La bodega
Hace mucho que dejó de oler a vino en la bodega. El edificio se encuentra en las afueras, en un terreno desolado y sin vida. El interior, vagamente iluminado por una bombilla desnuda que cuelga del techo, está lleno de aparatos inservibles, viejos recortes de periódico y chatarra electrónica.
Mi tesoro más preciado descansa en un cajón cerrado con llave. Es un reproductor de casete de los años ochenta que rescaté hace algún tiempo de una montaña de basura y que he cuidado minuciosamente desde entonces.
Me siento en la mecedora, me pongo los auriculares y presiono el “play”. La música que penetra en mis oídos es antigua y suena algo distorsionada. La voz del cantante es profunda y melancólica al mismo tiempo, como si quisiera consolar a alguien que está sufriendo. Cierro los ojos y me dejo llevar por su melodía. Recuerdos borrosos inundan mi mente y la mirada de Rita desaparece como una estrella fugaz mientras bailamos durante una tarde de verano.
El trabajo
Me gano la vida recogiendo chatarra en los suburbios, hurgando en vertederos y contenedores en busca de cualquier cosa que pueda vender o reparar. Es un trabajo duro, sucio y mal pagado, pero no hay muchas opciones para alguien que vive fuera del sistema.
Paso los días deambulando por una ciudad que ya no reconozco. Desde que todo sucumbió a la tecnología, se ha convertido en un lugar extraño. Las calles están llenas de luces de neón, hologramas publicitarios y pantallas que muestran información las veinticuatro horas del día. Los vehículos voladores pasan sobre mi cabeza, los androides realizan tareas cotidianas y todos están conectados a la red gracias al microchip neuronal. Yo hace muchos años que lo extirpé de mi cabeza con tal de no sentirme perseguido y observado. El precio ha sido muy alto, pero no puedo acostumbrarme a un mundo en el que la tecnología avanza a un ritmo que la propia sociedad no puede seguir. Me siento encerrado en un presente del que no puedo formar parte.
El casete
A punto de terminar una larga jornada de trabajo en un descampado, encuentro una solitaria bolsa tirada junto a una verja. Rebusco en el interior y el plástico amarillento de una cinta de casete llama mi atención. A primera vista parece estropeada, aun así, hay algo que me hace guardarla en el bolsillo de mi chaqueta.
La primera cosa que hago al llegar a la bodega es abrirla con cuidado. Limpio los cabezales, sustituyo algunas piezas y coloco la película magnética en su lugar. La monto de nuevo y la introduzco en el reproductor con la esperanza de que funcione.
Lo que oigo me deja sin aliento. Es una voz femenina que me embriaga cantando sobre recuerdos extintos y un amor que nunca volverá. No puedo dejar de escucharla, de alguna manera que no entiendo me siento conectado a ella. Es una música que me reconforta y me hace creer que mi único refugio se encuentra en el pasado.
El Club 33
Desde que encontré la cinta, en lo único que pienso es en volver de trabajar para poder escucharla hasta quedarme dormido. Algo dentro de mí me empuja a buscar información sobre su origen. Necesito descubrir de quién es esa voz.
Sin la opción de conectarme al archivo de la ciudad, solo me queda preguntar a conocidos de la calle o investigar en los desguaces y chatarrerías a los que suelo vender los objetos que encuentro. La suerte me sonríe, y pasado algún tiempo, averiguo que el nombre de la mujer de la cinta es Marlene, una artista local que murió de forma trágica y que solía cantar en un bar musical llamado Club 33.
Siento una extraña mezcla de sentimientos que van desde la emoción de haber dado con ese club a la pena de saber que esa mujer ya no está viva. Me hace viajar al día en que perdí a Rita y la soledad invade mi interior. Vuelvo a escuchar la cinta. La soledad se transforma en tristeza, la tristeza en obsesión.
La visita
Decido hacer una visita al club con la incertidumbre de no saber lo que me voy a encontrar. El lugar parece anticuado, el olor a tabaco y alcohol flota en el ambiente y la melancolía se respira entre sus paredes. La parte central está salpicada de mesas redondas, la mayoría vacías. A la izquierda hay una barra que se alarga hasta el escenario, donde un solitario micrófono espera al próximo artista.
Me siento en un taburete alto y hablo con el camarero que atiende en la barra. Intento ser amable y le pregunto si aceptan pagos ilegales. Asiente y pido un Manhattan con una rodaja de limón, la bebida favorita de mi esposa. Le muestro la cinta y le hablo sobre Marlene. Sonríe y señala al fondo.
El holograma de una mujer con un vestido dorado y una melena ondulada de un rojo caoba aparece junto al micrófono. En cuanto se pone a cantar reconozco esa voz cálida en la cual no puedo dejar de pensar. Una media sonrisa se dibuja en mi rostro.
