A mí me hubiera gustado ser un tipo duro, uno de esos que tan bien interpretaba Robert Mitchum. Por eso me hice investigador privado, porque pensaba que así lo conseguiría. Pensaba que siendo detective superaría mis debilidades, pero llevo casi veinte años en el oficio y sigo siendo tierno como el solomillo.
Mi problema no tiene que ver con la violencia ni con las situaciones peligrosas. Se trata de algo más sutil. Mi problema es una fobia que arrastro desde la adolescencia. Aunque me avergüenza confesarla, debo hacerlo. Me dan pánico las relaciones íntimas. Ya está, ya lo he soltado.
Es de risa, me digo una y otra vez, pues me consta que la gente piensa que estoy de vuelta de todo. Y no. Me he acostumbrado a enfrentarme a situaciones que a otro le revolverían las tripas, pero cuando he de seducir a una mujer, me descompongo por dentro y fracaso. Y lo más grave es que con los años la cosa va a peor.
Sin embargo, cuando no intento conquistarlas, cuando me limito a charlar con ellas de persona a persona y no de hombre a mujer, todo va como de novela y hasta me atrevería a asegurar que las encandilo. ¿Qué es lo que falla entonces? Posiblemente la falta de confianza en mí mismo. Y el temor a ser despreciado, ridiculizado o traicionado.
Quizá porque soy una persona sensible y fiel, aunque no lo parezca. Mi aspecto es tosco. Llevo a cuestas una musculosa humanidad que no se corresponde con mi talante emotivo, siendo más bien un legado genético que se equivocó de individuo.
Y esto explica que, pese a tener catadura de matón, llore con facilidad cuando, inmerso en el ambiente navideño, me siento frente al televisor a ver Qué bello es vivir. Y hasta tal punto me obsesiona la fidelidad, tanto temo ser traicionado, que este extremo me ha llevado a vivir en soledad. Bueno, siempre fui solitario y ya de niño tendía a pasar largos ratos jugando solo, pero en aquellos tiempos, a lo largo de mi niñez, nunca me faltó un amigo cuando realmente lo necesité, mientras que ahora estoy aislado y cada día me cuesta más soportarlo. Todos cambiamos y yo no soy una excepción.
Pero no es la falta de amigos lo que me atormenta. Lo que me tiene preocupado, casi angustiado, es la idea de quedarme solo el resto de mi vida. En una obsesión se está convirtiendo el tema este de la soltería. Y ya voy para los cincuenta. No, todavía no me he hecho al celibato. Y solo me faltaban todas esas películas de amor que ahora pasan por televisión.
A veces me digo «Arriésgate, hombre, y que sea lo que Dios quiera», pero al cabo de un rato me echo atrás y lo dejo estar. Lo curioso del caso es que no me faltan ocasiones. Ayer, sin ir más lejos, una clienta divorciada —que bien podría ser la mujer de mi vida— me miró largamente antes de inquirir con aterciopelada voz: «¿Siempre es usted tan serio?». Vacilé, aparté los ojos y, encogiéndome de hombros al tiempo que tragaba saliva, respondí al fin: «Sí, creo que sí».
—Solo cuando estoy detrás de este escritorio —me hubiese gustado contestarle.
—Pero, ¿tan a pecho se toma su trabajo?
Ante semejante pregunta no hubiera podido evitar que mis pupilas se clavasen en sus senos. Ella, seguramente, habría sonreído, satisfecha.
—Pues sí —querría haber dicho, apartando la mirada, turbado—. Mi trabajo requiere seriedad.
—Su trabajo es apasionante. —Y volcándose sobre mí, chispeantes los ojos y entreabierta la boca—: ¿Suele llevar pistola?
Si me dice eso, seguro que carraspeo. Y luego, tal vez:
—Sí, claro, por lo que pueda pasar —mentiría, con ánimo de impresionarla. Y levantando un dedo en señal de advertencia—: Aunque siempre con el seguro puesto.
—¿Me la enseña?
—¿Cómo?
—¿Que si me enseña su pistola?
Semejante insinuación me hubiera hecho mirar hacia todos los lados fingiendo desconcierto. Y a renglón seguido, ya recuperado de mi sorpresa:
—¿No ha visto nunca ninguna?
—Alguna sí que he visto, pero como las hay tan diferentes, en todos los sentidos, me pica la curiosidad.
A mí me habría picado detrás de la oreja, o al menos hasta allí hubiera llevado la mano para rascarme mientras pensaba qué responder. Me pregunto si hubiese sido capaz de replicar, a lo Mitchum:
—¿Le pica mucho?
Ella, entonces, debería haberse estirado en su asiento, sonriente, sensual, para acto seguido preguntar:
—¿Cuánto ha de picarme, la curiosidad, para que me la enseñe, la pistola?
