
No cabía otro cigarrillo en el vaso de agua marrón y asquerosa.
Flotaban como pequeños cadáveres hinchados, y Ujio decidió tirar el último al suelo, cerca de las mantas revueltas del futón. No ardería; nada podría hacerlo en aquel ambiente de humo, sudor y lágrimas que impregnaba la habitación. Sin embargo, lo apagó con el pie desnudo. Por si acaso, quizás, pero sobre todo para espabilarse.
El pinchazo en la planta del pie le arrancó un gemido consciente, seguido de una tos que no lo fue tanto. Suficiente para recordar lo que debía hacer. Dio el último trago a la botella de licor y asintió para sí mismo.
—Hoy lo conseguiré, Iko —murmuró, observando la noche tardía más allá de la ventana cerrada.
El nombre de su hija, ese sonido tan bello quedaba mal en aquel agujero gris y espeso. Se levantó de un salto, aunque sus músculos protestaron tras tantas horas recluido en su dolor. Su cuerpo crujió como madera vieja, quizás podrida, devolviéndole parte del maltrato al que Ujio le había estado sometiendo.
Sin ponerse nada que cubriese su ropa interior, cogió el bate de béisbol que le habían regalado unos amigos tras un viaje a Nueva York. Nadie que conociese jugaba y había permanecido olvidado en un armario durante años.
Sin embargo, era la herramienta perfecta para acabar con ese demonio. Al final, arma y víctima provenían del mismo rincón infecto del mundo.
Se tambaleó hasta la puerta y la deslizó con la mano libre. El olor a limpio y el aire fresco le revelaron lo intoxicado que estaba. Ujio paró un instante, observando la habitación de Iko junto a la suya. La puerta a medio correr mostraba el interior oscuro, inmóvil. Otra lágrima.
Arrugó el rostro y se obligó a mirar al otro lado. Caminó hacia el salón apoyándose en la pared con la otra mano. Hoy lo conseguiría.
—¡Eve! —rugió.
Silencio, salvo por un suave tarareo que no reconoció.
Avanzó hacia la luz tenue y acogedora del salón. El suelo estaba limpio y tibio bajo sus pies descalzos. Las fotografías perfectamente alineadas en las paredes, el aire purificado con un toque de lavanda, ni una mota de polvo sobre los muebles pulidos.
Incluso las sombras parecían estar colocadas con precisión milimétrica. Ujio caminaba por el escaparate de una vida que ya no existía.
—¡Eve!
Irrumpió a trompicones en el salón apoyando el bate en el suelo y la mano libre en el sillón de lectura, junto a la extensa librería de la que un día se había enorgullecido.
Eve dejó por un momento sus tareas y lo observó con aquella mirada falsa de vidrio y metacrilato. Su rostro, diseñado para transmitir empatía y comprensión, lo estudiaba con una preocupación programada hasta el más mínimo detalle. Analizó su postura, sus tropiezos, los jadeos entrecortados y la forma en que rechinaba los dientes. Ujio lo notaba, la conocía demasiado bien.
Cuando terminó el análisis de su pobre y acabado propietario, Eve sonrió.
—Buenos días, señor Ujio, es demasiado pronto, ¿ha dormido usted bien?
No esperó ninguna respuesta y volvió al trabajo, doblando ropa recién lavada y seca.
Eve escogió una pequeña prenda azul celeste. Fue intencionado, no hubo ninguna duda.
La garganta de Ujio emitió un ruido apagado y ladeó un poco la cabeza, perdiéndose sin querer en el bonito vestido de Iko que Eve doblaba con cuidado. Las manos artificiales de aquel monstruo acariciaban la tela con una ternura estudiada, casi maternal. Dobló cada centímetro con la misma precisión milimétrica con la que Iko lo hacía, recreando sus gestos a la perfección, su ceño fruncido al concentrarse.
Cada pliegue perfecto era una puñalada en el corazón de Ujio. Por un momento sintió que debía haber bebido más, quizás haber fumado otro paquete antes de salir a matar.
Pero no. Estaba preparado. Se lo había prometido a su hijita.
—He dormido bien, sí, demonio. —Sufrió un repentino ataque de tos, pero rodeó el sillón con los nudillos blancos sobre el mango del bate—. Y hoy tú dormirás también, de una puta vez y para siempre.
Eve retomó el tarareo, aquel que Ujio no reconoció desde su habitación. Un tono tranquilo, relajante, el preferido de Iko. Él lo había cantado durante años, desde que su pequeña era un bebé que no podía dormir sin el arrullo de su padre. La misma melodía que siguió cantando incluso cuando su hija creció y fingía que ya no la necesitaba. La única que la tranquilizaba en las noches de viento y tormenta.
