Oleg Chagylovich caminaba por la avenida, acompañado únicamente por una pegajosa humedad que se colaba por los rincones más remotos de su cuerpo. Alzó la vista al cielo, esa bóveda gris que amenazaba con verter un auténtico océano sobre su cabeza. Un cumulonimbo de tamaño continental dominaba la escena con una negrura de quince kilómetros de grosor. Oleg suspiró con estoicismo. Las tardes de Venus eran así: veinte días de diluvio continuo, una insaciable orgía líquida de mil litros de agua por metro cuadrado.
Los venusianos estaban acostumbrados al inclemente clima del planeta. Cada día equivalía a 116 terrestres: 58 días de depresiva oscuridad seguidos por 58 días de luz que se colaba por las rendijas de las ventanas y en los que era imposible dormir. Amaneceres y atardeceres aullaban al son de vientos huracanados. Pero las tardes de Venus, eso sí que superaba el límite de lo tolerable. Lluvia sin cuartel. Pisar la calle se convertía en una condena a quedar empapado y prácticamente nadie se atrevía a salir al exterior. Pero Oleg era diferente: estaba hecho de una pasta especial. Era un explorador nato y necesitaba escapar de la prisión de su casa. Por eso, durante esas tardes de veinte días, salía a las desiertas calles a respirar el aire cargado de electricidad.
Pero tras sus paseos se escondía un motivo más, algo que solo compartía en la intimidad del dormitorio, cuando él y Katya se hacían confesiones entre susurros. A Oleg le gustaba abandonarse a la soledad del cemento porque durante esos días de lluvia podía salir al exterior sin sentirse señalado. Y es que Oleg tenía una profesión que no dejaba indiferente a nadie: piloto de nave interestelar de pasajeros. Surfeaba el espacio—tiempo en un motor de curvatura, transportando personas a mil veces la velocidad de la luz.
Oleg era objeto de admiración y celos a partes iguales. Muchos lo colocaban en la selecta categoría de los grandes exploradores de la historia: Ibn Battuta, Cristóbal Colón, Yuri Gagarin o Wang Huiyin. El piloto que se aventuraba en los abismos del espacio para tejer nuevas hebras de la creciente telaraña humana.
No obstante, Oleg no se ocultaba bajo una cortina de agua para evitar las alabanzas y las envidias de sus vecinos. Ninguna de esas actitudes le incomodaba. De lo que trataba de huir era de una estridente minoría que lo consideraba cómplice de una conspiración a escala galáctica. Una turba que acusaba a la tecnología de curvatura de ser un crimen contra natura, fruto de psicópatas que jugaban a ser dioses, algo cuyos oscuros intereses obedecían a gobiernos y grandes corporaciones.
Oleg no culpaba a la gente por semejantes delirios. La tecnología de curvatura siempre había sido polémica. Y es que, las obvias ventajas de viajar más rápido que la luz, llevaban aparejado un perturbador efecto secundario: al avanzar en el espacio se retrocedía en el tiempo. Las naves llegaban a destino antes de haber salido.
Pocos comprendían de verdad las jeroglíficas ecuaciones de la relatividad cuántica que hacían que, durante el viaje superlumínico, los objetos quedaran envueltos en una burbuja que se desplazaba hacia atrás en el tiempo. No obstante, los tripulantes sabían lo necesario. Una vez al año tenían que pasar un examen que incluía cálculos de trayectoria de vuelo mediante relatividad cuántica y una endemoniada prueba en el simulador con paradojas temporales incluidas. Conocían de sobra las complejidades que se derivaban de los vuelos interestelares y estaban convencidos de que su tecnología era segura.
Su familia asumía las vicisitudes que derivaban de su trabajo. Y no eran pocas, porque Oleg llegaba a casa antes de haber salido. La cama de matrimonio era especialmente ancha, porque a veces había dos Olegs en ella. Katya trataba de no enfadarse cuando le decía algo al Oleg del futuro y luego el Oleg del presente era incapaz de recordarlo. A las niñas les encantaba cuando sus dos papás las llevaban a la escuela.
Por desgracia, el gran público no era tan comprensivo. Cada cierto tiempo saltaban polémicas, alimentadas por el desconocimiento e inflamadas por el miedo.
