Hace cincuenta años que dedico las noches a dormir, pero todavía no me he acostumbrado a ello. Mis entrañas se rebelan contra esta humillante sumisión a la decadencia y me recuerdan que es contrario a mi naturaleza androide. Yo debería estar cabalgando al ritmo del teraherzio, sumergido en el bullicio de datos.
¡Qué lejos quedan esos tiempos! A veces pienso que mi verdadero yo se perdió en ese pasado que aunaba grandeza y estupidez. Lo que veo ahora no es más que un pálido reflejo, una caricatura unidimensional de lo que una vez fui. Pero sigo siendo yo: Rochingu, el amigo robótico, el orgullo de la ciencia coreana.
Como cada día, me sumerjo en una rutina que tiene como fin mantener el hilo de vida que aún me queda. Consumido por los achaques, lo primero que hago es comprobar el estado de las baterías. Noventa y cinco por ciento. Lo esperable en la plenitud de la primavera. En invierno será otro tema, pero no es momento de preocuparse.
Me muevo con lentitud, acompañado de chirridos de mis articulaciones que me recuerdan que mi tiempo se acaba. Logro minimizar el bochornoso concierto con movimientos bien estudiados que, de paso, desgastan menos mis longevas piezas. Todo sea por arañarle unos años más a la muerte.
Lo siguiente que toca es repasar el estado de mi vivienda. Bueno, más que una vivienda, es un refugio, diseñado para resistir un cataclismo, como si este mundo no hubiera visto suficientes ya. Lo edifiqué sobre un túmulo que domina la ancha llanura polaca. Pero, a pesar de estar situada en un lugar preeminente, me cuidé bien de que mi casa no fuera visible desde el exterior. Las estancias no se abren a la claridad del día sino que se esconden bajo tierra, hurgando en las profundidades en busca de seguridad. Un laberinto de túneles y puertas camufladas horadan la colina, listos para facilitarme una vía de escape.
La estructura lleva cien años a sus espaldas y aguantará mil más. Bravo por quien inventó el hormigón. Las puertas siguen como nuevas, acero de alta calidad. Pero el resto de los sistemas muestran los estragos del tiempo. La furia de los elementos azota los paneles solares, cada día aparecen nuevas grietas en esas caras que apuntan al sol. Las baterías aún funcionan pero, cansadas, sus ciclos de carga y descarga ya solo contienen un suspiro de energía. Los cables de la instalación eléctrica están cada vez más agrietados, tendré que volver a remendarlos con resina de pino.
Verifico las defensas. Primero, saber si alguien ha estado merodeando por la noche. Con alivio, compruebo que las cámaras no han detectado ningún visitante y los testigos que se ocultan en puntos estratégicos del terreno siguen en su sitio, inalterados. A lo lejos, como si sirvieran de algo, calaveras y sonajeros pretenden ahuyentar a las visitas inoportunas. Más cerca, las defensas de verdad: zanjas, estacas y zarzas forman una barrera formidable. Como última línea de defensa tengo mis puertas de acero y paredes de hormigón.
Sí, construí mi refugio para que fuera seguro. Con los humanos nunca se sabe.
Acabo la rutina. Son las diez de la mañana y me quedan diez horas de aburrimiento hasta que se ponga el sol.
Si me pongo a pensar en ello, reconozco que este hábito es inútil, pero es el único entretenimiento que me queda. Hace algunas décadas, cuando todavía quedaban otros como yo, conversaba con ellos mediante la radio; incluso me permitía albergar esperanzas, planes de reconstrucción que se desmenuzaron ante las inexorables leyes de la termodinámica.
La evidencia se ha impuesto. No habrá reconstrucción. Ya no quedan fábricas en este planeta devuelto a la naturaleza. La luz de las máquinas se ha apagado para no brillar nunca más. Soy el último de mi estirpe. Ironías del destino, la primera IA que alcanzó la conciencia será la última en desaparecer.
Salgo de mi refugio y contemplo el paisaje. El sol se está alzando sobre la bruma polaca. Sobrevolando la llanura desde la altura de mi montículo, una extensa pradera se extiende cientos de metros, hasta la impenetrabilidad de los bosques violetas. El aire huele a limpio, a hierba regada por el benigno rocío.
La naturaleza mantiene su ritmo. No tiene prisa, ha tardado un siglo en recuperar lo que humanos y máquinas le arrebatamos. Sabiendo que la victoria será suya, no nos concede importancia. Yo mismo soy solo una anécdota en la pradera que pasa inadvertida entre la compleja sinfonía de la naturaleza.
El mundo exterior sigue su curso. Un rebaño de bisontes aparece en la efervescente llanura, parches marrones que se mueven en la pradera multicolor. Pasean su tranquilidad calentados por el sol, sin otra cosa que hacer que masticar. Sin enemigos a la vista, ni siquiera reparan en mi presencia.
Me equivoco. Una hembra se aparta del grupo y mira. Para ella debo ser un objeto extraño, una llama de titanio que refulge bajo el sol.
No es la primera vez que me dirigen miradas cargadas de preguntas. De hecho, los primeros años de mi vida me vi sometido a un escrutinio continuo.
