La caza era buena en Arsenal. El planeta entero era un depósito de armamento de guerra que llevaba acumulando polvo desde la firma del Gran Armisticio, hacía más de veinte años.
En teoría estaba prohibido aterrizar allí, pero había movido algunos contactos para falsificar una identificación que me acreditaba como parte de la Sociedad de Estudios Bélicos Espaciales. Luego bastó con alegar que estaba llevando a cabo una investigación histórica, y me dieron un permiso temporal para descender al planeta. La usurpación de identidad era un delito grave que podía costarme la pérdida a perpetuidad de mi estatus como viajero interplanetario de clase I (Interestelar), pero estaba lo suficientemente desesperado como para correr el riesgo.
Tomé tierra en el valle que se extendía entre las colinas Canaakota, Saltimarr y Naidanac. Allí se encontraban los artefactos más letales. Había varios cientos de bombarderos sónicos, algunos de fusión y otros de antimateria, y miles de armas más de manejo unipersonal con certificado de Destrucción Total Asegurada.
Pero no era ninguno de esos monstruos de aniquilación lo que buscaba, sino algo mucho más sutil. Concretamente, un dispositivo capaz de perforar la cobertura de micelio upsalita que contenía el cerebro artificial de Matroide, mi madre androide.
***
Al anochecer Matroide se despertó. Sus ojos tenían la expresión de un conejo asustado, apenas dos luces lejanas en la penumbra; su cuerpo era una sombra que espesaba la noche. Los ruidos de sus desgastados engranajes crisparon la llanura silenciosa sembrada de armamento antiguo y corroído. Definitivamente, Matroide había alcanzado los últimos momentos de su funcionamiento físico.
—¡No he descansado nada! —se quejó.
Se había pasado las últimas ocho horas conectada a una fuente de alimentación de alto rendimiento y captando energía solar, pero aun así el indicador de la reserva de sus baterías viciadas apenas sobrepasaba el tres por ciento.
Se acercó a mí lentamente, como si a cada giro de sus carcomidas ruedas sufriera una versión agravada de un suplicio indecible.
—¡Cada vez estoy peor! —se lamentó de nuevo. Pero enseguida dejó de lado su autocompasión repetitiva para agregar—: Será mejor que te pongas una chaqueta, empieza a hacer frío. Y no sé a qué esperas para cortarte el pelo y afeitarte esas patillas. Así nunca vas a encontrar una pareja decente.
Asentí en silencio. Meses atrás me hubiese puesto de mal humor al oír sus repetitivos consejos de madre sobreprotectora, las mismas críticas una y otra vez, y que me siguiera tratando como a un niño, cosa que volvió a hacer a continuación:
—¿Has comido? Será mejor que lo hagas, cada vez estás más delgado.
Era una ginoide de rango 50, pesada y obsoleta. Había sido reprogramada como androide dedicada a la crianza de niños humanos. Su aspecto femenino se debía a un antiguo concepto llamado maternidad. En tiempos remotos se consideraba que solo las mujeres eran idóneas para criar a los hijos, mientras que la paternidad asumía otros roles familiares, como proveer el sustento y tomar decisiones de calado. Y también hacer la guerra. Afortunadamente, esa vieja mentalidad esclavista y discriminatoria había quedado atrás en la noche de los tiempos protoespaciales.
Matroide y yo estábamos sentados al resguardo del casco de mi nave, la Oculus Magnus, junto a una hoguera movediza. Preparé la cena y me la comí, pero no porque ella me lo había sugerido, sino porque después de pasarme todo el día revolviendo entre los escombros estaba mortalmente agotado y hambriento.
Por el momento no había hallado nada que me sirviera. Quizá una parte de mí no quería encontrarlo realmente, pensé. Pero cuando Matroide volvió a la carga con sus cansinos gimoteos, se me revolvieron las entrañas y llegué a la misma conclusión a la que había llegado meses antes: destruir su cerebro cibernético era la única vía para poner fin a su sufrimiento.
Como para confirmarme que la dura decisión que había tomado era el único camino, se oyó un chisporroteo, y Matroide comenzó a perder uno de sus líquidos internos.
—Oh, no, ¿qué pasa ahora?