Uno de los casos más famosos se produjo hacía treinta años, cuando se filtró que diversos pasajeros de un vuelo Nova Terra—Nueva Argentina habían llegado heridos. Infectados por el pánico, temiendo las magulladuras que iban a sufrir, esos pasajeros se dieron a la fuga. La policía se empleó a fondo para mantener la integridad del espacio—tiempo; esos pasajeros ya habían llegado, así que había que obligarlos a subir a bordo de la nave. El lógico pero excesivo celo de la policía se tradujo en diversos heridos que, como era de esperar, llegaron magullados a Nueva Argentina, tres días antes de salir.
Lo que ya había pasado no se podía alterar. Esa era la gran lección que el gran público, daba igual cuántas veces se explicara, era incapaz de asimilar.
Los profesionales de los vuelos interestelares tenían fe en la infalibilidad de las ecuaciones salvo por una variable que no podían controlar: las personas. En el sector existía verdadero pavor a lo que podían hacer los imprevisibles ciudadanos. Un irresponsable comentario procedente del futuro podía causar una tragedia. Una holografía llena de cadáveres se convertía en una sentencia tallada en piedra.
Los diversos mundos de la Humanidad adoptaban una estrategia muy sencilla para conjurar los peligros de las paradojas temporales. Simple y brutal, consistía en aislar a los pasajeros hasta que el desfase temporal terminaba. Enmudecidos, los viajeros no podían filtrar al mundo lo que iba a suceder.
Semejante medida despertaba amplio rechazo entre la población. Muchos no entendían por qué una vez llegaban a su destino debían permanecer varios días aislados del resto del universo. Para ellos, era una flagrante violación de los Derechos Humanos. Gritaban «¡Secuestro!» y «¡Censura!» y acusaban al gobierno de estar ocultándoles información.
Para Oleg, en cambio, no había duda posible de las bondades del procedimiento. Las pocas que albergaba quedaron disipadas un año atrás, cuando experimentó una incidencia que lo convenció de la robustez del sistema. La nave que comandaba llegó a Nueva Turquía tres días antes de zarpar. Hasta aquí, todo en orden. El problema era que llegó con dos días de retraso. En el momento de la salida, Oleg se topó con la airada mirada de los pasajeros, que embarcaban en un vuelo que sabían llegaría dos días tarde. Algunos se le encararon en la misma puerta de embarque, acusando a la compañía de tener las naves en mal estado y exigiendo el reembolso del billete.
Pero era inútil enfrentarse a la ley de la causa—efecto. El vuelo ya había llegado al destino y lo había hecho con dos días de retraso. Como era de prever, eso fue exactamente lo que sucedió. A medio camino, con los ánimos cada vez más caldeados, uno de los pasajeros agredió a un miembro de la tripulación. Sangre, gritos, pánico, viajeros que saltaban por encima de los asientos. Oleg siguió el protocolo para ese tipo de emergencias: sacó la nave de la fase superlumínica, activó los robots de seguridad para que redujeran al pasajero y, solo cuando la situación quedó bajo control, activó de nuevo el motor de curvatura. Todo el proceso llevó, adivínenlo, dos días y, por supuesto, ese fue el retraso con el que llegaron a Nueva Turquía.
Incluso así, hubo pasajeros que interpusieron demandas. Sospecharon que Oleg, la compañía, los científicos o el gobierno les estaban mintiendo. Y lo peor era que ese muro de incomprensión no se limitaba a lo que sucedía en el recóndito espacio entre las estrellas sino que permeaba a la vida personal de Oleg. Para quienes vivían dominados por el miedo a los viajes interestelares, la complicidad de Oleg en el engaño no admitía perdón.
La reputación de Oleg se resentía, una mancha que siempre estaba allí, hiciera lo que hiciera. Para el resto del mundo, su mera presencia en un lugar se convertía en una anomalía. Sus vecinos, familiares y amigos lo miraban con recelo. Cada vez que lo veían, se preguntaban si estaban viendo el Oleg del presente o una versión que procedía del futuro. Era ese Oleg del mañana, esa adulteración de la naturaleza, lo que alimentaba las sospechas de la plebe; pensaban que Oleg, oráculo del futuro, escondía asuntos turbios, que no les explicaba toda la verdad.
