¿Es el capitalismo una plaga, o lo son los hombres que no le ponen límites? Mientras la mayoría de la población vive con cada vez menos recursos, las grandes empresas acumulan fortunas en una carrera donde todo vale. Multiplicar beneficios, aumentar su cotización, es lo único que importa. Y si para ello han de jugar a ser dioses haciendo inhabitables unos planetas y habitables otros u originando pandemias para especular con tratamientos y vacunas, así será. Tal vez, para quienes ostentan el poder en esas grandes corporaciones, fortalecerlas en la interminable guerra financiera sea su forma de trascender, de vencer a la muerte y, en parte, al olvido. O puede que no. Puede que simplemente, el hombre sea lobo para el hombre. Que el rico siempre termine por abusar del pobre y el fuerte del débil. Porque incluso cuando nadie es fuerte, o cuando nadie tiene nada, siempre hay alguien a quien marginar y atormentar. Alguien diferente o que no se termina de integrar. Alguien a quien considerar inferior para no sentir que se está al final de la cadena. Y cuanto más abajo se está, mayor es la barbarie.
Para quienes acumulan los recursos, poco importa esa masa informe que se conforma con las migajas y que sirve de fuente de mano de obra barata. Son sustituibles y nada sustituible marca la diferencia. Se les puede ignorar y se les puede utilizar. Incluso se podría experimentar con ellos. ¿Quién lo impediría? ¿Los mismos que impiden que se continúe sobreexplotando un planeta en el que dentro de unos siglos nadie podrá vivir?
La infancia del mundo es una distopía salvaje, asombrosa y valiente. Una crítica feroz al abuso de poder y de la fuerza que, mediante estallidos de violencia y ventanas a otras realidades, busca venganza, justicia o, tal vez, no perder la esperanza en que haya alternativa a lo que parece inevitable. Michel Nieva nos transporta, en su tercera novela, a un año 2272 en el que la temperatura global del planeta se acerca a los 90 grados centígrados. Donde gran parte de Argentina, expoliada por el Reino Unido, ha sido tragada por las aguas y donde la Antártida es el nuevo caribe. Un futuro desolador en el que sólo los más ricos pueden entender lo que es el frío y donde se terraforman otros mundos para hacer de ellos destinos turísticos.
El autor bonaerense nos obliga, en este infierno de calor y miseria, a compartir el recorrido vital de “el niño dengue”, un insecto humanoide que sufre el rechazo y la repulsión de cuantos le rodean y que percibe el temor que provoca en su propia madre. Y demuestra, gracias a este personaje, pero también a su antagonista, que los autores latinoamericanos se atreven a lo que no se atreven los demás. Que siguen siendo críticos, trasgresores y originales. Qué hacen de la crudeza arte y del arte, alegato.
Acompañadnos a este siglo XXIII. En él, los niños tampoco entienden demasiado del mundo de los adultos y los juegos online siguen siendo su mayor pasatiempo. No pueden extrañar lo que no han conocido y el objeto más asombroso de la naturaleza puede ser menos importante para ellos que la obtención de la videoconsola último modelo. Pero en este infierno sin casquetes polares y donde las virofinanzas son el mayor campo de especulación de la historia, el periplo vital de un marginado puede converger con el de su acosador y juntos, determinar el futuro de la humanidad.
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