La cantante
La observo contonearse al ritmo de la música que suena por los altavoces. Se mueve de forma elegante y desenfadada, contando algo con cada gesto. Su piel es clara como la porcelana y sus ojos, del color de un anochecer, parecen tristes y cansados.
Cautivado por la actuación, me evado y viajo a una realidad en la que no existe el dolor. Mis músculos se relajan y noto sensaciones que creía haber olvidado.
De repente, algo sucede en mi cabeza y me doy cuenta de que la voz de Marlene es exactamente igual a la de mi difunta esposa. Incluso su expresión y su mirada son idénticas. Es como si todo este tiempo hubiera bloqueado su recuerdo.
Cuando termina el espectáculo, trato de averiguar algo más sobre Marlene e interrogo al camarero. Me cuenta que estuvo casada con el dueño del club, un hombre descortés y solitario que no tiene contacto con nadie. Insisto y le hablo sobre el casete. Finalmente, tras darle todo el dinero que llevo encima, me da una dirección.
El encuentro
No puedo esperar al día siguiente y salgo en busca de ese hombre. Caminar por la ciudad me abruma, me siento un extraño en esas calles abarrotadas de gente y saturadas de tráfico, pero vive en un distrito cercano al centro, no muy lejos del club.
Me aíslo del ruido y de las luces y avanzo hacia mi destino. El edificio tiene cuatro plantas, ventanas opacas y un portero automático. Tengo que llamar al timbre varias veces hasta que responde. Aunque no parece convencido, me invita a su casa tras explicarle que he encontrado un casete de Marlene.
Le confieso que mi esposa también falleció y que no puedo acceder a las fotografías y vídeos almacenados en la red al no poseer microchip neuronal. Noto una expresión de sorpresa en su cara surcada por las arrugas y me lanza una mirada de desconfianza. Mientras él prefiere olvidar el pasado y pasar página, yo me encuentro atrapado en un mar de angustia del que no puedo escapar.
La confrontación
Le explico que Rita se parecía mucho a Marlene y le pido que me deje hacer una copia de los discos holográficos de sus actuaciones. Él se muestra comprensivo, pero rechaza ayudarme. Hace hincapié en que puedo ir al club para escucharla, sin embargo, yo la quiero solo para mí.
Las gotas de sudor resbalan por mi frente y me tiemblan las manos. No voy a volver a cometer el mismo error. Me niego a que los recuerdos se evaporen lenta y cruelmente de mi memoria.
El hombre advierte mi nerviosismo y se incomoda. Me pide que me vaya, al principio con buenas palabras, después con insistencia y malos modales. Agarro con fuerza la cuerda que llevo en mi bolsillo y mi corazón comienza a latir desenfrenado. Me hace un gesto para que salga por la puerta y se da la vuelta. Entonces me lanzo sobre sus espaldas y rodeo su cuello. Sus uñas se clavan en mi piel, pero no dejo de apretar.
El proyector
Unas semanas más tarde, consigo reunir los elementos necesarios para construir un proyector holográfico. A pesar de las pruebas fallidas y de su aspecto rudimentario y tosco, funciona, especialmente en la oscuridad de la bodega.
La imagen del hombre tendido en el suelo, frío y sin vida, ya apenas cruza mis pensamientos. La presión en mi pecho desaparece en cuanto me siento en la mecedora, mi frecuencia cardiaca disminuye y mi respiración se vuelve profunda y lenta.
Un ligero cosquilleo sube por mi espalda cuando activo el proyector y presiono el “play” en el reproductor de casete. La música y la imagen se acompasan a la perfección. Veo a Marlene, pero también veo a Rita. Escucho la voz de Marlene, pero también la de Rita. Su ausencia es más llevadera y su memoria más vívida. He encontrado una conexión con el pasado que puedo ver, casi tocar, y siento que estoy viendo una película de mi propia vida. Los recuerdos, al fin, se hacen realidad.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Jonathan Fragoso nace en Barcelona en 1983.
Desde 2006 se dedica a la enseñanza de español como lengua extranjera y dirige su propia academia de idiomas.
Autor de diversas obras y publicaciones de ciencia ficción, sus relatos “Desechado” y “Pero Gina tenía un revólver” fueron finalistas de la 1ª Edición de los Premios Yunque Literario y del III Concurso de relatos del blog Espiademonios, respectivamente. Otra de sus historias, “Me gusta tu chip”, fue publicada por la revista Exogénesis en su tercer número.
Actualmente se encuentra embarcado en la escritura de su primera novela.
Instagram: @jfragoso83
Twitter: @JFragoso1983
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