La noche pasada te encontré en mis sueños.
La realidad, cruel y absoluta, llega a alcanzarme incluso cuando consigo dormir. Los paisajes oníricos siempre aparecen grises, anodinos. Se entremezclan con la sensación de las sábanas enredadas; con el sudor frío y las calenturas; con los latidos resonantes en mis tripas; con la vida desperdiciada en una rutina impropia cada vez más inflexible.
Caminaba por entre las sombras de un páramo neblinoso donde apenas podía ver lo que había frente a mí; tan sólo distinguía siluetas de ciclópeos árboles deshojados y faltos de vida. Al igual que esos árboles, mi ser también carecía del brillo, de la animación. Notaba cómo mi espíritu se marchitaba hoja a hoja; a poco tardar sólo quedaría de mí la deslucida corteza de mi cuerpo.
Un tiempo indeterminado después, desde la bruma surgió un sonido regular y algo hueco: un trocotroc lejano y metálico. Asustó a la niebla eterna, fui capaz de ver un camino polvoriento y antiguo. A lo lejos, inalcanzable a la velocidad del pensamiento, se revelaban un millón de luces brillantes resguardadas en edificios de construcciones extrañas, alienígenas; distintas. El trocotroc cesó y regresaron las brumas. De nuevo, la desesperanza gris llenó mis entrañas físicas y mentales; sabía que nunca jamás volvería a ver aquel brillo.
Aunque, a pesar de ello, brillaste.
Una silueta se fue perfilando; arrebataba la informidad inexorable de la niebla y la tornaba en algo definido; en una figura menuda y esbelta, viva, luminosa.
Llegaste a mí vestida con ropas negras y harapientas sobre tu piel blanca, tan reluciente que emborronaba tus rasgos armoniosos. Avanzaste y, con total naturalidad, descansaste tu cabeza sobre mi pecho; mi corazón palpitó con la bendita fuerza del sosiego. Tus cabellos oscuros ondeaban al son de una brisa imperceptible; los tocaba con temor de quebrar su delicadeza. Luego te apartaste un poco de mí y me sonreíste con la familiaridad de los extraños. Me dijiste algo que no entendí, y yo, arrobado por tus enormes ojos negros, dije algo que no recuerdo.
Entonces, me despierto.
Miro el despertador: demasiado pronto para ponerse a desayunar, demasiado tarde para echarse a dormir otra vez. Suspiro y me levanto. Atravieso la sala de estar sin encender la luz; mis piernas atontadas se enganchan ligeramente con la falda de la mesa camilla. De una zancada me zafo y llego hasta el balcón, muevo la persiana que hace de puerta hasta dejarla en diagonal, entro agachado y, con cuidado de no hacer ningún ruido para no alertar a la vecina, la apoyo de nuevo en la pared. Me acomodo en la silla de plástico de mis insomnios y contemplo el trozo de cielo grisáceo no invadido por paredes ni por cables de electricidad. Durante un rato, las tenues estrellas me parecen brillantes porque pienso en ti.
Pronto, la ilusión de tu sueño se va desvaneciendo de mi memoria. Cuando tan sólo eres un pequeño recoveco en mi mente y corazón, me viene encima todo lo que debo hacer mañana: las cuatro reuniones con clientes que me tratarán como un esclavo, lo cansado que estaré al mediodía, lo nervioso que me pondrá el café de obligada consumición, el atasco para salir y el sudor que me fusionará la piel al asiento de mi coche, la compra semanal en el supermercado de mala calidad, adecuado para mi sueldo de mala calidad, los pantalones incómodos que tengo que planchar y ponerme al día siguiente, el horrible programa de televisión que me aburrirá hasta ponerme tan nervioso que me tocará caminar un par de horas bajo las luces amarillas de la noche, los grupos de gente metida en sus asuntos que no se percatarán de mi presencia, y que despreciaré porque no lo hacen…
Coloco las piernas en el suelo. Me levanto de la silla y me resigno a volver.
En el último instante, me detengo.
Por el rabillo del ojo percibo un movimiento; en el edificio opuesto al mío, reflejado en las ventanas oscurecidas de una planta inhabitada, hay algo. Sorteo las rayas y raspones de los cristales hasta que al final lo veo: el rostro de un hombre pálido. Sus pupilas insoldables y borrosas me atraviesan el pecho y el espinazo y la cabeza. Grito.