La contestación, tras masajearme la totalidad de la nuca con fruición, podría haber sido:
—¿Le apetece beber algo?
Pero antes, azorado o fingiendo estarlo, habría puesto algunas caras raras al estilo de Cary Grant, pues siempre he creído que a ellas les seduce el azoramiento masculino.
—Bien, si piensa que es un buen momento —replicaría la dama a modo de tregua.
—Lo es.
—¿Qué tiene?
—Ponche.
—¿Con hielo?
—Con mucho hielo.
Y sin más demora, hubiera preparado las copas, dejado el despacho en la penumbra y puesto una vieja cinta de Fred Astaire que siempre he tenido por muy romántica. A continuación, le hubiese pasado un cubito de hielo por la nuca, por las mejillas, por los hombros. Sin prisas, hasta fundirlo. Ella, probablemente, se habría dejado hacer, sumisa y expectante, deseando que aquel momento no acabase nunca.
Pero, como ya he mencionado, en vez de eso le dije: «Sí, creo que sí», y mi voz debió de revelarle lo aburrido de mi existencia, porque no tardó en marcharse. Ese es otro de mis problemas. Soy un aburrido y ellas lo notan enseguida y huyen. No, no basta con tener un cuerpo atlético y un rostro viril, son necesarias otras cualidades de las que yo carezco.
A veces, en algún estúpido programa de televisión, en uno de esos que ves de pasada mientras cambias de canal buscando algo interesante, he oído a diferentes mujeres hablar sobre tal o cual señor para a continuación mencionar con picardía alguno de sus más destacados atributos. Esta burda revancha me resulta patética, un ridículo intento de imitar conductas masculinas.
El hombre ideal, oigo que dicen, con los ojos de Mel Gibson, la sonrisa de Brad Pitt y el trasero de Antonio Banderas. Sandeces. La mujer no es como el hombre, no necesita un varón apolíneo. La mujer se siente incómoda si su chico es más atractivo que ella. Por eso va más allá y se inclina por las otras cualidades, aunque hoy día se empeñen en disimularlo. El hombre ideal debería, en cualquier caso, tener la agudeza de Woody Allen, el sentido del humor de Tamarit y la humanidad de Alfredo Landa.
No, la mujer no soporta ni al aburrido ni al inseguro. Y yo soy ambas cosas.
Pero esto se acabó. Estoy decidido a cambiar. Y para demostrármelo voy a llamar a la clienta de marras. Un momento. ¿Suena el teléfono? Sí, suena. Tal vez es la dama. Vaya, han colgado. Sería una equivocación. Aunque bien podría ser ella, que quiere intentarlo de nuevo, hablar conmigo, quiero decir. Bueno, esperaré un minuto y la llamaré yo. Eso es. Y posiblemente articulará, interesada:
—¿Sí?
—Buenas noches —pronunciaré yo entonces con suavidad, la música de Fred al fondo.
—¿Quién es?
—¿No reconoces mi voz? —le preguntaré, impregnando mis palabras de sensualidad.
—Pues no.
—Qué mala memoria —observaré en tono burlón—. ¿Quieres una pista?
Más divertida, imposible, la conversación, y un tanto excitante. Se derretirá mientras indaga con fingida cautela:
—¿Nos conocemos mucho? ¿Estás camuflando la voz de alguna manera?
—Eh, de una en una —le atajaré en tono desenfadado, y replicaré—: No, apenas nos hemos visto un par de veces. Y no, no estoy tapando el auricular con mi pañuelo.
—Dos veces, dices. Y de eso, ¿cuánto hace?
—Horas —puntualizaré, mientras Fred Astaire canta Isn’t this a lovely day?—. Hace nada que entraste en mi despacho. Estabas empapada.
—Oh, el chaparrón de esta mañana.
—Exacto. Y olías tan bien —le susurraré—. La lluvia es sin duda el perfume que mejor te va. —Llegado a este punto, dejaré que mi respiración ocupe durante unos segundos la línea telefónica antes de proseguir—: Desearía tenerte aquí, sentada en el sofá junto a mí, con una copa en la mano, sonriendo, mirándome de cuando en cuando de reojo, amartelada. —Quizás en este momento me asaltará la fobia y durante un instante me quedaré mudo, pero no tardaré en reaccionar y le diré a modo de conclusión—: Quisiera bailar contigo esta canción. Y después podríamos perdernos en la ciudad, cogidos por la cintura y resguardados bajo el paraguas. Y tú volverías a oler como esta mañana.
Ella, lógicamente, responderá:
—En quince minutos estoy en tu despacho.
Pero no llamó, y yo me quede dormido en el sofá, soñando con lo que hubiera querido hacer y con lo que hubiera podido pasar. Me despertó el golpeteo de la lluvia en los cristales. Caía ahora con más fuerza y sentí que me decía: Eh, tú, a ver si espabilas. Miré la hora. La una y media. Ya era tarde para llamarla, desde luego, así que decidí esperar hasta el día siguiente.
