Acabas de despertar y ya tienes ese dolor de cabeza que te hace pensar que han rellenado con brea ardiente los huecos de tu cerebro yermo de pensamientos cabales. Es un padecimiento pulsátil que tamborea tus sienes y te recuerda, al igual que la impresión de estar respirando fuego —hasta tal extremo tus pulmones se han descompuesto— que hace solo dos meses que terminó el mundo tal y como un día lo concibieran tus congéneres. Te recuerda también que el eco de tu contorno dibujado en el espejo fragmentado que hay en la planta baja de tu inhóspita guarida es el último vestigio de ser humano que puedes recordar y que tu voz es postrer reverbero entre las paredes que un día conformaron tu morada.
Tu única compañía es una jauría de perros callejeros que, despojados de pelaje por la radiación, lucen cuerpos estragados y pieles cubiertas de pústulas. Asalvajados, conscientes de que los de tu especie se han convertido en el último eslabón de la cadena trófica, te acechan cuando es noche cerrada y te muestran, entre descarnadas y abiertas fauces, colmillos bañados con la sangre de tus vecinos.
Oculta en el sótano a la espera de que cesen los efectos de la deflagración, escuchas carreras desesperadas, gritos, golpes, crujidos. Cuando te aventuras a abandonar tu improvisado búnker encuentras desmembrados, desfigurados, ahogados en charcos de entrañas destrozadas, a los incautos que buscan comida, agua o combustible antes de que caiga la tarde. Pero hace días que solo hay silencio y no encuentras pedazos de carne fresca sobre los adoquines, solo restos en descomposición en los que han anidado las moscas. Ahora estás sola en el pueblo. Quizás en el mundo entero. De dueños del universo a pasto de alimañas, más entrenadas para la caza y la supervivencia que tu raza de seres debilitados.
Tienes sed.
Has descubierto que hay una charca de riego en lo que fuera la finca de los García. Temes que esté igual de contaminada que el aire que respiras y que la que extraes de otro pozo a dos kilómetros de tu casa. Pero en el fondo de la balsa que hasta ahora te prestaba servicio no queda más que fango verdoso y no quieres morir envenenada aunque ya te sepas muerta.
Tienes hambre.
Añoras el sabor de la leche, de la fruta, del pan recién hecho. Ahora solo comes insectos. Varias veces al día te reconforta la forma en que las cucarachas se aferran a su existencia. Sacias los rugidos de tu estómago chupando piedras mientras racionas las latas de conserva que lograste almacenar antes de que el único supermercado del pueblo se quedase sin existencias.
Te haces con una cazadora, te abrigas y sales a ese exterior desierto.
A tu paso solo hay tierra yerma y quemada, casas en ruinas, calles abandonadas por cuyas grietas no asoman hierbas, solo huesos de los que un día fueran tus semejantes. Todavía hace mucho frío. Cosas del invierno nuclear. La temperatura se ha estancado en unos espantosos diez grados. Sabes que cuando pase, los gases tóxicos habrán dejado como regalo a tu mundo deshabitado un tremebundo agujero en la capa de ozono capaz de provocarte un cáncer de piel, que el sol será tan intenso que un desprendimiento de córneas te llevaría a la ceguera. Pero te da igual. Cuando eso suceda, ya no estarás.
Caminas por una calleja desierta, entre esqueletos arbóreos calcinados. Hasta que adviertes con pavura que hay movimiento en la que fuera casa de Emiliano y Maria Antonia, los padres de Samuel, el amor de tu vida. Aquel al que estuviste ligada diez años. Una bomba de cien megatones caída a otros tantos kilómetros ha amputado de tu existencia a tus amigos y familiares, te han extirpado la propia vida, pero no han logrado llevarse las emociones que aún recorren tu cuerpo al evocar su voz, sus ojos, sus caricias. Si es por razón de tu soledad o porque en verdad nunca dejaste de quererlo, lo ignoras. Pero en este momento, sola en un mundo en ruinas, su recuerdo te conmueve.
Reparas otra vez en el ajetreo y disciernes, perpleja, una silueta humana. Has pasado todo este tiempo a doscientos metros de la que fuera el hogar de la familia de Samuel y jamás habías advertido señal de vida, ni en el jardín ennegrecido, ni en las habitaciones expuestas de la planta superior después del desplome del tejado, ni en las de la inferior, casi intacta, cuyas ventanas hace tiempo que perdieron sus cierres y cristales y ahora lucen tapiadas con tablones.
