frente un par de venas se hincharon formando una gran equis. Para sorpresa de todos los presentes Marta salió del mostrador al grito de: «Suelta eso, gilipollas», se abalanzó sobre el atracador y empezaron a forcejear, yo tenía a los dos a unos tres metros. No sé cómo ni por qué me uní al forcejeo, tampoco sé cómo, pero la pistola acabó en mis manos. Me aparté un par de metros, el atracador agarró a Marta del cuello con las dos manos mientras ella le lanzaba sus brazos con intención de arañarle la cara.
—Estate quieta, so zorra —proclamó el delincuente, pero ella no tenía pensado parar; estaba fuera sí.
Ese «so zorra» gangoso lo delató, al menos a mis oídos, el encapuchado era el Charlie, un yonqui del barrio que había ido conmigo a la EGB. Era muy listo, pero cayó en las drogas demasiado pronto. Una lástima.
Yo tenía la pistola en las manos y sabía que alguien debía morir, lo había olido, estaba claro. Así que apunté al bulto que formaban aquellos dos chalados, cerré los ojos y disparé. Hubo un estruendo y muchos gritos, al abrirlos vi que le había volado la cabeza a Marta. El Charlie se quedó quieto por un segundo, observó el desaguisado y salió de allí como si tuviera un cohete metido en el culo.
Homicidio en segundo grado con no sé qué agravantes. Me condenaron a 14 años. Ayer cumplí el primero. El juez hizo caso omiso cuando declaré que podía predecir la muerte a través de mi olfato. Normal. Ni siquiera me rebajó la condena por locura transitoria o algo así. Como estaba diciendo la verdad debió pensar que mentía, precisamente, buscando una rebaja, en fin…
Pienso mucho en lo que pasó, aquí tengo tiempo. He llegado a la conclusión de que lo que debía haber hecho era ayudar al Charlie a atracar el puto banco. Total, ellos llevaban más de diez años robándome a mí.
Un par de meses después me enteré de algo muy gracioso. Me lo dijo mi padre en una de sus visitas, creo que empieza a creerme, pero le cuesta. Aquel día, Francisco Quesada no salió de debajo de su mesa de despacho con vida. Le dio un puto infarto y se quedó allí clavado. Cuando me enteré, pude escuchar nítidamente en mi cabeza las carcajadas de la muerte. Se reía de mí.
Durante el año y un día que llevo preso han muerto cinco reos, dos por palizas, dos apuñalados con pinchos artesanales y uno se suicidó…
Cada vez que huelo la muerte me acerco a un funcionario y le digo: «Hoy morirá alguien, lo huelo» mientras me toco la nariz con el dedo índice y olisqueo el aire putrefacto solo para mí.
Sé que tienen una investigación interna abierta, empiezan a creer que soy yo el que ordena esas muertes. No me importa, sé que moriré aquí, eso me lo huelo, no literalmente, pero me lo huelo. Lo único que me importa ahora es que alguien me crea, a mí y a Andrés, un funcionario muy majo.
Esta mañana me ha vuelto a pasar y se lo he comentado a él, tocándome la nariz y olfateando el aire, como de costumbre.
—Ya lo sé, a mí también me pasa —me ha dicho, y se ha quedado tan ancho. Escucho alboroto.
…
Es el Tripas con sus compinches. Esos putos nazis chalados, ¡la madre que los parió!
…
Vienen hacia mí.
…
¡Mierda!
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
José Carrero Romero nace en Barcelona el primer día de noviembre de 1980. En 2008 se traslada a Mollet del Vallès, localidad en la que reside en la actualidad. Desde hace más de veinte años es conductor profesional de vehículos pesados, o lo que es lo mismo; camionero. Entusiasta lector, en las paredes de su humilde morada acumula sin miramientos novelas de género negro y terror, destacando mayoritariamente el nombre de Stephen King. Su ópera prima Bellotas con Leche (Premium Editorial, 2020) resultó finalista del XIII Premio de Novela Corta Encina de Plata. Ganador en la categoría de Microrrelatos en la I Edición Premios Yunque Literario. La Glock (Ediciones Atlantis, 2023) es su segunda obra literaria.
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Un relato estupendo.
Conozco las obras de José Carrero y me han gustado mucho. Sabía que, con este relato, no sería distinto.
Enhorabuena, José.
Interesante actualización de un mito gallego, aquí no huele a muerto, huele a cera quemada
Relato ágil y divertido. Enhorabuena!!!
Buenísimo relato.
Animaros a conocer a este nuevo escritor, que lo que yo «huelo» es que va tener mucho éxito y futuro. Os dejo dos títulos suyos para que lo conozcáis, no os decepcionará, uno es Bellotas con leche y el otro La Glock.
Sí estiramos el relato podemos sacar una buena historia. Me gustan los tintes cómicos. Historia muy bien traída como todas las tuyas José. Enhorabuena!