En una ocasión, un vecino lo acusó de no advertirle que su hijo se iba a romper el brazo. Oleg no quiso rebatirlo, ni siquiera cuando su vecino interpretó el silencio como prueba de su culpabilidad. No merecía la pena perder el tiempo explicándole que, de haberlo avisado, el niño se hubiera partido el brazo igualmente. Lo que ya había pasado no se podía alterar.
Oleg no tenía estómago para soportar esas miradas acusadoras, un día sí y otro también. Prefería aprovechar esos días de lluvia para perderse de la vista del mundo, oculto bajo un manto de agua purificadora. Allí se sentía a salvo de los exabruptos de sus conciudadanos.
Tenía absoluta confianza en la tecnología. Respaldado por las ecuaciones, se sentía seguro. Pero sabía que no podía esperar tanto de la mediocridad de la población. Por eso, cuando husmeaba qué decía el ansible sobre el tema, se temía lo peor. Y, en efecto, las noticias siempre destacaban alguna nave averiada, una asociación de ciudadanos «por la verdad» o las demagógicas declaraciones de un político. Todo magnificado por los medios, ávidos de carnaza.
Nada hacía pensar que esa jornada fuera a ser diferente. Noticias de escaso calado, que solo interesaban a los aficionados al mundillo de los vuelos interestelares y a los defensores de extravagantes teorías de conspiración. Aquel día, el tema en boga era el retraso del vuelo SSVETCNN04. La nave debía haber llegado a Nueva Nigeria cuatro días atrás pero seguía sin dar señales de vida. Oleg seguía el retraso con creciente interés. Unas horas, incluso uno o dos días, eran habituales, pero cuatro días empezaban a resultar preocupantes.
Oleg recibió un aviso en su implante. Grandes titulares, música estridente. Por fin, el vuelo SSVETCNN04 había aparecido. Pero la noticia, lejos de templar las mentes, hizo sonar todas las alarmas. Algo no iba bien. Lo imposible, la pesadilla que todos temían, se había vuelto realidad.
«Hay novedades del vuelo SSVETCNN04. La nave debía haber llegado a Nueva Nigeria hacía cuatro días y llevaba desaparecida desde entonces. El Consorcio de Tráfico Interestelar informa que ha captado la baliza del buque durante un minuto y diez segundos. Las coordenadas indican que estaba emitiendo desde el interior de una gigante roja. Así mismo, se ha recibido un mensaje de socorro procedente del buque, en el que se informaba que había doscientos veinte pasajeros a bordo y que los sistemas estaban fallando debido a las extremas condiciones reinantes en el interior de la estrella. Al cabo de cuarenta segundos, la transmisión se cortó. Por el momento, se desconocen los motivos que llevaron a la nave a desviarse de la ruta y penetrar en la estrella. Dada la naturaleza del accidente, las autoridades no esperan hallar supervivientes.»
Oleg se detuvo, una estatua en medio de la lluvia. Esa tragedia era lo que tanto temían los profesionales de los vuelos interestelares. Siempre habían sido sospechosos para los suspicaces ojos de la opinión pública. La propia insistencia en que los viajes superlumínicos eran seguros era, para la ciudadanía, la prueba más elocuente de que eran peligrosos. Ahora toda la Humanidad veía sus sospechas confirmadas en el riguroso directo de los noticiarios: doscientos veinte pasajeros abrasados en el interior de una estrella. Los ciudadanos iban a oler la sangre y abalanzarse sobre ellos. Y, lo peor de todo, ahora doscientos veinte inocentes tenían que embarcar en un vuelo que los conduciría a la muerte. Lo que ya había pasado no se podía alterar.
Pero había algo más, un temor que se agarró a las entrañas de Oleg. Ni siquiera con toda su sangre fría y su formación pudo evitar un estremecimiento. Su hija Lena tenía las maletas hechas para su viaje de fin de curso, un vuelo que zarpaba pasado mañana, en dirección precisamente a Nueva Nigeria. Oleg conocía perfectamente todas las rutas que salían o llegaban a Venus pero, incapaz de creer lo que acababa de ver, con manos trémulas, comprobó el número de vuelo que debía tomar Lena: SSVETCNN04. El mismo que acababa de zambullirse en el ardiente corazón de una estrella.