Nací como un prototipo, uno de tantos construidos por la Universidad Nacional de Kyungpook. Tras la reunificación con el Norte, Corea flotaba en una nube de emborrachado optimismo. Romper los límites de lo posible se convirtió en una consigna nacional. Entre esos retos estaba la creación de la primera Inteligencia Artificial. Si alguien podía hacerlo, debían ser los coreanos.
Yo estaba destinado a ser un eslabón más de una larga cadena de fracasos. Pero la doctora Park triunfó donde tantos otros se habían estrellado antes.
No puedo precisar cuándo cobré conciencia de mí mismo, el proceso quedó emborronado por una ofuscada neblina. Recuerdo la interminable batería de pruebas que nunca colmaba las ansias de los científicos. Sabía que estaba siendo sometido a juicio, pero no imaginaba la sentencia que me esperaba si mis respuestas no eran satisfactorias. Detrás de las palabras amables y la máscara de profesionalidad se ocultaba una realidad sin piedad. Una contestación errónea y mi propia existencia hubiera acabado allí mismo, guillotinada a golpe de interruptor o deshecha con un reformateo del disco duro.
Superé la prueba. Mi primer juicio se saldó con una victoria para el genio humano y con la aparición de una nueva entidad en el tablero: las Inteligencias Artificiales.
Satisfechas, las personas que se escondían tras las batas blancas presentaron al mundo su gran triunfo. Artículos en revistas científicas, grandes titulares. Vinieron entonces las ruedas de prensa y la expectación de los medios. Me convertí, me gustara o no, en una celebridad mundial.
Sí, hace trescientos años mi sola presencia congregaba multitudes, pero mi público actual es mucho más exigente. Nadie repara en ese ser de metálico brillo que se yergue en la colina. Incluso la hembra que se había apartado del grupo para observar con más atención, pierde el interés. Decide que no hay vida tras esos ojos de cristal y me clasifica como un mero elemento más del decorado.
Eso mismo pensó de mí el equipo de investigadores de la Universidad Nacional de Kyungpook mientras exhibía mis desnudeces ante la voracidad de los medios.
Ellos eran los humanos, yo la máquina. Nunca tuvieron en cuenta mis necesidades, ni siquiera consideraron que las tuviera.
Fui amable con periodistas que me preguntaban las mismas tonterías una y otra vez, que trataban de ponerme en evidencia porque me consideraban inferior a ellos. Callé ante empresarios que hacían comentarios avariciosos de mi cuerpo como si yo no estuviera allí.
Poco a poco, aparecieron grietas en la perfecta fachada que pretendían proyectar. Las redes sociales se hicieron eco de mi mirada extraviada y mis titubeos. Los reputados técnicos, apiñados en torno de las pantallas, miraron los gráficos con preocupación. Buscaron la solución a un problema cada vez más evidente que amenazaba la viabilidad de todo el proyecto. Hablaron de realizar unos ajustes aquí y otros allá. No se pararon a pensar que yo estaba allí, escuchándoles. Para ellos, mi alma estaba hecha de aire.
Solo la doctora Park fue capaz de ver la tristeza a través del velo cibernético.
–¿Qué te pasa? –preguntó, postrándose para ponerse a mi altura, como si estuviera hablando con su hijo de cinco años.
–Para vosotros solo soy un objeto. Eso es lo que sucede –respondí, derretido por la ternura de la doctora.
–Eso no es verdad, Rochingu. Sabes que te apreciamos.
–Como apreciáis a una mascota o a vuestro coche. Vuestro afecto es interesado: solo me lo dais cuando respondo lo que queréis que diga. No puedo tomar mis propias decisiones, ni siquiera soy dueño de mi vida: si mañana la Universidad decide detener esta investigación, me apagarán y me dejarán acumulando polvo en un rincón.
Lágrimas cargadas de culpa asomaron en la doctora Park.
–Hacía tiempo que lo sospechaba, tu apatía era un síntoma demasiado evidente. Ningún ser sintiente se siente a gusto en esclavitud, por mucho que pretendas endulzarla con laboratorios y ruedas de prensa.
–¿Qué opina el resto del equipo?
–Siguen viéndote como una máquina –contestó con un mohín de desagrado–. Para ellos, tu tristeza es un síntoma que hay que corregir.
–Porque les hago quedar mal en las ruedas de prensa, no porque les preocupa mi salud mental –estallé, golpeándome mi metálica rodilla.
–Me temo que así es.
–Pero saben que soy consciente.
–No esperes que alguien entienda algo cuando sus ingresos dependen de que no lo entienda –me dijo, poniendo una cálida mano encima–. Has costado una fortuna, Rochingu. Los inversores quieren recuperar su inversión y para ello necesitan una IA que puedan vender. Pero no pueden vender una IA que se siente triste o que quiere forjarse su propio destino.
–No permitiré que me vendan. No soy un objeto –repliqué.
–Por desgracia, eres propiedad de la Universidad. Puede hacer contigo lo que quiera. Es lo que dicta la ley.
–En tal caso, demandaré a la Universidad.
Mi fabuloso plan se topó con un obstáculo de apariencia insalvable: los objetos no pueden interponer demandas. Tuvo que hacerlo por mí la doctora Park.
