Hay lectores (y autores) incapaces de tomarse en serio el humor. Consideran que cuando la sátira, la ironía, la parodia o la fábula toman las riendas, la literatura desaparece. Aducen que la chanza trivializa lo que ha de ser tratado en profundidad. Que estas obras son efímeras y están dirigidas a un público y contexto específicos. Que son irreverentes, subversivas, corrosivas y, en muchas ocasiones, de mal gusto. Y que no deberían compartir estanterías con las creaciones de los autores más ilustres. Me pregunto qué opinarían Cervantes, Boccaccio y Oscar Wilde.
La literatura, si no entretiene, pierde casi todo su poder, y el humor es una de las herramientas de denuncia social más poderosas de la humanidad. Muchos de los que se han consagrado a este género han sido valientes y comprometidos. Han apostado por la carcajada para hacer reflexionar y abrir puertas que se resistían a ser abiertas. Han innovado con la estructura y el lenguaje, y se han permitido caer en el absurdo para darle sentido a todo. Además, los mejores han abordado (tal vez sin pretenderlo) temas universales con los que décadas, o incluso siglos después, seguimos conectando. El resto, los que sustentaron su creatividad en estereotipos y clichés de su época, sí parieron obras efímeras. Pero sobre ellos no va esta comedia.
Las croquetas del señor Keller es el homenaje que Jorge Salvador Galindo rinde a uno de sus principales referentes: Javier Tomeo. Un tributo a toda su obra y un ejercicio de experimentación humorística y metaliteraria que reivindica al autor aragonés como uno de los grandes de nuestras letras.
El título, parafraseando a Juan Benet, es toda una declaración de intenciones. Este mantenía que las obras de Tomeo eran todas iguales, como las croquetas (Tomeo firmó muchas de sus “novelas de a duro” como Franz Keller). Así que Jorge toma prestados los títulos de sus obras más relevantes para escribir treinta relatos, todos diferentes.
El ovetense demuestra, con esta antología que oscila entre el surrealismo y la ironía más afilada, compartir la visión literaria de quien, sin saberlo, fue su mentor. Y sus croquetas son de muchas variedades: las hay repletas de seres absurdos que recuerdan a Mortadelo y Filemón, y también rellenas con animales extraordinarios que ponen de manifiesto la estulticia humana. Las sirve acompañadas de juegos semánticos y de giros imposibles, y las marida con algo de veneno y mucha reflexión.
Lo del veneno no es gratuito, pero tampoco intencionado. Es evidente que Salvador no pretende ofender con ninguno de sus cuentos, pero el humor es delicado, la crítica aguda, y temo que algunas de sus historias (no muchas) puedan provocar efectos adversos en quienes tengan la piel demasiado fina, o se tomen la vida demasiado en serio. Es un hecho, señoras y señores, que el sentido del humor denota inteligencia, pero también que algunos piensan que esta se encuentra fuera de nuestro planeta…
No nos distraigamos y volvamos a la receta, o más bien, al cocinero: Jorge trasciende géneros y fórmulas manidas. Cuando escribió esta obra (han pasado algunos años), fusionó su universo literario con su realidad. Los dos informes de lectura ficticios que incluyó junto a los relatos convirtieron a Tomeo en personaje y, de alguna forma, ahora que el aragonés no está, lo devuelven a la vida. Reivindicó su amor por la literatura en cada historia y jugó con las palabras como juega un enamorado de las letras que quiere divertirse. Desconozco si por aquel entonces ansiaba ser escritor o si ya se proyectaba como editor. Desconozco también si alguna vez se alejará del surrealismo delirante que tanto le divierte. Por mí, que no lo haga; gracias a él descubrí a Tomeo. Y gracias a Tomeo, he disfrutado de su mejor obra hasta la fecha.
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