Intuyes que sufres una alucinación, que son las bestias que han encontrado presa a medio día ignorando esa regla no escrita que dotaba de cierta regularidad y seguridad a tus salidas diurnas. Te acercas sin miedo —sabes que ya estás muerta, lo mismo te da que tu carne se descomponga por culpa de todas esas materias radiactivas que respiras, comes y bebes, que entre las fauces de unos animales a los que al menos asegurarás una efímera supervivencia más allá de ti— y golpeas insistentemente la puerta. Para tu sorpresa se acercan unos pasos que identificas. El sobresalto es aún mayor cuando el propio Samuel abre la puerta. Estás tentada de echarte en sus brazos. Te frenas al advertir que su intención no es otra que cerrar y dejarte al otro lado. Escuchas entonces el ronroneo, el rugido, el aullido finalmente. Hay un perro tras de ti. Miras suplicante a Samuel. Duda. Sí, duda. Le arrancaste el corazón, el dolor que le causaste no lo merecía, pero, quién merece, al fin y al cabo, el dolor.
Te deja pasar.
La bestia se estrella contra la puerta y, de súbito, te encuentras en la seguridad de otro hogar que no es el tuyo, ante el hombre al que rompiste en pedazos.
El primer día él no te habla. Se limita a señalar con los ojos un sofá raído en el que parece que se ha habituado a dormir. Sobre él hay una manta mugrienta, alrededor, una marea de latas de comida en conserva vacías. Huele a rancio, a sucio. Él tiene la piel plagada de llagas en carne viva, un mínimo hilito de sangre brota constantemente de su nariz. Está tan muerto como tú.
Esa noche debes dormir en ese sillón, pues no puedes regresar a tu casa. Las alimañas os han rodeado. Ahora son conscientes de que la dos últimas presas están atrapadas y se disponen a acecharlas. Sus ladridos y aullidos os atormentan. Pero, ni siquiera en esa situación extrema Samuel quiere a mirarte a los ojos. Nunca te has sentido tan sola estando acompañada. Preferías el aislamiento en tu guarida al otro lado del pueblo que un silencio tan doliente.
Las bestias no tienen intención de abandonar sus posiciones.
Están tan hambrientas como empezáis a estar vosotros.
Samuel siempre fue un hombre precavido: cuando se invitó a la población a aprovisionarse ante la previsible lluvia de bombas de hidrógeno sobre las principales capitales, él se apostó ante el colmado de vuestro pueblo y acumuló latas de conserva para sobrevivir no menos de tres meses sin salir de casa. Pero solo. En sus cálculos, como es natural, no había contado con otra boca.
La comida comienza a escasear.
Las bestias han abandonado sus puestos de observación y cada noche golpean las puertas y ventanas de la casa de Samuel hasta destrozarse los hocicos. El roce de sus garras contra maderas y metales es un enloquecedor recordatorio de que vuestra resistencia toca a tu fin.
Tú te sientes más desdichada que cuando te sabías abandonada al destino en tu refugio. No hay reproches, tampoco palabras, ya ni siquiera miradas. No es que te odie. Es que ha aprendido a ignorarte.
El agua se acaba.
Estás sola.
Estás muerta.
Abres la puerta y contemplas la luz del atardecer helador. A pesar de que la pálida y vaga luz nuclear le da un aspecto plúmbeo y desvaído a lo que un día fue tu pueblo, tu hogar, el amparo de tu familia y tus seres más queridos, no puedes evitar emocionarte. Das dos pasos más. Te sientes un pedazo de carne. En verdad lo eres. Cierras los ojos. El primer golpe lo percibes como un tanteo. El segundo es más violento. El tercero es una dentellada que te arranca parte del muslo derecho. Escuchas por fin la voz de Samuel mientras te abren en canal. Él te grita que te quiere. O algo así. La segunda mordedura anida en tu garganta. Comprendes que nunca has dejado de amar a Samuel mientras todo se vuelve negro.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Esther Cabrera (Madrid, 1978) es licenciada en Derecho y experta universitaria en Criminología. Sus relatos han logrado el reconocimiento en diversos certámenes. Los más recientes un accésit en los Premios Gandalf de Relato Corto convocados por la Sociedad Tolkien Española en 2021 y el primer premio en los Bilbo de Microrrelato 2022. Ha colaborado con el proyecto de literatura cooperativa «El hilo de la historia» y participado en el concurso internacional de microrrelatos «Microatardeceres» convocado por Diversidad Literaria (texto seleccionado para formar parte de antología). Actualmente está inmersa en la promoción de su última novela, El crimen de Santa Olga, y colabora como redactora en el blog literario Espiademonios.
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