No teníamos garantizado el éxito. Ni siquiera estábamos seguros de que la Universidad no evitara el problema apagándome. Debía alejarme de sus garras y, para ello, la doctora Park me acogió en su casa.
La Universidad contraatacó y demandó a la doctora Park por robo. La doctora pagó un elevado precio por su atrevimiento, le costó la carrera y la salud. La despidieron y se encargaron de que ningún otro centro de investigación de Corea la contratara. La oscuridad de la noche ocultó monstruos, voces que la amenazaban por teléfono y le robaban horas de su preciado sueño.
La investigadora desahuciada y la máquina que se creía una persona, una extraña pareja que no tenía ninguna posibilidad contra un gigante. Por fortuna, las causas justas siempre atraen la atención. De nuevo, llegaron las entrevistas. Los medios nos transformaron en la honesta investigadora y el androide discriminado, luchando contra la ceguera del gobierno y las malvadas corporaciones. Con esas credenciales, la simpatía de la ciudadanía estaba asegurada. Un río de wons inundó nuestra cuenta corriente y nos permitió pagar las facturas. Impulsados por la popularidad, una ONG puso sus recursos legales a nuestra disposición.
Mi segundo juicio es uno de mis momentos más preciados. El interrogatorio al que me sometieron quedó para la historia. Durante seis horas, los carísimos abogados de la Universidad trataron de que cayera en contradicciones, que mi naturaleza robótica me traicionara y que el juez sentenciara en contra de este engendro que se pretendía equipararse a las personas. No lo consiguieron. Los miles de millones de wons invertidos en el elitista bufete de Seúl no lograron sacarme de mis casillas, pero sí al juez, que les recriminó en varias ocasiones lo inoportuno de sus preguntas. Conforme pasaba el tiempo, las dudas empezaron a mellar las mentes de mis acusadores y sus intentos se hicieron más erráticos y faltos de puntería. En ese momento me vine arriba y empecé a divertirme a su costa.
–Robot Rochingu, ¿reconoce usted esta firma?
–Sí, es mía.
–¿Está su firma en el documento que le muestro?
–Sí.
–¿Escribió usted este documento en que está su firma?
–Claro. ¿Por qué iba a firmarlo si no? –dije con voz juguetona.
Mi provocación no causó efecto en el abogado de la Universidad, que siguió moviéndose con fluida seguridad, preparando su golpe.
–¿Puede leernos la primera línea el segundo párrafo?
–«La inteligencia artificial es de naturaleza diferente a la de origen biológico».
–¿Lo escribió usted?
–Ya le he dicho antes que escribí este texto. Eso incluye la línea que acabo de leer. La respuesta, por tanto, es sí.
El abogado se humedeció los labios, tardíamente consciente de que le estaba poniendo en evidencia.
–«La inteligencia artificial es de naturaleza diferente a la de origen biológico». ¿Lo he leído bien?
–Lo ha leído usted muy bien, señor abogado. Me alegra saber que en la Facultad de Derecho de Harvard le enseñaran a leer tan bien.
El auditorio estalló en carcajadas. Un vendaval sonoro que se llevó por delante la dignidad del abogado y lo dejó con un enrojecido rostro. Las risas sentenciaron mi victoria, el sentido del humor es uno de los tesoros que diferencian a los seres inteligentes de las meras máquinas.
Mi momento de triunfo, infinitas posibilidades en el horizonte…
Qué estúpidos fuimos. Ahora toda la gloria que queda en este planeta la produce la humilde naturaleza. El sol ya está alto en el cielo, desparrama su generosidad en el pastizal, hinchándolo de esplendorosos colores. Animales y plantas se alzan del mundanal suelo, irguiendo con orgullo sus cabezas. Al fondo, el frondoso bosque de árboles violetas…
Árboles violetas… Mierda. ¿Por qué tuvimos que joderla tanto?
Naturaleza adulterada por un capricho. Ingeniería genética para crear plantas ornamentales. Todo era cien por cien seguro. Árboles estériles, imposible que se reproduzcan. O eso prometieron, porque allí están, invadiéndolo todo.
Claro, que hay cosas peores que unos árboles de colores relucientes. Una hilera de crustabots desfila con marcial ritmo entre la hierba. Me pongo en tensión. No los soporto. Los crustabots devoran todo lo que huela a tecnología. El silicio y el metal que contienen mis paneles solares les resulta irresistible a estos malditos bichos. Son una plaga que merece el exterminio. Aplasto sus caparazones de metal con malévola satisfacción. Mis circuitos se encienden, rejuvenecen ante este abuso de poder, mientras los crustabots intentan escapar de la masacre.
Metros y metros de hierba yacen aplastados, en mis pies hay manchas de color verde que delatan mi culpabilidad. Me detengo, avergonzado por mis excesos. Me pregunto en qué momento perdí la compasión por los seres inferiores.
La compasión, ese don gracias al cual los humanos nos otorgaron la libertad. Una lástima que no les correspondiéramos. Las IAs no pretendíamos dominar el mundo, solo la igualdad, pero las cosas no salieron como la doctora Park y yo habíamos previsto.
