“Ahora sois instrumentos de Dios. Sed fuertes. Sed compasivos. Sed valientes. El Señor os infundirá valor»
Si fuese un demonio no me limitaría a poseer un cuerpo y a esperar. No esperaría atado a una cama, hasta que viniese un sacerdote para poner a prueba su fortaleza y su fe. Intentaría propagarme como lo hacen los virus, rápida e inadvertidamente. Me alimentaría del sufrimiento ajeno. Me acercaría a quienes padecen hambre o dolor y aprovecharía su rencor.
Las almas de los niños son las más puras, han de serlo si entendemos la pureza como algo intrínseco a la inocencia. Pero también son las más maleables cuando no tienen cerca a alguien que los guíe y los proteja. Por eso serían mi mejor arma: ¿Quién presupone maldad en sus actos? ¿Quién sería capaz de enfrentarse a ellos después de mirarlos a los ojos? Tal vez otro demonio. O tal vez otro niño.
Si fuese un demonio intentaría entrar en un orfanato de principios del siglo XX. Uno de aquellos en los que se inculcaba la idea de que la vida es penitencia y donde al maltrato lo llamaban disciplina. Infestaría a cuantos huérfanos pudiese, calmaría su hambre con la sangre de los sacerdotes incapaces de entender a su propio dios y los libraría del frío mediante el fuego de la venganza. Y, cuando hubiésemos segado las vidas de quienes no se unieran a nosotros, guiaría a mi rebaño hacia la civilización. Porque, como pensó Chicho Ibáñez Serrador tras leer la magnífica novela de J.J. Plans (y como nos recuerda Iván Ledesma en el prólogo de este libro), ¿Quién puede matar a un niño?
Los chicos del valle es una de las mejores novelas de posesiones demoníacas que he leído. Una obra que goza de una ambientación sobresaliente generada a partir de ingredientes habituales (un lugar aislado, hambre, frío, crueldad, niños desvalidos) y que cuenta con unos personajes maravillosos cargados de matices y presentados al lector con minuciosidad, sin ralentizar con ello la acción. Y es que de esta hay mucha y de la buena. Tanta que cuesta soltar el libro y es imposible relajarse en ninguna de las escenas de la segunda mitad de la historia.
Philip Fracassi demuestra ser uno de los grandes escritores de terror de nuestros días. Intercalando primera y tercera persona, no deja nada al azar y poco a la imaginación. Tampoco esconde nada. Se comporta como un dios cruel que pone a prueba nuestra fe en un final feliz. Conoce al lector del género, le da lo que espera y después lo lleva un paso más allá. Sabe trasmitir como pocos lo que es la maldad y nos hace preguntarnos si, en función de sus causas, existen distintos grados. Puede introducirnos en la mente de un hombre habitado por demonios y hacer que asumamos con naturalidad que los niños han de ser soldados en la eterna guerra que se libra entre el bien y el mal. Pero también recordarnos que el amor tiene aún cabida en este mundo.
¿Cómo distinguir lo que hay detrás de un acto de rebeldía? ¿Puede un dios sustituir a un padre? ¿Cuál es el precio a pagar por salvar las almas de quienes no pueden salvarse a sí mismos? ¿Y quién estaría dispuesto a pagarlo? En esta novela no encontraréis moralina. Cada acto, cada decisión, es consecuencia del pasado y las circunstancias de cada personaje. Nadie puede mantenerse al margen. Todos han de elegir bando. ¿Estáis dispuestos a traspasar las puertas del orfanato de San Vicente?
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