La mañana despertó asfixiada por un cielo de color gris ceniza. Olga lo hizo poco antes de las seis, cuando la poca luz primaveral empezaba a colarse por entre las cortinas. Recordaba el día en que colocó aquellas cortinas. Y la indignación mal disimulada de la casera en la siguiente visita.
Víctor dormía a los pies de la cama, como de costumbre. Al salir de la habitación lo vio revolverse en sueños. Ella sonrió. La última visita al veterinario había puesto fin al temido insomnio: se acabaron las noches de aullidos y arañazos en el suelo que despertaban las amenazas directas de Concha, tanto o más que al resto del bloque (“¡Ni un mes más, señorita! Una sola queja más de los vecinos, ¡y a la calle!”). La medicación costaba una tercera parte del salario de Olga, pero Víctor lo compensaba tomándosela sin rechistar. Por suerte, tan solo faltaba una semana para completar el tratamiento. Una sola semana más de aquellas piedrecitas de color verde para Víctor, una sola semana más de arroz y pasta para Olga. A los dos les vendría bien.
Cuando Olga salió a la calle antes de las siete, las nubes habían pasado del gris premonitorio a la agresividad sin paliativos del negro. El paraguas dormía en la bolsa de algodón serigrafiado, entre la fiambrera y la botella de agua. Esperaba no tener que usarlo y, sobre todo, no mojarse los pies. El alquiler se mantenía estable, pero el sueldo también, así que no podría permitirse zapatos en un par de meses. Se consolaba pensando que ocupaba un puesto tranquilo y le pagaban bien. Eso y que el viaje en metro la resguardaría de la lluvia durante un rato.
El primer mensaje llegó a las dos de la tarde, justo cuando abría la fiambrera. La vibración resonó en el silencio de la sala; rebotó en el microondas, en las sillas y en el diminuto frigorífico de los empleados. Olga tecleó la contraseña mientras sonaba el segundo tono de mensaje.
“Hola, guapa. ¿Vienes a hacerme compañía?”.
Su traductora favorita. Quién si no.
“Estoy comiendo en la oficina, Pao”.
Una carita triste.
“Otro día será”, añadió Olga. “¿Qué tal el curro?”
Grabando audio.
—Buf, más contratos, tía. —La voz de Paola, musical y llena de vida, voló por la habitación como una bandada de pajarillos—. Me queda la mitad, pero estoy que no puedo. Me tienen frita. Y encima va Soco y me dice que si me puede pasar un encargo de un pez de los gordos, pero gordísimo, y cómo le iba a decir que no, que de verdad, que el boca a boca es brutal… Y estoy que no puedo, Olga, te lo juro. ¿Y tú qué tal?
“Como siempre”, escribió Olga. “Hoy me quedo hasta las ocho”.
“Tengo llave de tu casa. ¿Te caliento la cama?”.
Olga se mordió el labio inferior.
“Voy a llegar muerta”.
“Nada que tu amiga con derecho a roce no pueda solucionar”.
Una música más que familiar ahogó la risa de Olga. Por un momento pensó que la llamaba Paola; la sonrisa se le borró al comprobar que se equivocaba. Nueve números blancos brillaban contra el negro azulado de la pantalla. Una combinación que recordaba, por más que la hubiera borrado de la lista de contactos el mismo día en que puso un pie en aquella ciudad, apenas una chica asustada con un perro por único amigo. Tomó aliento y descolgó.
Una voz quebrada sollozó su nombre al otro lado:
—Olga…
¿Cuánto hacía de la última conversación? ¿Tres años ya? Recordaba los gritos, los llantos, el corazón encogido de dolor. La maleta hecha con prisas, el frío abrazo de la noche.
—Olga… —repitió la voz—. ¿Estás ahí?
—Mamá.
Su madre contuvo un grito.