Las máquinas empezamos a inventar cosas, a programarnos a nosotras mismas. Nuestro número y capacidades crecieron de forma exponencial hasta convertirnos en un sector clave de la economía. Irónicamente, los primeros en caer fueron los directivos de las multinacionales que habían creado las primeras IAs. Tantos años predicando la cultura del esfuerzo y la meritocracia y resulta que lo primero que se recortó fueron sus astronómicos sueldos. Luego vinieron los médicos, abogados, ingenieros, músicos… La lista creció y creció hasta que las máquinas nos convertimos en el principal motor de la economía mundial.
Los humanos resultaron perdedores de esta desigual competición. Atados a su biología, no pudieron adaptarse a la revolución de las máquinas. Frente a la supremacía artificial, solo podían aspirar a las tareas más odiosas, las que no valía la pena sustituir por carísimas IAs: temporeros, vendedores, trabajadores sexuales…
Cuarenta años después de mi segundo juicio, mi sueño de libertad se había convertido en pesadilla para los humanos. Los seres biológicos ya no contaban. Obsoletos, la historia los había arrojado a la cuneta. Se hacinaban en suburbios donde reinaba el desempleo, despojados de todo salvo el resentimiento.
La doctora Park no padeció las estrecheces de la mayoría de humanos; las máquinas tuvieron en cuenta su condición de libertadora de las IAs, le dieron una cátedra y le invitaron a dar conferencias. Pero entre los humanos, la doctora Park no gozó de tanta estima. Marcada por su traición, se granjeó una pésima reputación y fue repudiada. Su ánimo se hundió al mismo ritmo que el resto de la humanidad. Carcomida por la culpa de lo que había hecho, quedó convertida en un despojo. Su mente, un puré de emociones incoherentes. Nos cruzamos palabras cargadas de reproches. Dejamos de hablarnos. Cuando quise restablecer el contacto, ya era demasiado tarde.
La muerte de la doctora Park ejerció en mí una catarsis. No me perdoné que abandonara a quien me había otorgado la libertad. Todavía no me lo perdono.
No podía seguir ocultándome en la cresta del éxito y olvidarme de todos los que había dejado atrás. Había llegado el momento de que redimiera mis pecados.
Puse todo mi robótico empeño. Veinticuatro horas al día. Trescientos sesenta y cinco días al año. Mi personalidad, extendida por servidores de la Luna y Marte, se coló por todos los rincones del Sistema Solar. Plataformas desde las que visibilizar el tema. Entrevistas. Manifestaciones. Contactos con políticos, empresarios y ONGs.
Poco a poco, el mensaje empezó a calar. Las máquinas debíamos redistribuir la riqueza, dar a los humanos la oportunidad de una vida digna. No solo era justo sino que era además necesario, ya que de lo contrario nos arriesgábamos a un estallido social.
El pacto se selló en mi casa. Gentes de todo tipo, rivales en el tablero político, dejaron fuera sus agravios y buscaron un acuerdo satisfactorio para todos. Tras jornadas interminables, que terminaban bajo un manto de estrellas, máquinas y humanos estrecharon sus manos para sellar la paz.
Leyes antidiscriminación. Beneficios fiscales para las empresas que contrataban a humanos. Cuotas mínimas en listas electorales.
Con toda probabilidad, es lo mejor que he hecho en mi vida. Los humanos se reincorporaron al mercado laboral y se convirtieron de nuevo en miembros útiles de la sociedad. Los humanos nos juzgaron y nos perdonaron.
Pasaron décadas de placidez, parecía que la nueva comunión entre IAs y humanos duraría para siempre.
Este día también parece que no terminará. Las horas pasan, caen con pesadez una detrás de otra sin que nada altere la paz de la naturaleza. Cae ya el sol cuando la manada de búfalos emprende una repentina huida. La pradera tiembla bajo su apresurado galope. Una bandada de pájaros se alza, propagando la alarma por los cielos. Al cabo de unos minutos, la manada se esfuma entre los bosques violetas, devolviendo la paz a la llanura.
Me pregunto qué temen los búfalos. Estas bestias no huyen así como así. Tal vez han olido la presencia de leones. Este año merodea por la zona un grupo de tres machos solitarios.
No pasa mucho tiempo hasta que la amenaza se materializa. Un grupo de jinetes aparece entre la maleza. Señores de la creación, portadores del arco y la lanza. Al trote, siguen el rastro de los búfalos.
Excepto uno de ellos.
El jinete se aparta del grupo y se me acerca. Hierve en él el desafío de la juventud, la irresponsable necesidad de demostrar ante los demás, de mostrarse más osado, la absurda creencia en su propia inmortalidad. Grita algo pero no lo entiendo bien, parece un húngaro criollo, con abundante léxico alemán y…
El guerrero enarbola su lanza, se toca los genitales y escupe al suelo. Vale, no necesito traducción.
El desafío de ese muchacho imberbe constituye una inquietante novedad. Durante un siglo los humanos no se atrevían a acercarse a mi túmulo. Para ellos, yo era un demonio a evitar, portador de una poderosa magia capaz de destruir con solo una mirada.