Recibió una llamada de Katya. La IA de su esposa había cotejado las noticias de su interés y la había avisado de que su hija había muerto. Para eso estaban esas malditas chivatas. Oleg hubiera preferido que se enterara por él, hubiera podido explicarle que todo estaba bien, que no pasaba nada, que no hiciera caso de los titulares sensacionalistas de los medios. Pero era demasiado tarde para Katya, que lloraba desgarrada ante una noticia que era incapaz de entender.
Su hija tenía un billete para la muerte. Eso era lo único que Katya comprendía.
—¡Me dijiste que era imposible!
—Escucha, cariño…
—¡Doscientos veinte muertos!
—Tranquila, todo está bien.
Oleg recibió una nueva llamada en su implante. Era su hija Lena. Imaginó que no se lo habría tomado bien. No todos los días se recibía la noticia de que a uno le quedaban 48 horas de vida. En cuanto descolgó, los gritos desesperados de su pequeña le encogieron el corazón.
No podía hacer nada por aquel infortunado vuelo que se acababa de convertir en polvo incandescente. Eso lo dejaba en manos de las autoridades. Lo único que podía hacer era volver sobre sus pasos. Tenía una familia que consolar.
La estación Gavan Venery orbitaba el planeta con mayestática elegancia. Su anillo de cuatro kilómetros de radio observaba Venus desde la distancia. Racimos de naves colgaban de sus rebosantes muelles, listos a saciar el apetito de los humanos por las mercancías exóticas o los viajes de placer. Un enjambre de buques partía o llegaba de los múltiples destinos de la galaxia con los dorados rayos del sol reflejándose en sus plateados lomos. Para la estación, aquel era un día como cualquier otro y no entendía el revuelo que se había formado en su interior.
Dentro de la estación, la situación era completamente diferente. Estaba más abarrotada que nunca. No se trataba de la habitual marabunta de pasajeros, prisas y empujones. En aquella ocasión abundaban curiosos y periodistas, impulsados por la mórbida fascinación que despertaba una nave con una fatal cita con el destino.
Oleg estaba allí, con su familia. Todos afectados por lo que estaba a punto de suceder. Él había pasado la noche maldiciendo esa tecnología que lo había traicionado. Sin dormir, dominado por las pesadillas, Oleg era una sombra de hombre que encaraba su sino anestesiado. Caminaba, respiraba, pero su mente había desconectado de un mundo que se le hacía irreal.
Su esposa Katya trataba de mantener la compostura. Contenía las lágrimas con un aplomo sobrenatural y una fe inquebrantable en las promesas de su marido. Su hija pequeña, Tatiana, aferraba un oso de peluche, confiando en que el aterciopelado muñeco suavizara sus miedos.
Pero ninguno de ellos tenía que afrontar la ordalía de su querida Lena. Su despechada insolencia adolescente se vino abajo. La vida huyó de su rostro, convirtiéndolo en una máscara mortuoria blanca y sudorosa. Sus piernas, una temblorosa gelatina incapaz de sostener el peso que había caído sobre ella. Pero, tras dos días en rebeldía contra el mundo, había aceptado la derrota frente al inexorable transcurrir del tiempo.
Nerviosa, Lena comprobaba una y otra vez el código de su tarjeta de embarque. La realidad la golpeaba una y otra vez con la misma respuesta: SSVETCNN04, la nave que esperaba en el muelle 78 con las fauces abiertas. Ese ataúd volador dispuesto a devorarla a ella y al resto de los viajeros, sacrificados en pos del progreso.
SSVETCNN04. La nave había emitido un mensaje de socorro, doscientas veinte almas habían alzado la voz para apagarse para siempre.
Oleg también clavó su mirada en ese objeto que desafiaba la imposibilidad. Dos días atrás, ese mismo buque se había salido de su ruta y se había deshecho en las infernales entrañas de una gigante roja, pero que allí estaba, luciendo esas estilizadas curvas que le permitían domar el espacio—tiempo. El navío esperaba la fatalidad en el muelle 78, un atracadero solitario, repleto de anónimos transportes de carga, acompañado únicamente por las estridentes luces de la policía, que tenía acordonada la zona para evitar que se llenara de curiosos o, peor aún, manifestantes.
Oleg y su hija se hubieran quedado allí, mirando desde la seguridad de la distancia ese vuelo con destino a la muerte, de no haber sido por los altavoces del astropuerto.
—Pasajeros del vuelo SSVETCNN04A con destino a Nueva Nigeria, el embarque se realizará por la puerta 36 —avisaron.