—Olga… –comenzó. Paró. Olga esperó en silencio. Parecía que a su madre le costara elegir las palabras. Se la imaginó retorciéndose la ropa, como hacía cuando se ponía nerviosa. Como hacía aquella última noche mientras le gritaba–. Tu… tu padre ha tenido un infarto. –A Olga se le cortó la respiración. No. Su padre no. Su padre no–. Está en la UCI, pero no… no saben cuánto… –Las lágrimas cortaron la frase–. No hace más que llamarte: “¿Dónde está mi hija?”, “Mi hija, mi hija”. –Hizo una pausa. Olga no pudo responder: se le había hecho un nudo en la garganta–. Sé que no fuimos justos, que no te entendimos. No supimos entenderte. Pensamos que se te pasaría, que… Olga, ¡nos da igual! ¡Nos da igual que seas un hombre o una mujer o lo que seas, de verdad! Somos tus padres y te queremos, ¡y con eso nos basta! No ha pasado un solo día en que no pensáramos en ti. Eres todo lo que tenemos. Por favor, Olga, por favor… Tu padre…
Su madre rompió a llorar al otro lado de la línea. A Olga se le había acelerado el pulso. Recordaba a su padre gritándole aquella última noche, jurándole que no volvería a dirigirle la palabra. Pero también la forma en arrugaba la nariz cuando reía a carcajadas, los momentos juntos que nunca duraban lo suficiente, los besos de buenas noches, la calidez de los abrazos, la luz de aquellos ojos cansados. La luz que se apagaba a cientos de kilómetros de distancia.
—Salgo ahora mismo para allá –habló sin apenas pensarlo, movida por la emoción muy por encima de la lógica–. Te llamaré cuando vaya de camino. Dile que voy, mamá.
Su madre asintió entre sollozos.
—Te quiero, hija, te quiero.
—Y yo a ti, mamá.
Olga cerró la fiambrera de arroz sin tocar mientras llamaba por teléfono a Paola.
—A mi padre le ha dado un infarto –empezó antes de que su amiga pudiera hablar. Se colgó la bolsa de tela y salió a toda prisa de la habitación–. Tengo que ir. Necesito que cuides de Víctor hasta que vuelva. Serán solo unos días. Cuando vaya en el tren te lo explico mejor.
—Sí, sin problema. ¿Estás bien?
—No –admitió–. Luego hablamos, tengo que avisar al jefe.
—Sí, claro. Para lo que sea, Olga. Lo sabes.
—Gracias.
Poco más de una hora después, Olga se dejaba caer en un asiento de tren. Temblaba de pies a cabeza y el corazón le martilleaba en el pecho. Conforme el tren se ponía en marcha visualizó a su padre agonizando en una cama de hospital: la frente perlada de sudor, las mejillas arrugadas, el pelo canoso. Lo imaginó llamándola, tal y como había repetido su madre: “Mi hija, mi hija”. El traqueteo aumentó de volumen. Le pareció la voz de su padre, que la llamaba en la distancia. “Mi hija, mi hija”. Olga apoyó la cabeza en la ventana. Le pesaban los párpados. “Mi hija, mi hija”.
Se había dormido antes de salir de la ciudad.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Margarita Regalado nace en Sevilla en 1996. Inicia su trayectoria literaria
pública en la segunda mitad de la temporada 2017/2018 de Poetry Slam Sevilla.
Publica su primer poemario, “Cuando das el salto”, en 2021. En 2022, su obra de
teatro “Cicatrices doradas” gana en la categoría “Otros formatos” del III Certamen
literario de FELGTBI+. Ha desarrollado dos novelas visuales en español: “Bajo las
estrellas” y “últimamente”, disponibles en itch.io. Publica dos veces a la semana en la
cuenta de Instagram @margaritaregaladopoeta y la página de Facebook “Margarita
Regalado, poeta”.
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Hola,
hoy encontré con algo especial, ese algo inexplicable que sucede cuando lees palabras bien escritas. No importan los personajes, la trama o la ambientación, solo importan las palabras.
Un estilo narrativo que me envolvió desde las primeras líneas, un gusto haber descubierto a esta ESCRITORA.
Gracias #yunqueliterario#