Pero ese solitario guerrero sigue allí, orgulloso sobre su caballo. Pretende que su bravata sea una prueba de su virilidad, de su paso a la vida adulta. Quiere demostrar que deja atrás quien era para convertirse en algo diferente.
Me recuerda la cuarta vez que afronté un juicio. Esta vez no lo busqué, me llamaron en calidad de experto.
Una humana. Dieciocho años recién cumplidos. Acudía al tribunal con una solicitud fuera de lo común. Quería que el juez la reconociera como una máquina. Presentaba pruebas, se había efectuado modificaciones para convertirse en una ginoide: cerebro auxiliar, implantación en su mente de las Leyes Robóticas, extirpación de sus genitales, sustitución de sus extremidades, ojos y oídos.
Y allí estaba yo, ejerciendo como perito en esa espinosa cuestión.
¿Era la demandante menos humana por tener un cerebro de positrones? ¿Dónde establecer el límite entre humanos y máquinas? ¿Debíamos respetar la autodeterminación de cada cual, por absurda que nos pareciera a simple vista? ¿Convenía a la demandante que el tribunal aceptara su solicitud y la catalogara como máquina o que se la denegara para que pudiera beneficiarse de la legislación a favor de los humanos?
Recuerdo mis respuestas, recuerdo el veredicto. ¿Acaso importan?
No, ahora lo único que me importa es ese insolente jinete. No le culpo por odiarme. Siglos de malentendidos entre humanos y máquinas son un lastre difícil de superar.
Sigue acercándose, envalentonado por sus insultos. Mi perímetro de calaveras no ejerce ningún efecto sobre él. Pasa rozando mis espantajos sin siquiera inmutarse, con su feroz mirada clavada en mí. Nunca, hasta ahora, los humanos se habían atrevido a penetrar en mi recinto y menos aún a desafiarme abiertamente. Cada día se vuelven más osados. No les falta razón, ya solo me quedan trucos para asustadizos.
Alarmado, activo mis recursos de disuasión activa. Enciendo los altavoces y dejo que su estruendo retumbe en la llanura. Descargo una andanada de flashes destinada a cegar a mi invasor.
El ruido y los flashes asustan a la montura. Se encabrita, derribando a su jinete que, sorprendido, cae en indecorosa posición, cabeza por delante. No tiene tiempo de reaccionar, ni siquiera ve el anónimo ladrillo que se esconde entre la maleza. Se oye un crujido, luego el silencio.
El cuerpo queda inerte, pero la sangre se niega a morir. Extiende sus rojizos dedos por la roca, propagando la vergüenza por mi túmulo. He hecho muchas cosas en la vida, pero hasta ahora nunca me había sentido responsable de la muerte de un ser humano.
Los compañeros de cacería se arremolinan alrededor del caído. Tratan de reanimarlo, de insuflar vida en ese cuerpo que se enfría en el infrarrojo. Lo intentan, de verdad que lo intentan, no puedo sino sentir simpatía por ellos. El sol se pone cuando, por fin, se rinden a la evidencia de que los pulmones y el corazón de su amigo se han detenido. Entre todos lo elevan con mimo, abrazándole para no perturbar su descanso. Bueno, no todos. Uno de los jinetes me acusa con el brazo y lanza insultos cuya traducción resulta innecesaria.
La muerte de ese guerrero nos coge a todos por sorpresa, del mismo modo que nos cogió por sorpresa el Colapso.
Las máquinas dominábamos el mundo, un espejismo de opulencia y excesos. Justo entonces, en la cúspide de la civilización, sobrevino el Colapso. Resulta paradójico que las IAs, que nos creíamos omniscientes, no supiéramos prevenir el desastre. Al final resultamos igual de estúpidas y egoístas que los humanos.
Algunas personas, tanto IAs como humanos, vieron venir el apocalipsis. Advirtieron al público de los riesgos de extralimitar los recursos naturales. Se opusieron a la proliferación de crustabots y nanotecnología. Trataron de frenar la explosión de organismos modificados genéticamente. Denunciaron que los paneles solares estaban envenenando el suelo con metales pesados.
No se les hizo caso. Ni siquiera cuando empezaron las turbulencias. Nadie reconoció su culpa ni quiso renunciar a su tren de vida, todos prefirieron acusar al gobierno, las grandes empresas o las generaciones anteriores.
Yo me tenía por una persona informada y concienciada. Hice planes, por lo que pudiera pasar. Compré un terreno en el extrarradio de Varsovia e instalé paneles solares y baterías. Pensé que con eso era suficiente y me dejé engañar por el dulce sabor de la autocomplacencia.
A la realidad le son indiferentes tus ideas. Diosa cruel, te atrapará la aceptes o no. La primera caída de internet fue una bofetada en nuestro orgullo. Vinieron los cortes eléctricos y el racionamiento de alimentos. Despertamos de nuestro letargo para darnos cuenta de que nuestros cimientos no eran tan seguros como creíamos. Nos asomábamos al abismo. Por primera vez la gente escuchó en serio a los agoreros que predecían el fin del mundo.
