Cantaba y tocaba la guitarra con un aire nostálgico, como si siempre extrañara a alguien o algo. A ella le gustaba escucharlo. De vez en cuando cantaba con él, pero prefería solo escuchar su voz rasposa, mientras tomaba alguna infusión caliente y miraba al infinito. A él se le notaba que disfrutaba cantar para ella. Seguía repitiendo una y otra vez los mismos cuatro acordes, cambiándolos de orden, de acuerdo a la canción. Siempre cantaba las mismas canciones, y a ella no le importaba; pero esa última canción sí era nueva, y había aprendido un nuevo sonido para tocarla.
Llevaban un año y medio de encuentros. No lo habían hecho antes por prudencia, pero ante la inminente partida, se organizaron, y cada jueves, a partir de las nueve de la noche, en aquel hotel, ambos se regalaron horas, impresiones, gestos, anécdotas y opiniones. Compartían una cena sencilla: pan relleno con jamón y queso, y jugo de melón. Siempre jugo de melón. Siempre pan con jamón y queso. La rutina no los fastidiaba. Habían establecido esas costumbres de manera tácita luego de la nueva primera cita. Así había sido siempre. Alguna vez fue frutas bajo un gran árbol de apamate; otra, pescado frito en medio de un parque lleno de jacarandas.
Tenían pocas horas pero las aprovecharon, y lo hacían sin esfuerzo. Pasarlo bien junto al otro, era fácil para ambos. Las estrellas, la reencarnación, la última canción de Coldplay o aquella vieja pieza de Pachelbel, el dolor de rodilla de mamá, el último chiste del esposo, las clases de literatura, Úrsula K. Le Guin y Angélica Gorodischer, la última sesión de quimioterapia: sin importar el tema, sus conversaciones fluían, la mayoría de las veces como la corriente de un río apacible; pero en ocasiones, el río se agitaba, y podía parecer que discutían, porque ambos alzaban la voz. Cualquiera se hubiese confundido al verlos reír minutos después, mientras se abrazaban. Así de intensos eran y habían sido siempre.
No perdieron el tiempo en intimidades físicas, sabían mucho de amarse con la piel, lo habían hecho hasta saciarse en otros tiempos. En ese ahora preferían dedicar sus encuentros a las charlas extendidas, la cena frugal, los silencios cariñosos, y la voz rasposa cantando las mismas cinco canciones con los mismos cuatro acordes de guitarra.
Esa noche, la última, había eclipse de luna. Todo el encuentro se fue desarrollando con normalidad, igual que los otros, pero tras la cena, no hubo charla. No había tema que compitiera con el fenómeno astronómico. Ambos se entregaron a una silente contemplación del cuerpo celeste.
—Se acabó —dijo la mujer, a medianoche, cuando el eclipse ya era notorio—. Me iré esta semana.
—Te escribí una canción —soltó él. Levantaba y posaba el pie muy rápido. Un tic que a ella le enternecía.
—No me le cantes todavía. Espera a que amanezca
Nunca pasaban la noche entera juntos, pero esa noche no era como las demás. Esa noche no importaba que un esposo durmiera solo en su cama. Todo el mundo había desaparecido y lo bello, lo importante, se había concentrado en la persona que ambos tenían en frente.
A las 3 de la madrugada, el rojo era intenso, hermoso. Ellos miraban sin hablar, tomados de las manos y apretujados para mitigar un poco el frío propio de esas horas.
—¿Por qué tiene que ser así, Aranza? —dijo él de repente.
La pregunta la había tomado por sorpresa, pero no lo demostró. Debía ser fuerte. Sabía que a él le costaba más. Tantos años por delante…
—Ya hemos hablado de eso, Wenceslao —le respondió desarmando el abrazo sin brusquedad. Necesitaba esas distancias momentáneas cuando sentía que su voluntad flaqueaba. Se recostó en una de las paredes, y su mirada buscó algún punto más allá del tiempo y el espacio. Pensó en el gran río en el que alguna vez aprendió a nadar, y en los fuertes brazos de aquel guerrero que le enseñaba. Sonrió.
—Es curioso… creo que es la primera vez que eres tan delgado y tan bohemio… Pero igual me gustas, y creo que esta vez me gustas más.
Él miraba un pequeño grillo, y movía los dedos de ambas manos, haciendo que los pulgares tocaran a todos los demás. Esbozó una media sonrisa.
—¿Estás nerviosa?
—Por supuesto que no —respondió, y pasó una mano con los dedos bien abiertos por su cabeza, una, dos y tres veces, como queriendo peinar una melena que no existía. Mentía, y sabía que él lo sabía. Volvió a sonreír.
—Qué bueno. Entonces, está hecho… hoy será la nueva última vez.
—Sí, la nueva última vez. Otro ciclo comienza. Quizás esta vez tarde menos. Sería genial.
Otra vez silencio. Él parecía triste. El tic de la pierna se intensificó. Ella lo miró con amor, como lo había hecho siempre. Él le correspondió, y se le acercó. El abrazo volvió, y retomaron el ejercicio contemplativo. La luna lucía su vestido color sangre.