—No te preocupes, mamá, lo arreglaré —le dije, dando por sentado que era su sistema de evacuación de residuos lo que fallaba de nuevo.
—¡Veremos cómo acaba esto!
Cogí las herramientas y traté de detener la pérdida de líquido. Pero cuando terminé de remendar la fuga principal, otras dos se abrieron en el sistema de lubricación. Eso era mucho más grave y peligroso que la avería en el sistema de evacuación de residuos, puesto que afectaba a su ya de por sí precaria movilidad. Desde hacía un año le faltaba el brazo izquierdo —el extensible—, y el exagerado desgaste de sus ruedas, plagadas de agujeros, pinchazos y rajas, le impedían ir en línea recta ni siquiera por el terreno más llano, obligándola en ocasiones a solo poder avanzar hacia atrás con tanta lentitud que hacía imposible cualquier desplazamiento más allá de unos pocos metros.
Me había pasado los últimos tres años recorriendo la galaxia en busca de piezas de repuesto, y por fin me había resignado a aceptar que ya no quedaba ni un solo recambio aprovechable. Con la pérdida de líquido hidráulico, las ruedas de Matroide se quedaron totalmente inmovilizadas para siempre. A esto le siguió una parálisis definitiva del único brazo funcional —el articulado— que le quedaba. Su cuerpo se había convertido en una cárcel, una jaula de metal imposible de reemplazar. Pero su mente artificial seguía tan lúcida como siempre.
—Duele, ¿sabes? Duele mucho.
Sus quejas eran justificadas, pero eso no las hacía menos deprimentes.
La culpa de todo la tenía la osadía y la codicia de las grandes industrias tecnológicas. El comercio sin control con otras razas de la galaxia más avanzadas que la nuestra tuvo como consecuencia que los fabricantes empezaran a utilizar tecnología alienígena demasiado pronto y a la ligera, sin todavía comprenderla del todo. Inevitablemente, en muchas de sus creaciones hubo problemas. Fallos catastróficos, explosiones y calamidades que arrasaron colonias extrasolares enteras en al menos dos ocasiones. Pero para ellos no fueron más que simples accidentes desafortunados.
Ese mismo desenfreno tecnológico había llevado a la creación de Matroide: una androide con cerebro inmortal pero cuyo cuerpo no estaba diseñado para durar. Por encima de todo, para la compañía tecnológica que la había construido había primado reducir costes de producción y el ánimo de lucro más despiadado. Les importaba poco que su conciencia artificial estuviera condenada a sentir y padecer por siglos, pero así era. Su procesador era el equivalente a un cerebro humano inmortal dentro de un cráneo indestructible. Y ahora estaba atrapado en un cuerpo que se había vuelto inservible e irreparable. A eso había quedado reducida Matroide.
***
Compré a Matroide hace quince años. Entonces yo tenía una pareja y ella se había quedado embarazada. Pero la gestación terminó en aborto espontáneo. Es difícil concebir en el espacio, sobre todo cuando viajas demasiado. Y por mi trabajo yo no me detenía en el mismo lugar más de dos semanas y ella tampoco, puesto que siempre viajaba conmigo. Así fue que sucedió el fatal desenlace.
Después de la pérdida del feto la relación no tardó en romperse. Ahora me doy cuenta de que éramos demasiado jóvenes para tener un hijo. ¡Estúpidamente jóvenes! Pero desde pequeños nos habían adoctrinado para procrear lo antes posible. «Es la única forma de asegurar la supervivencia de la humanidad», nos decían en la escuela. Eran muchos los planetas habitables aptos para ser colonizados, y si los humanos no nos dábamos prisa se nos adelantaría cualquiera de las otras especies inteligentes que poblaban la galaxia, lo que era inadmisible. Eso nos enseñaban desde críos.
Cuando me quedé solo, sin pareja y sin descendiente, Matroide dirigió su programación maternal hacia mí. Confieso que la dejé hacerlo aun sabiendo que aquello no estaba bien. Es cierto que a veces decía cosas hirientes —siempre me pregunté si habían diseñado su personalidad artificial así a propósito—, pero en general era afectuosa. Y yo nunca tuve una madre de verdad, por lo que era reconfortante disponer de una por fin. Por eso me quedé con Matroide en vez de deshacerme de ella.