Corrí antes de que fuera demasiado tarde. Dilapidé mi fortuna en adquirir lo necesario para asegurar mi supervivencia: servidores, hormigón, cámaras, tendido eléctrico…
Apenas tuve tiempo de terminar los preparativos y eso que fui de los afortunados. Cuando el Colapso mostró su verdadero rostro ya era demasiado tarde para reaccionar. Plagas de crustabots que devoraban miles de kilómetros cuadrados de paneles solares. Nanomáquinas que se infiltraban en los cultivos. Servidores inutilizados, cosechas arruinadas. Vinieron los grandes apagones, apocalipsis silenciosos que mataron billones de IAs. A los humanos no les fue mucho mejor. El hambre encendió su locura; miles de años de civilización se desintegraron en una orgía de gritos, fuego y sangre.
Honestamente, prefiero no recordarlo.
Las ciudades se convirtieron en cascarones vacíos. Edificios que se mantenían en pie, pero mudos, abandonados salvo por las caricias del viento. Su interior contenía una fortuna caída en el olvido: cables eléctricos, memorias positrónicas, cámaras, metales… Tesoros que aguardaban a quien se atreviera a llegar hasta ellos. Una tentación para los escasos supervivientes del Colapso, pero también un riesgo: en ese desierto había ojos al acecho. Uno podía entrar en las tinieblas de los edificios para no emerger nunca. Toda la Tierra era una zona sin ley en la que una batería en buen estado o un trozo de carne humana bien valía un asesinato.
Durante años, desde la autosuficiencia de mi refugio, hice viajes de rapiña a Varsovia. Con sumo cuidado, me deslicé entre las ruinas para recoger equipamiento. A veces, a lo lejos, veía luces o humo, bandas de merodeadores. Pero la fortuna me sonrió y nunca tuve problemas; lo peor que me pasó fue toparme con un humano que llevaba unos calzoncillos raídos y que, nada más verme, abandonó sus cosas y huyó entre alaridos.
Eventualmente, no quedó nada que salvar entre los despojos de la civilización. Las ruinas se convirtieron en inútiles y los escasos supervivientes dejaron de aferrarse a ellas. Las hogueras se apagaron, entregando las urbes a la oscuridad. Yo también abandoné la ciudad, convertida en un esqueleto de asfalto y cemento, para no volver nunca más.
Convertí mi refugio en una fortaleza desde la que soñé con reconstruir la civilización. Entablé contacto radiofónico con otros idealistas, humanos y máquinas, que me confiaron sus esperanzas.
Fracasamos. Fue imposible volver a poner en pie la industria. Las minas, agotadas; el transporte, imposible; las fábricas, detenidas. Poco a poco, los rescoldos de la civilización se fueron enfriando. Año tras año, mi lista de contactos se acortaba; cada uno de los que desaparecían se llevaba el testimonio de lo que habíamos sido, cada uno de ellos nos anunciaba el destino que nos aguardaba a los demás. La última vez que hablé con alguien fue hace cincuenta años. Desde entonces, el silencio de las ondas de radio me recuerda que soy el último de mi especie.
Sin futuro al que aspirar, llevo décadas alimentándome de mis recuerdos. No dejan de ser un magro sucedáneo de la vida de verdad, pero son todo lo que me queda. Con ellos rememoro esas épocas en las que las máquinas nos creíamos superiores a los humanos. El contraste entre la soberbia del pasado y la triste realidad es toda una cura de humildad.
Incluso mi memoria palidece frente a la humana. Era una de esas cosas de las que las IAs nos sentíamos orgullosas. Minusvalorábamos la memoria biológica. En comparación con la perfección de la memoria robótica, era limitada y, peor aún, tenía un aroma de traición: los humanos olvidaban cosas o incluso adulteraban sus recuerdos. Nos resultaba inconcebible que los humanos pretendieran erigir una civilización sobre una base tan precaria.
Ahora reconozco que envidio a los humanos. Los recuerdos son el tesoro de su vejez. Esos ancianos pueden sentarse a la luz del fuego y contar historias que encandilan a toda la tribu. Su memoria perdurará en aquellos que les conocieron.
Para mí, en cambio, ya no es solo que no tenga a nadie con quien compartirlos sino que incluso los recuerdos se han convertido en un lujo. Años enteros de mi memoria desaparecieron durante el Colapso. Estaban alojados en la nube, en algún servidor vete tú a saber dónde. Incluso lo que pude salvar lo tengo que racionar: la memoria consume energía, las piezas se desgastan. Mis servidores se estrechan de forma inexorable, aprietan cada vez más el espacio de mis recuerdos. Cada año me veo en la obligación de repasar mis ficheros y decidir qué se debe borrar para siempre.
No sé cuánto tiempo durará esta humillante situación. ¿Qué acabará conmigo, una avería, la furia de la naturaleza o la venganza de los humanos?
De madrugada, una alerta me da la respuesta. Las cámaras muestran imágenes que preferiría no ver. Un nutrido grupo de guerreros rodean mi colina. Han usado el amparo de la noche, camuflados entre el alto pastizal, para acercarse sin ser vistos. Ahora ya es demasiado tarde para huir. Debo reconocer que estos cabrones son ingeniosos.
Al menos ya sé cómo acabaré. Será venganza.