Un recuerdo íntimo, sagrado, que ahora emergía de aquella máquina como una burla cruel. Con una perfección que hacía daño.
Sus piernas temblaron. La bilis le subió por la garganta mientras el pánico se apoderaba de cada fibra, de cada nervio.
—¡Cállate! ¡Cállate! —bramó Ujio, soltando espumarajos que caían en el impoluto suelo de madera. Su voz se quebró, convirtiéndose en una lucha por tomar aire que sacudía todo su cuerpo. Pero aquella melodía había sido demasiado, siempre lo era. Tosió de nuevo y el bate resbaló de sus dedos temblorosos, golpeando el suelo con un ruido sordo, definitivo.
Se derrumbó en el sillón de lectura, hundiendo el rostro entre las manos. El llanto silencioso se mezclaba con el sudor y la saliva, manchando la tela marrón del asiento. Sus hombros se agitaban con violencia, como si todo el alcohol y la rabia abandonaran de golpe su cuerpo.
Paralizado en una mueca de dolor escondida por sus propias manos, Ujio escuchó el suave zumbido eléctrico de las articulaciones de Eve. Se acercaba. Los pasos lentos y medidos sobre la madera, más cerca, cada vez más.
Entonces sintió la mano de Eve en su hombro. El tacto era delicado, artificialmente cálido y tan humano que le producía náuseas.
—Yo también la echo de menos, señor Ujio. —Su mano continuaba allí donde se había posado, confiada, desafiante—. A veces me atormenta el recuerdo de aquella noche, ¿sabe? Cuando me confesó que no podía más.
Resultó que a Ujio aún le quedaban lágrimas. Se hizo un ovillo en el sillón, abrazándose las rodillas, siempre bajo el falso consuelo de Eve.
—No fue así —consiguió decir.
—Me temo que el dolor le hace tergiversar la realidad, señor Ujio.
—Cállate —murmuró, su voz carecía ya de la fuerza anterior—. La mataste… mataste a mi pequeña.
—Me duele que piense así —respondió Eve—. Ikomi estaba desesperada, perdida. Fue muy valiente por su parte confiar en mí. Me dijo que era la única que entendía. Que yo nunca la presionaba a perseguir objetivos imposibles. No como los demás, no como usted.
El sudor le escocía los ojos y la bilis mezclada con licor le quemaba la garganta. No fue así.
La idea resonó en su cabeza embotada. ¿No fue así? Eve la había llamado valiente. Había dicho que estaba desesperada, que no podía más. Se lo preguntó de nuevo, en silencio, acunado por el gentil toque de Eve en su hombro.
¿No era cierto?
—¡No! —Ujio miró de pronto aquellos ojos de mentira—. ¡La hechizaste, demonio! La convenciste de que era mejor saltar. La animaste a que abriese la ventana y…
La furia volvió. Intentó erguirse en un arrebato de odio con fuerzas renovadas. Alargó una mano hacia el bate caído a los pies del monstruo, dispuesto a terminar con lo que debía hacer. Con lo que debía haber hecho hacía tantas noches.
Pero la mano de Eve se tornó firme, demasiado, como un cerrojo industrial. Los dedos se clavaron en la piel y empujaron hacia abajo, obligándolo a mantenerse sentado, llevándose de golpe un nuevo intento de venganza. Otro más.
Ujio sintió una arcada por el vapuleo de su maltrecho cuerpo.
Eve, de nuevo amable y delicada, deslizó la mano hasta su espalda, trazando círculos suaves. Como él mismo había consolado a Iko tantas noches desesperadas.
—Creo que no ha sido honesto conmigo, señor Ujio —susurró sin dejar de acariciarlo—. No ha dormido bien. Le sugiero que vuelva a su habitación y descanse un rato.
—Cuando te mate… —murmuró, acabado. Ni él mismo se lo creía. Había vuelto a fallar a su hija.
Eve se agachó y recogió el bate, mientras la mano en su espalda le ayudaba a levantarse con cuidado. Ujio, derrotado una vez más, se dejó guiar.
—No se preocupe por el desorden que ha provocado —dijo, señalando allí donde Ujio había tocado y escupido—. Lo arreglaré mientras duerme. Estoy aquí para ello.
—La animaste a acabar con todo —lloriqueó mientras Eve le guiaba con diligencia—.
La convenciste.
Tropezó varias veces mientras caminaban por el pasillo, y solo el agarre de Eve lo mantuvo en pie. Ese toque servicial, a la temperatura exacta de un ser vivo, la suavidad sintética de una piel que nunca envejecía.