El amanecer los encontró despiertos. Se sentía cansada, débil, triste y feliz. Él la abrazaba. Estaban recostados en la cama. Sin aviso se puso de pie. Caminó despacio hacia donde estaba la guitarra. Wenceslao la miraba. Ella le entregó el instrumento, y por fin pudo llorar. Entonces, él también lloró.
Aún con lágrimas en los ojos y las mejillas, el chico revisó la afinación, y cuando ya estuvo listo, le dijo:
—He aprendido un acorde nuevo para esta canción.
—Oh, mi querido —respondió ella—, así que ya sabes cinco.
Levantó su mano para unirla a la de él, a modo de celebración. Se sentó en frente, cruzó las piernas, y se pasó la mano por la cabeza, una, dos y tres veces. También él cruzó sus piernas, enderezó la espalda, y cantó:
Pequeña dama, ven aquí,
puedes posarte en mi hombro;
cualquier segundo contigo,
será un momento glorioso.
Pequeña dama, estoy aquí,
cuenta con mi compañía,
siendo un guerrero o tu bufón,
buscaré ser tu alegría.
Son nuestros el tiempo y el espacio,
esta época, este mundo;
cuando se ama de verdad,
un siglo parece un segundo.
Cuando llegue nuestro final,
te dejaré mi “te quiero”.
Y en otra vida te buscaré
para cantarte de nuevo.
Cuando terminó de cantar, sus manos temblaban, igual que las de ella. Se las miró durante tres segundos, y luego buscó sus ojos. Él la miraba. Sus labios coronados con un bigote hirsuto, eran una sonrisa. Ya no lloraban. Le tocó la mejilla. Luego se puso de pie, le tendió la mano y lo jaló para que se levantara. Le quitó la guitarra y la dejó en la cama. Sin que sus ojos lo desampararan, se acercó y lo abrazó. Ambos podían sentir al corazón del otro. El de ella mucho más acelerado. Él quiso separarse, quizás preocupado, pero no se lo permitió. Lo aferró con más fuerza.
Se besaron por primera vez de nuevo, el único beso de esa vida.
Solo pasó una semana y Aranza murió. Su esposo autorizó la incineración y la liberación de sus cenizas bajo la sombra de un gran apamate que encontraron en un rincón alejado de la ciudad, tal como ella había pedido. Los colegas, amigos y familiares de la difunta no se extrañaron al ver a Wenceslao en la ceremonia. Muchos sabían que el chico tenía un cariño especial por su profesora de poesía.
50 años después, mientras observaba las noticias en la minocomp que tenía adherida a la aerosilla, un anciano se enteró que esa noche habría un eclipse de Luna. El viejo sonrió ante ese anuncio. Una cyborenfermera entró a la habitación, y le habló:
—Señor Wenceslao, llegó la enfermera humana que le consiguió su hijo.
—Que pase, que pase, Jacinta —dijo el anciano sin dejar de mirar las noticias.
Jacinta se retiró sin hacer ruido. Momentos después entró una mujer alta de tez oscura y ojos color miel. Llevaba el cabello negro recogido, y lucía un pequeño gorro.
—Hola, señor Wenceslao, y sonreía, aunque con el tapabocas solo sus ojos daban cuenta de esa sonrisa.
—Puedes dejar tus cosas en la mesa de la esquina —dijo el anciano—… y bienvenida.
—Gracias, señor.
La joven dejó sus cosas y se quedó de pie en el mismo rincón de la mesa. Wenceslao estaba enfocado en la pantalla de la minicomp, y parecía no querer prestarle atención; pero al notar el silencio, tocó el táctil con el que controlaba su silla, y esta giró. Al quedar frente a frente con la joven, la miró y la invitó a sentarse con un gesto de la mano. Ella obedeció.
Él siguió mirándola, y entonces, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Ella desvió la mirada. De repente el viejo soltó una carcajada.
—Necesita algo, señor Wenceslao.
—Así que ahora, serás tú quien me acompañe hasta el final —respondió el anciano. Sus ojos brillaron—. Me haces pensar en la primera vez, la primera de todas, eres tan alta como entonces.
La joven se extrañó, pero un momento después tembló. Sus ojos se abrieron. Y su pecho subía y bajaba con rapidez. Dos lágrimas corrieron por sus mejillas.
Él recitó unos versos que había escrito hacía tiempo para una canción:
«Son nuestros el tiempo y el espacio,
esta época, este mundo;
cuando se ama de verdad,
un siglo parece un segundo.»
—Bienvenida, querida.
—Bienhallado, mi querido —respondió la mujer, y pasó una mano con los dedos bien abiertos por su cabeza, una, dos y tres veces.
Relato nominable al II Premio Yunque de Hefesto
T. Herbonnière
Nació en Ciudad Bolívar, Venezuela, 1986. Escritor y músico folklorista. Le gusta leer fantasía, ciencia ficción y horror; desde pequeño sintió fascinación por los libros y las historias que protegían. En la actualidad vive en Perú, Escribe canciones para sus cuentos y está preparando su primer libro de relatos.
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Excelente. Que felicidad y orgullo. La prosa ha estado increíble así como la historia.
Muchas gracias, Franco. Me alegra que lo disfrutaras.