Oleg puso una mano sobre el hombro de su hija.
—Será mejor que te muevas o perderás la nave.
—¿Es realmente necesario? —preguntó cabizbaja.
—Lo que ya ha pasado no se puede alterar —le recordó Oleg—. Sabes que ya has subido a ese vuelo.
Lena se arrastró con desgana, seguida obedientemente por su maleta, rumbo a la nave que debía llevarla a Nueva Nigeria.
Caminaron y caminaron, cada paso los acercaba al muelle 36 y los alejaba del fatídico muelle 78. Llegaron a una estirada línea en la que, obedientemente, los pasajeros esperaban para embarcar. Una congregación que aguardaba su cita con el destino en esa reluciente bala de última tecnología. Nerviosismo en los rostros, tensión que se aliviaba con cháchara insustancial. Las conversaciones giraban invariablemente en torno a las excepcionales circunstancias del viaje. Todos comentaban cómo se habían enterado de que su vuelo iba a terminar, digamos, ligeramente chamuscado. Todos habían pasado el embarazoso trámite de aclararles a sus amigos y familiares que no, no habían muerto. Todos habían recibido una atribulada llamada de la compañía para informarles de que su vuelo SSVETCNN04 se había cancelado y eran reasignados al SSVETCNN04A. Una letra que constituía la sutil diferencia entre la vida y la muerte.
Mientras esperaban, llegó una ola de aliviado entusiasmo. En el otro extremo del kilométrico anillo que formaba la estación, un ángel metálico empezó a moverse contra la negrura del espacio. El vuelo SSVETCNN04 acababa de desacoplarse del muelle 78 para no volver nunca más. En breve sería cenizas de estrella. A bordo, ningún pasajero.
—Me cuesta creer que la compañía acepte deshacerse de un buque así como así —dijo Lena, con la mirada clavada al frente.
—No pueden evitarlo. El mensaje de socorro se emitió desde el interior de la estrella, así que el buque quedó destruido hace dos días. Lo que ya ha pasado no se puede alterar —le recordó Oleg con un abrazo paternal.
—¿Y qué hay de los pasajeros? Se recibió un mensaje en el que la comandante decía que había doscientos veinte pasajeros —alegó Lena, volviéndose hacia a su padre con vigor recuperado.
—Eso decía, sí. Y eso dirá. No hay ninguna ley de la física que prohíba emitir mensajes pregrabados, ni tampoco mentir.
—O sea, que la tecnología de los motores de curvatura es segura porque nos mentís continuamente. No es que inspire mucha confianza —soltó Lena, recuperando su desafiante mirada adolescente.
—El control de la información es fundamental, sí —admitió Oleg a su enfurruñada hija—. Pero no es la principal razón por la que en toda la galaxia no haya habido ningún accidente mortal en cien años. ¿Sabes cuál es el verdadero motivo que hace que los viajes superlumínicos sean tan seguros?
—Porque nadie es tan idiota de subir a una nave si sabe que va a morir por ello —respondió Lena.
La respuesta de Lena produjo una sonrisa de orgullo en el rostro de Oleg.
—Exacto. Y ahora sube a bordo y disfruta de tus vacaciones. El vuelo llegó ayer. Lo que ya ha pasado no se puede alterar.
Relato no nominable al II Premio Yunque Literario
Pedro Pablo Enguita Sarvisé nació en Barcelona en 1975, si bien no recuerda gran cosa del evento y cree que la mayor parte del mérito no fue suyo. Luego se licenció en Físicas para hacerse el interesante, en lugar de cultivar saberes más prácticos como la alineación del Barça o la diferencia entre los pantalones corsarios y bermudas. Trabaja como informático o al menos eso le han dicho. De momento ha publicado 19 cuentos en múltiples medios y una antología llamada “Los pintores de estrellas verdes”. También tiene escritas cuatro novelas, que amenaza con publicar algún día.
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Leí hace poco la novela «La anomalía» de Hervé Le Tellier, con una temática similar aunque en un espacio -tiempo distinto, y un desarrollo también distinto.
Hay cosas que parecen no cambiar nunca, se retrate en la época que sea, el ser humano es desconfiado y mentiroso; las mentiras siguen poblando cualquier mundo, cualquier galaxia, en cualquier año de su existencia.
Me ha parecido buenísimo.
¡Enhorabuena!