Prendí un cigarrillo y noté vacío el estómago y caí en la cuenta de que no había cenado. Apagué, pues, el pitillo y fui a inspeccionar la nevera. Había fiambres y me preparé un emparedado. No era la primera vez que me quedaba dormido en el despacho. La verdad es que en esos días me venía ocurriendo con bastante frecuencia y el sofá ya era mi cama predilecta. Mientras devoraba la improvisada cena, cerveza en mano, fijé la vista en los cristales y comencé una vez más a elucubrar.
—Hola —exclamaba la protagonista, deteniéndose a un metro escaso de mí. Y ante mi cara de bobo—: ¿No me reconoce?
—Sí, sí, claro —balbucía yo, ciertamente acobardado por su euforia.
—Y qué, ¿trabajando? —reía, la muy guasona—, ¿espiando a alguien?
—Pues no exactamente.
—No exactamente —repetía la dama, satirizando mi forma de hablar. Y a continuación, rozando con sus carnosos labios mi oreja—: ¿Buscando, entonces, una chica para pasar el rato? —y me lamía el apéndice auditivo.
—Nos está viendo todo el mundo —observaba yo, apartándome de golpe, y, efectivamente, no tardaba en comprobar que éramos el blanco de todas las miradas.
Pero ella, tras contraer hombros y cara en un estudiado gesto que venía a decir: Pues que miren, se arrimaba nuevamente a mí y, con el rostro descompuesto por el deseo, susurraba:
—¿Qué hay de esa pistola que me ibas a enseñar?
Apuré la cerveza, engullí el último bocado y, mientras encendía el cigarrillo de rigor, me dije que ya estaba bien de ensoñaciones, que ya era hora de pasar a la acción. Cogí el teléfono, lo coloqué sobre mi regazo y, tras poner el casete en funcionamiento, marqué el número de la mujer.
—¿Sí? —articuló ella, cuando ya estaba a punto de dejar el asunto para el día siguiente.
—Buenas noches —pronuncié con suavidad, la música de Fred al fondo.
—¿Con quién hablo?
—¿No reconoces mi voz? —le pregunté, impregnando mis palabras de sensualidad.
—Pues no.
—Qué mala memoria —observé en tono burlón—. ¿Quieres una pista?
—Oiga, lo que quiero es dormir, así que déjese de jueguecitos y métase en la cama. ¿No le da vergüenza, a su edad?
La dureza con que lo dijo me dejó helado. No tuve más remedio que colgar. Me quedé mirando el teléfono con aprensión hasta que gradualmente fui recuperándome. Y enseguida me espeté: «Pero ¿cómo querías que reaccionara a las dos de la madrugada?». Sí, ese había sido el fallo, abordarla en el momento equivocado, así que me dije que sería mejor esperar a que volviese al despacho, cosa que ocurrió dos días después.
—¿Por qué me preguntó anteayer si siempre soy tan aburrido? —le solté en el instante clave, justo cuando comenzaban a sonar los primeros acordes de Isn’t this a lovely day?
Ella me miró con fijeza y entonces caí en la cuenta de que no era aburrido sino serio, lo que había dicho, y, encogiendo el cuello, observé en voz baja:
—Perdone —le enseñé la palma de la mano—, dijo serio, ¿verdad?
—¿Cómo?
La cosa no funcionaba y el rubor me congestionó la cabeza. Y lo peor es que ella se dio cuenta y frunció los labios de una forma que, vamos, que se me aflojaron las piernas, y eso que estaba sentado. No sabiendo qué hacer, resoplé, embarazado, y volví a la carga como quien huye hacia delante.
—¿Que por qué me preguntó el otro día si siempre soy tan serio? —y aparté la mirada.
—Pues la verdad (!) —replicó ella en un tono que me rompió todos los esquemas—, no recuerdo haberle preguntado semejante cosa. —Y a renglón seguido, con el entrecejo fruncidísimo—: ¿Para qué iba yo a preguntarle eso?
En vista del cariz que estaba tomando la conversación, me hice el loco y regresé al asunto que nos ocupaba, pero ya no di pie con bola, y ella, en vez de sentirse atraída por mi torpeza, tal como yo creía que debía ser, se puso en un plan de lo más estúpido y acabó profiriendo: «Pero ¿qué le pasa? De verdad se lo digo —me apuntó con un índice envenenado—, me está resultando usted bastante incompetente, y como no estoy dispuesta a poner mis asuntos personales en manos de un pelagatos, ahí se queda». Hizo un gesto bastante gráfico y no menos obsceno —utilizando para ello un dedo medio que se me antojó excesivamente huesudo e insultante— y salió del despacho pegando un portazo.