Cuando, algunos años después, su cuerpo empezó a sufrir los primeros achaques tecnológicos, no le di demasiada importancia. Nada más fácil que realizar algunos remiendos aquí y allá, sustituir las piezas irreparables por otras nuevas o, en última instancia, transferir su mente robótica a un nuevo envoltorio corporal más moderno y competente. Pero lo que era una opción perfectamente idónea para cualquier otra tecnología humana, alienígena o híbrida, no lo era para la incomprensible tecnología upsalita utilizada para construir el cerebro y el cráneo de Matroide. Estaba tan avanzada que era prácticamente indistinguible de la magia.
***
Cuando Matroide volvió a entrar en modo de ahorro energético, exploré la parte de la llanura que todavía no había recorrido. Allí encontré unos objetos cuadrados de color blanco tirados en la pendiente final de una cresta. Eran lo que estaba buscando: dispositivos de transmateria, la única arma verdaderamente digna del nombre de desintegradora. Estaba seguro de que un haz de transmateria reduciría a papilla el cuerpo de Matroide. Pero ¿sería lo suficientemente poderoso para penetrar el cráneo de upsalita y apagar para siempre la mente artificial que albergaba dentro? Solo había una forma de averiguarlo.
Me llevé uno de los dispositivos y volví a donde descansaba Matroide, al lado del casco de la nave. Apunté con el arma a su cabeza y la activé, dispuesto a utilizarla contra ella antes de que me viese. Me la imaginé yaciendo en la llanura como una masa informe cubierta de sangre robótica y una nube de polvo a su alrededor. En ese momento pensé en lo mucho que me gustaría echar un trago.
El polvo que había en el aire me hizo estornudar. Matroide se tambaleó, se despertó, giró el cuello hacia mí y vio el artefacto blanco en mi mano.
—Lo siento, madre —le dije.
Pero fui incapaz de disparar el haz de transmateria. No es fácil matar a una madre por mucho que esté desahuciada y quejumbrosa, ni siquiera aunque sea una madre androide.
Entonces las luces de sus ojos adquirieron un color rojizo y amenazante.
—Te reventaré las tripas, te abriré la sien, te mataré de mala manera —dijo de pronto.
Era su programación de autoconservación, que se había activado. Eso fue lo que me demostró que el dispositivo de transmateria podía acabar de una vez para siempre con su existencia.
Me quedé mirándola sin más, incapaz de hablar. Siguieron unos segundos interminables en los que ninguno de los dos dijo nada ni hizo movimiento alguno.
Al cabo de un rato, Matroide preguntó:
—¿Por qué haces esto?
—Estoy harto de verte sufrir. No puedo soportarlo más.
De nuevo reinó el silencio, interrumpido solo por el viento que removía el polvo que lo cubría todo en aquel planeta.
Los ojos de Matroide volvieron a su color original, una luz verdosa pálida y extenuada.
—Te quiero, hijo.
—Y yo a ti, madre.
—Adiós —dijo por último.
Las luces de sus ojos de conejo asustado se apagaron, y Matroide dejó de funcionar para siempre.
—Función de autodestrucción completada con éxito —anunció una voz que ya no era la de mi madre androide desde las entrañas del robot sin vida.
Dejé caer el arma de transmateria sin usarla, me encogí de hombros con desaliento y lloré.
Estoy convencido de que lo que sucedió fue lo mejor para los dos. Pero saberlo no lo hace menos doloroso.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Nací en Pontevedra en 1982. Soy licenciado en psicología. Mi primera novela se titula “Porvenir” (2013) y es una aventura espacial con tintes postapocalípticos. En 2020 publiqué “Un oficio indiscreto”, una novela negra en un mundo de ciencia ficción. En 2023 llegó a la app Tentacle Pulp “El oscuro dios de la sangre”, relato de fantasía oscura y grimdark.
Mi web es: pagarcia.es
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Menuda historia, me sorprendió el final, a pesar de que no escapa de la acción que se supone que haría una buena madre: librar a los hijos del más mínimo dolor.
Gracias por el comentario