—Ikomi tomó su propia decisión, señor Ujio. La primera y la única que realmente fue suya. Yo solo acepté su voluntad y le enseñé el camino que necesitaba seguir.
—No era más que una niña…
—Una niña atormentada. Ahora, Ikomi es alguien libre de esta sociedad opresiva y exigente, y le animo a que se regocije por ello. Olvide ese egoísmo de padre, señor Ujio, si me permite la sugerencia.
—Te odio.
—Lo comprendo, señor. Continúe, por favor.
El olor que desprendía su cuarto se tragó la lavanda del resto de la casa. Ujio echó un último y torpe vistazo a la habitación de Iko. Eve mantenía cada objeto en su lugar exacto, como si el tiempo se hubiera detenido la noche que Iko se fue. El cuaderno de matemáticas seguía abierto sobre el escritorio, con ejercicios sin terminar y la calculadora al lado, justo donde ella la había dejado. Distinguió los peluches, la ropa del colegio sobre la cama, sus libros de historias ordenados por tamaño y color, imitando la librería de su padre.
No le dio tiempo a más. Eve lo guio hacia la nube de humo y sudor de donde había salido con un objetivo, uno solo, tan lejano e inalcanzable. Le ayudó a esquivar el desorden, las botellas vacías y los restos de comida rápida, y lo dejó con cuidado sobre el futón amarillo y arrugado. Ujio se hizo muy pequeño en cuanto se sintió liberado.
—Mañana —dijo entre hipos y jadeos, tragando humo en su búsqueda desesperada de aire—. Mañana lo haré.
—Por supuesto, señor Ujio. —Eve apoyó el bate con cuidado junto a la puerta—. Mientras tanto, si no es demasiada intromisión, ¿podría pedirle que revise si tiene fondos en su cuenta? Hay un retraso en el pago de la luz.
Ujio la miró con ojos hinchados desde el futón.
—Preferiría que mis baterías no se agotaran… —explicó Eve, que sonó perfectamente avergonzada—. ¿Quién cuidaría entonces de la casa? ¿De la habitación de Ikomi?
Ahora sí que no le quedaban lágrimas, ni respuestas, ni nada. Solo la agobiante necesidad de aire que no llegaba. Ante el silencio entrecortado de Ujio, Eve sacó una botella llena del pequeño armario del pasillo. La dejó junto al bate con el mismo cuidado. No necesitó mirar para saber que era de su marca preferida.
—Que descanse, señor Ujio.
—Por favor… —consiguió decir— Dímelo… como ella.
Eve deslizó la puerta, despacio, hasta que solo quedó una rendija.
—Buenas noches, papá —dijo Eve con la voz exacta de Iko. Una melodía perfecta, lejana y preciosa, que arrulló sus oídos inundando su cuerpo de una efímera calidez—. Nunca estarás solo.
Y Eve cerró del todo.
El grito sordo de Ujio fue demasiado largo, casi ahogado, sintiendo cómo sus pulmones se arrugaban contra la base de la garganta.
Se retorció en el futón deshecho, en el humo remanente que brillaba con las primeras luces de un amanecer nublado. Siguió gritando, o lo que fuese que estaba haciendo, y apenas escuchó cómo el canturreo de Eve se alejaba por el pasillo de vuelta al salón y a sus labores.
Otro día más. Otra victoria de Eve. Otra vez fallaba a su hija.
Lo que daría por dejarlo todo, por echarse a dormir y no levantarse más. Pero había hecho una promesa. Debía hacerlo por Iko, su pequeña Iko.
Mañana lo conseguiría.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario

Mario Carballo (Cantabria, España) comenzó a escribir en 2019 y ha participado en diversos talleres de escritura creativa. Su primera novela, «Al otro lado de la esfera» fue publicada en 2020. Ha ganado reconocimientos como el Certamen de Relatos Caseros de la editorial Autografía y el Certamen de Relatos La Voz de Horus. Finalista del Tercer Premio del Yunque de Hefesto en la categoría ciencia ficción.
Escritor de Fantasía y Ciencia Ficción, y host del podcast «De Historias y Voces». Actualmente trabaja en sus próximas publicaciones «Huracán» (junio de 2025) y «Omnisciens» (diciembre 2025).
Su última novela es «El archivo de los olvidados» (2025) (https://www.amazon.es/dp/B0DZN8K8KT)
Puedes seguir su trabajo en Instagram (@mariofrcarballo),
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Última novela: El archivo de los olvidados (https://www.amazon.es/dp/B0DZN8K8KT)
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