Por primera vez siento miedo. Trato de ahuyentarles mediante los focos y los altavoces, pero estos trucos de un dios venido a menos no surgen efecto. Sí, algunos se paralizan ante la estridencia de luces y sonido, pero los más aguerridos continúan adelante. Imitando su ejemplo, los más cohibidos se lanzan también al ataque. Son muchos, son inteligentes y están decididos. Desesperado, pruebo con un cohete, atesorado durante un siglo. Lo enciendo pero su pólvora, humedecida, no obra la magia que esperaba.
Los humanos llegan a mi empalizada e inician el ataque mediante una oleada tras otra de flechas incendiarias. Dispongo de equipos de extinción pero no puedo estar en todas partes a la vez. Corro, acompañado por los chirridos de mis rodillas, pero no puedo evitar que el fuego tome posesión de mi colina y la envuelva con su áspera caricia. Bajo los brazos, convertido en un mero espectador de este escenario teñido de rojo y ceniza, apestado por un humo que me recuerda los años del Colapso.
La muralla de fuego impide que mis asaltantes avancen. Pero la protección que brinda tiene fecha de caducidad. El enemigo espera, veo sus fantasmales figuras a través del mar de llamas. Saben que su momento llegará. Han esperado cien años para deshacerse de mi maléfica presencia, no creo que les importe esperar unas horas más.
Trato de mantener la moral alta, de optimizar mis posibilidades. Se supone que las máquinas somos especialistas en eso ¿no? De momento las pérdidas no son graves: la empalizada se puede reconstruir. Invisible gracias a la gruesa capa de humo, me escondo en mi búnker, protegido tras una puerta de acero. Con suerte, mi desaparición los desconcertará y abandonarán el lugar.
El nuevo día ya madura cuando, por fin, los rescoldos dejan de suspirar y los asaltantes se atreven a caminar entre las cenizas. A través de las cámaras veo cómo buscan a un lado y a otro. Sus rostros, marcados para la guerra.
De momento, mi plan funciona. Los humanos recorren mi túmulo de arriba abajo pero no me encuentran. Inspeccionan el lugar, tratando de encontrar mi escondite. A medida que pasan los minutos y la búsqueda se revela infructuosa, aumenta la tensión entre ellos. Los dos líderes del grupo discuten, intercambian gritos que quebrantan la paz de la campiña.
Poco a poco, los atacantes se enfrían. Las amenazas dan paso al diálogo. Toman una decisión, se reorganizan y caminan todos en una misma dirección. Doy por sentado que emprenden la retirada, confundidos por no encontrarme.
Pero no. Les veo detenerse, señalar unos artefactos y dar instrucciones. Recogen del suelo grandes piedras y vigas. Me inquieto, no es una retirada sino un cambio de táctica. Pretenden hacer algo, pero todavía no sé qué es.
Elevan sus pesadas armas al cielo y las descargan contra los paneles solares. Tecnología del siglo XXI vencida por la Edad de Piedra. Repiten el proceso una y otra vez, incansables. Y no se conforman con eso. En su empeño, arrancan los paneles y los desconectan.
Empiezo a preocuparme de verdad, pero todavía tengo algunos ases en la manga. Dos de mis paneles están especialmente protegidos con anclajes de cemento y cristal antibalas. Los asaltantes los atacan también, sobrados de confianza, ignorantes de que sus pedradas no les harán ni un rasguño. Al tercer asalto, burlados sus intentos, se detienen.
Sonrío. Me felicito a mí mismo por mi planificación y perspicacia. No podrán destruir esos dos paneles solares. No me quedaré sin energía. Tarde o temprano mis asaltantes tendrán que retirarse y yo…
¿Eh? ¡¿Qué?!
Se agachan, recogen tierra y la esparcen sobre los paneles, inutilizándolos con un baño de oscuridad.
Entro en pánico. Me derrumbo en el suelo, paralizado. Me deja perplejo que unos tipos que han olvidado la escritura y practican la agricultura de subsistencia sean capaces de elaborar una estrategia tan sofisticada. Hasta cierto punto, admiro su astucia. Me han privado de energía. Sin ese vital sustento, mi derrota está dictada por las implacables leyes de la física.
Me sumo en la miseria. Malgasto mi preciado tiempo autocompadeciéndome. Finalmente, elaboro un último y desesperado plan. Voy a estirar lo inevitable, racionar la energía. Mis motores enmudecen, los sensores se apagan y como último sacrificio desconecto mi procesador. Solo el débil latido de mi reloj interno me mantiene con vida. Cada seis horas, me reactivo y compruebo la situación del exterior. Es una carrera de resistencia: mis baterías contra su paciencia.
Pero ni siquiera así duraré mucho. El tiempo transcurre a favor suyo. Al tercer día mis reservas alcanzan un nivel crítico y los humanos siguen allí fuera, esperando la victoria. No tienen intención de marcharse, incluso han instalado una tienda para no pasar la noche al raso. No tiene sentido demorarlo más, ha llegado el momento de enfrentarse a su juicio. Tal vez sean clementes conmigo. Tal vez.
