Somos seres pequeños e insignificantes a escala cósmica. No estamos tan seguros de nuestro origen como fingimos y ni siquiera conocemos totalmente nuestro pasado más inmediato.
Tendemos a seguir a pies juntillas el manual ético que nos han insertado en el cerebro desde pequeños. Esto nos ayuda a discernir entre el bien y el mal. Y si no lo hacemos, si nos saltamos los preceptos de la moral inherente al ser humano, algo en nuestro interior nos dice que no somos buenas personas. Porque dicha moral, independientemente de la religión o la cultura de la que proceda, trata de extinguir el salvajismo y la crueldad de que somos capaces. Ella dicta el tipo de instintos animales a los que podemos ceder (y las circunstancias en que podemos hacerlo) sin convertirnos nuevamente en aquellos animales de los que creemos que descendemos. Pero, después de miles de años de condicionamiento y presión social, no hemos conseguido erradicar en su totalidad los comportamientos más aberrantes y bestiales.
A día de hoy, hay quienes deciden ceder y desatar sus instintos primarios. Los consideramos malvados, inadaptados, o locos. Nunca nos detenemos a pensar que pueden ser la señal de alarma que nos advierte que no estamos tan alejados del lugar del que procedemos. Pero, ¿Y si ese lugar fuese más aterrador de lo que imaginamos? Si nos mirase esa oscuridad que nos habíamos empeñado en olvidar (y que aún llevamos en nuestro interior), ¿Le devolveríamos la mirada?
John, un joven responsable e ingenuo, desea ganarse el respeto de Declan Jackson, el ganadero que lo acogió cuando era un niño. No se trata de simple agradecimiento: ama en secreto a Mary Boo, la hija de este. Por eso no duda en acudir a él cuando escucha en la cantina información sobre una venta fallida de reses en Hopetown. Su patrón decide enviarlo junto al viejo Clancy a cerrar el negocio. Es la oportunidad de su vida y no piensa dejarla escapar.
Queda lejos la época dorada de las «novelas de a duro». La ciencia ficción, el terror, y el western eran los géneros más vendidos. Actualmente presenciamos un resurgir romántico de este formato. Decimos romántico porque sabemos que económicamente no es rentable. Se trata de un capricho valiente que algunas editoriales deciden darse para sacar a la luz historias que han de ser leídas. Historias como El Enviado, que además mezcla dos de esos géneros tan populares.
En apenas 80 páginas, con frases cortas y ritmo ágil, Miguel Babiano consigue trasladarnos al Viejo Oeste para enfrentarnos al mayor de los horrores: el de dejarnos arrastrar por el mal que aún podemos llevar dentro. Porque a nadie se le escapa el efecto hipnótico que tiene todo lo ominoso en nosotros. Ni tampoco que obtener placer del dolor ajeno es algo más que posible.
Los elementos fantásticos, que no se hacen esperar, recuerdan inevitablemente al Maestro Lovecraft. Muchas de las escenas son impactantes. Aterradoras por su salvajismo y su crueldad explícita. Y estas pueden atraer toda la atención del lector diluyendo la denuncia subyacente en el texto: la cosificación, la crueldad, y el maltrato a los que pueden estar expuestas las mujeres en un entorno patriarcal. Porque en un contexto así todos los hombres son culpables. Incluso los que no levanten su mano contra ninguna de ellas ya que la inacción, el hecho de observar y callar, implica complicidad.
El camino a Hopetown es peligroso. Cualquiera os podría disparar por la espalda para robar vuestros caballos. Pensad en eso y no vayáis. Si lo hacéis, existe la posibilidad de que una abyecta criatura os esté esperando y, en ese caso, lo mejor que podría pasaros es que una orgía de sangre y carne os arrebatase la cordura. Porque si esto no sucede, seréis incapaces de desobedecer a las voces que os repetirán: observa, admira, calla.
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