—Qué desastre —musité.
La voz de Fred tomó fuerza en el silencio que siguió. Cantaba A foggy day. Me quedé escuchándole hasta que la cinta llegó al final. Entonces me puse en pie y, todavía afectado por el estrepitoso fracaso, caminé como un zombi hasta el frigorífico y me serví una cerveza. Antes de repantigarme en el sofá le di la vuelta a la cinta para que Fred me levantara un poco el espíritu.
Apuré la cerveza en tres tragos y fui a por otra. Tenía sed. Con la segunda prendí un pitillo y cerré los ojos. «Bueno, un tropezón lo tiene cualquiera», me dije, ya más relajado y sonriente. Además, me había dado cuenta a última hora de que la mujer del índice venenoso no valía nada. Sin embargo, la estanquera ya era otra cosa. Más joven, más cariñosa, más abierta. Esa misma mañana, sin ir más lejos, me había preguntado:
—¿Y es peligroso ser detective?
—Bueno, a veces sí, pero, como llevo tanto tiempo en este oficio, las situaciones difíciles ya forman parte de mi vida.
—Y ¿cuánto tiempo lleva?
—Unos veinte años.
—¡Veinte! —había exclamado ella, la boca abierta por la sorpresa—. Pues la verdad, no le echaba más de treinta y cinco, y dudo que lleve desde los quince como detective.
—Es necesario estar en forma cuando no sabes lo que te acontecerá en el próximo caso.
—¡Guau, qué emocionante! ¡Qué envidia me da!
Una gran chica, la estanquera. Y soltera, que siempre representa una ventaja, porque a las divorciadas el resabio las hace intratables. «Decidido, dentro de un rato voy a por tabaco y de paso la invito a cenar».
—¿Qué, cómo se presenta el fin de semana? —le preguntaré, los ojos entornados.
—Bien, como siempre, al cine con alguna amiga y a dar un paseo por el centro —responderá ella con su habitual sonrisa. Y posiblemente inquiera con picardía—: Y ¿usted suele quedarse en la ciudad o tiene un nidito de amor en algún lugar apartado y romántico?
—Pues sí lo tengo, un pequeño apartamento cerca de Denia, aunque solo voy de vez en cuando.
—Vaya, qué suerte —suspirará ella con calidez.
—Pues si quieres —le propondré, arrastrando las palabras—, podemos cenar allí esta misma noche, en un restaurante que tiene el comedor volcado sobre el mar.
Ante semejante perspectiva, seguro que no podrá evitar dar unos saltitos, y tal vez unas palmadas, si no hay más clientes en el establecimiento, y exclamará emocionada:
—¿En serio? ¿No me toma el pelo? ¡Guau, no puedo creerlo!
Puestas así las cosas, yo me limitaré a encoger un hombro al tiempo que bajo los párpados con lentitud. Seguidamente, pronunciaré a lo Mitchum:
—Entonces, ¿a qué hora te recojo, nena?
Este relato, cedido por el autor, fue premiado en el Concurso de Relato Breve Ciudad de Arnedo 2010
No nominable al I Premio Yunque Literario.
PL Salvador nace en Valencia a finales de 1959.Publica su ópera prima en 1999. En 2010 gana el I Certamen Literario Imprimátur y el Premio de relato breve Ciudad de Arnedo. En 2011 encuentra a los músicos que siempre había buscado y fundan el grupo Prolýmbux, que ya ha grabado siete álbumes.
Después de veinte años escribiendo en serio, con un centenar de rechazos editoriales sobre sus espaldas y cinco obras publicadas inconvenientemente, firma con la editorial Pez de Plata. Con Nueve semanas (justas-justitas), prologada por Constantino Bértolo, encuentra por fin su sitio en el mapa literario.
Obra literaria: Donde la brisa te habla, El séptimo sentido, Nadando contracorriente, Egregios, De lobos (divergentes), Nueve semanas (justas-justitas), 2222, La prodigiosa fuga de Cesia, La extraña curación de Marta, Neel Ram.
Obra musical: Si supieras, Hoy & Aquí, Y la Luna alrededor, Laberíntica, Mil pasos, El beso que no te di, Estado de alarma.
En la actualidad hace crítica y entrevistas para la revista literaria Monolito, y sigue escribiendo sin complejos de ningún tipo.
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Un gran relato, de calidad y que nos hace brotar una sonrisa. Todos alguna vez hemos fantaseado con «y le diré, y me dirá», pero solo un buen escritor es capaz de plasmarlo de forma tan agradable.
Enhorabuena a P.L. Salvador y a esta nueva y prometedora web.
¡Así es! Desde mi punto de vista es un relato muy divertido y original.
Divertidisimo. Creo que se podría escribir una versión femenina de esta historia.
¿Te atreverías a escribirla tú? XD