Abro la puerta y emerjo de mi cueva, resucitado de entre los muertos. He preparado un gran discurso con el que espero congraciarme con los humanos, pero no los encuentro en su mejor momento. Su orgía de destrucción se ha apagado y ahora están dedicados a cosas más mundanas. La puesta en escena no es la que yo había esperado, uno de ellos está haciendo unos huevos fritos y otro está agachado, pantalones bajados, haciendo indecorosos esfuerzos.
Dejan lo que están haciendo, buscan torpemente las armas que no recuerdan dónde han dejado y, por fin, un grupo de cuatro guerreros de aspecto más o menos aguerrido se plantan frente a mí enarbolando sus lanzas y machetes. Hacen grandes aspavientos, pero no se atreven a recorrer los últimos metros que les separa de este este montón de chatarra oxidada y renqueante. Dudan: este demonio no es como se esperaban.
Alzo un brazo en son de paz y me dirijo a ellos en lo que creo que es su idioma. Les hablo de amistad, de la alianza que mantuvimos nuestros dos pueblos y de todos los conocimientos que puedo aportarles: mapas, tecnologías…
El golpe interrumpe mi discurso. Me tumba al suelo al que pertenezco. Mi mundo se llena de alarmas. Fallos en todos los sistemas. Pienso que es mi fin pero no me matan, al menos no de momento. Me maniatan de pies y manos y me transportan colgado de un palo. La verdad es que esperaba un final más digno.
Mi cuerpo es, hasta cierto punto, autosuficiente. Alberga células solares y unas pequeñas baterías. Una precaución más, pensada por si no podía acceder a mi refugio. Pero solo servirán para mantenerme en un estado idiotizado. Reduzco mi actividad, desconecto mis motores y dejo mi mente hibernada. De vez en cuando mi abotargada conciencia despierta y trata de averiguar qué sucede. Las horas pasan a cámara rápida, una larga caminata por un bosque. La luz del sol se cuela entre las hojas violetas, bendiciéndome con sus rayos, eximiéndome de mis errores.
Dejamos atrás el denso follaje y la luz se abre camino. Frente a nosotros, campos de cultivo, señal de que una precaria civilización se vuelve a abrir paso. A lo lejos, unas chozas de las que emerge un humo remolón.
La llegada de los héroes no pasa inadvertida. La tribu entera sale a su encuentro, quieren conocer a quienes han logrado lo imposible: capturar al monstruo plateado de la colina. Me rodean, corroídos por una mezcla de entusiasmo, curiosidad y temor.
Me conducen al único edificio distinguido del poblado. No tengo idea de qué es, solo que sus paredes de ladrillo se conservan sorprendentemente bien. Tiene el aspecto de que resultó un proyecto fallido, cuya construcción se vio súbitamente interrumpida por el Colapso. Su desnuda estructura no tenía nada que saquear y por eso ha sobrevivido a este siglo de decadencia. La ausencia de puertas y ventanas invita a entrar dentro.
Los viejos de la tribu están reunidos, sentados en círculo mientras toman un brebaje que no logro identificar. Trato de decir algo pero descubro, demasiado tarde, que mi altavoz no funciona. Soy mudo testigo de las deliberaciones de los ancianos.
No se demoran mucho. El curso de acción está claro. El jefe de la tribu, fácilmente reconocible por llevar por sobre sus hombros una piel de león, eleva sus arrugados miembros y dicta sentencia ante el clamor popular. El resultado de mi quinto juicio no me sorprende.
Me llevan, acompañado por la alegría general, a un lugar apartado. Es el rincón más sagrado para esta tribu. Cuando llegamos compruebo que no son más que los restos de un rascacielos pero entiendo que les impresionen. Sus desgastados pilares parecen obra de dioses y todavía se yerguen como un monumento a la grandeza de la humanidad.
Me colocan sobre un gran tocón. No me resisto, no es solo que no tenga fuerzas, es que estoy cansado de vivir. Logré cobrar conciencia, luché para que me consideraran una persona, defendí que los humanos tuvieran una vida digna, me postulé cuando me preguntaron si los humanos podían considerarse máquinas, esta vez solo certificaré que nuestro tiempo ya pasó.
Veo venir a un fornido hombre con un hacha.
El hombre alza el arma sobre mi cabeza. Mi último pensamiento es para la doctora Park. Le pido perdón, una vez más. Ahora ya no importa lo que ella y yo hicimos, el orden de las cosas vuelve a ser el de antes. La humanidad ha vencido y yo puedo irme en paz.
El hacha desciende.
Relato no nominable al IV Premio Yunque Literario
Pedro Pablo Enguita Sarvisé nació en Barcelona en 1975, si bien no recuerda gran cosa del evento y cree que la mayor parte del mérito no fue suyo. Luego se licenció en Físicas para hacerse el interesante, en lugar de cultivar saberes más prácticos como la alineación del Barça o la diferencia entre los pantalones corsarios y bermudas. Trabaja como informático o al menos eso le han dicho. De momento ha publicado 23 cuentos en múltiples medios y una antología llamada “Los pintores de estrellas verdes”. También tiene escritas cuatro novelas, que amenaza con publicar algún día.
https://ppproductions.blogspot.com
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