
Recuerdo un día gris en que el frío y la humedad se aferraban a los huesos con insistencia, un día típico de invierno en cualquier ciudad del norte. La lluvia se deslizaba en grandes goterones por los cristales del autobús que nos llevaba desde nuestro barrio industrial del extrarradio hasta el centro urbano. Apenas se veía gente por las calles y hasta las gaviotas de la ría parecían haber desaparecido, quizá escondidas, esperando una mejoría del clima que en ese momento parecía lejana. Aunque el día era laborable, no había clases y mi madre tenía que ocuparse de mí durante su jornada laboral. Trabajaba limpiando y cocinando en casa de un hombre de mediana edad, dedicado a su propio negocio de administración de fincas y a la gestión de las rentas de la herencia familiar. Su abuelo había sido un indiano que amasó una pequeña fortuna en América que luego supo invertir con acierto al regresar al viejo continente. Es curioso como algo tan azaroso como la familia en la que se nace puede marcar el destino de una persona y condicionar su vida hasta el punto de hacer de esta un lecho de rosas o un camino lleno de obstáculos y penurias. Hubo también en mi familia algunos emigrados, pero en lugar de enriquecerse haciendo las Américas, desaparecieron (o bien los hicieron desaparecer, según algunas especulaciones familiares) sin apenas dejar más rastro que alguna breve carta.
El piso donde vivía aquel hombre rondaría los cien años de antigüedad y se ubicaba en la planta principal de un envejecido edificio señorial al que rodeaban algunas tiendas de alimentación, un par de cafés clásicos y un teatro. En frente, los jardines de una plaza daban acceso a la habitualmente bulliciosa avenida principal de la ciudad. Había estado en aquella vivienda varias veces y siempre me resultaba fascinante su aire decadente, la penumbra de los infinitos pasillos y la decoración clásica y elegante. Se respiraba un ambiente casi mágico, como si la casa estuviera habitada por alguna criatura fantástica a punto de asomarse por cualquier rincón, en lugar de ser el hogar de un solterón burgués.
Solía jugar en una de las habitaciones con los juguetes que tenía guardados para la ocasión cuando iban sus sobrinos de visita. Mi preferido era un scalextric de pista ovalada en la que hacía competir a dos coches, uno de color rojo y otro azul metalizado. Pero mi estancia preferida era, sin duda, la más cercana a la entrada, que hacía las veces de salón y de despacho. Había allí algunos elementos que excitaban poderosamente mi curiosidad: un tocadiscos, unas cuartillas de papel con la marca de agua de un perro a la carrera y una pluma estilográfica. En una de las paredes, una biblioteca repleta de aburridísimos libros sobre economía y política ocultaba un libro ilustrado sobre el mundo de los gnomos, que yo repasaba con fruición cada vez que iba por aquel piso.
Pero lo más interesante se encontraba en el aparador: una extensa colección de películas de video de todos los géneros posibles. Las había de acción, dramas clásicos, históricas, westerns, comedias… El reproductor estaba en otro salón, que servía además de comedor. La televisión era a color y me parecía enorme en comparación con la vieja televisión en blanco y negro que teníamos en nuestra casa. Allí vi por primera vez a King Kong encaramarse a lo más alto del Empire State, me reí con el andar torpe de Charlot y las ocurrencias de los hermanos Marx, aprendí que se debe de luchar contra las injusticias y por lo que amamos como Robin Hood e Ivanhoe; y soñé con poder vivir en la selva y entender el lenguaje de los animales como Mowgli y Tarzán. Algunas de aquellas películas las pude llegar a ver al menos una docena de veces, hasta el punto de saberme los diálogos de memoria y sin llegar a cansarme nunca.
Tendría poco más de ocho años y ya entonces me pasaba las horas leyendo todos los cuentos o comic que pudieran caer en mis manos. Ese día mi madre decidió llevarme a una librería para encontrar una lectura que me tuviera entretenido algo más de tiempo. El dependiente nos hizo algunas recomendaciones y yo me decidí por un libro con una cubierta de color verde, en la que destacaba una ilustración con unas montañas cruzadas por un rayo. Las primeras páginas de aquella historia me parecieron algo de lo más extraño. No se parecía a nada de lo que hubiera leído antes, pero el librero me había prometido una historia de aventuras con un dragón y un tesoro y, poco a poco, me fui sumergiendo en la lectura, hasta el punto de no querer parar por nada del mundo antes de terminarlo. Entonces no podía saberlo, pero estaba disfrutando de una de las primeras ediciones en castellano de El Hobbit. Aquel día gris y desapacible acabó por transformarse en un recuerdo luminoso. Aún conservo en la biblioteca familiar aquella edición de El Hobbit, junto a otros como la Historia Interminable o las Crónicas de Narnia, a la espera del momento adecuado para animar a mis hijas a su lectura. Quizá algún día lluvioso de invierno…
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario

Alberto de Prado es el creador de la ya mítica web Espiademonios. Redactor de esta web, nos desvela Desde la Guarida, los secretos ocultos detrás de las grandes obras de la literatura fantástica y el cine.
Desde la guarida (@espiademonios) • Fotos y videos de Instagram
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