Te busca.
La vecina de al lado sale al balcón contiguo y pregunta qué ocurre, yo la ignoro. Mantengo la vista fija en el hombre pálido hasta que mis ojos lagrimean implorando que los cierre; luego de unos segundos dolorosos, vislumbro sus manos blancas y ganchudas apoyadas sobre la cornisa de la azotea de mi finca.
Cierro los ojos, los vuelvo a abrir. Dejo que las averiguaciones de mi vecina las conteste el aire. Entro, paso a la sala de estar; la falda de la mesa camilla intenta detenerme de nuevo; no lo consigue. Llego al recibidor, me pongo la chaqueta sobre el pijama, rebusco entre los trastos de la mesita, encuentro mi llave, la agarro con torpeza y salgo de mi piso. Cierro la puerta, el choque de la madera contra la jamba provoca una tormenta de ecos en el interior del edificio; sé que la vecina está escuchando detrás de la puerta, no me importa.
Detengo mi mano justo antes de pulsar el interruptor de la luz del descansillo. Sumido en las tinieblas y el frío polvoriento, me sobrevienen recuerdos del páramo neblinoso del sueño.
El lugar donde me deslumbraste.
Avanzo a oscuras, tocando las paredes, ignorando la línea vertical que alumbra el interior del ascensor. Tomo el camino de las escaleras de subida.
Mi corazón golpea pesaroso de esperanza. Apoyándome en el pasamanos pegajoso pujo uno, dos, tres pisos, el cuarto me pesa en las piernas, el quinto es una pila de apneas y repizcos en la panza, al prender el sexto, me postro en el último peldaño.
Tardo lo mío en volver a respirar correctamente. Siento el helor subir por mis posaderas y muslos, mi chaqueta sudada empieza a enfriarse. Me levanto a través de una multitud de pinchazos en mis muslos y pantorrillas. La luz que exhala la rendija de la puerta de los del sexto me permite ver la chapa metálica que da acceso a la terraza. Despacio, subo los tres escalones restantes. Giro la manivela de aluminio y tiro, la hoja renquea. Poso mis pies sobre los ásperos ladrillos de la terraza. Al segundo paso, me reencuentro con el sueño.
El cielo gris onírico se mezcla con el gris del firmamento de la ciudad en una masa de amorfo desinterés. La linde de la terraza se fusiona con la niebla, la cuartea en una superficie poligonal también gris, también eterna. La chatarra que dejaron los vecinos del último piso se encrespa; forma los árboles secos y muertos tan parecidos al futuro que me aguarda. En medio de todo esto, el hombre de rostro pálido se encara conmigo.
Irguiéndose tan alto como inexorable, envuelto en un manto de seda entremezclada con lo que solamente puedo definir como galaxias, el hombre de rostro pálido posa sus ojos multicolores sobre mí. Estremeciéndome, pregunto quién es. El hombre de rostro pálido no habla, no gesticula, pero se hace entender, y entiendo.
Se llama Sonumbros: hijo de Melusina, nocturno supremo de Penumbra, emir de las Sombras, archiduque del Subconsciente y emperador de la Ultraconsciencia. Sus dominios se extienden por el norte, por el sur, por el este, el oeste y el hiperoeste: la fuerza inquebrantable de sus ejércitos multifacetados es la ley.
En una ciudad de geometría incomprensible se alza el palacio de Sonumbros. Veo a hombres verdosos sobre sextantes biomecánicos, vigilan el movimiento de las esferas y de las fluctuaciones geopolíticas de los pocos mundos todavía por conquistar; oigo las músicas hipersónicas de los compositores de las razas de hipoxia, los olores sagrados del templo de Sakad, el de los mil lamentos, el bullir de las sesiones de filosofía de la orden Cerebral…
Sonumbros cambia la escena. Me encuentro en un jardín repleto de árboles acristalados. Allí, pájaros de colores vibrantes cacarean melodías de armonías quiméricas, casi enloquecedoras. Alrededor de flores holográficas yacen hermosas mujeres de razas imposibles. Entre ellas hay una chica menuda y esbelta. La chica no lleva las sedosas y brillantes ropas de las otras mujeres; todavía conserva la indumentaria oscura de su oficio de ladrona. Un juez ordenó cortar su cabeza, pero Sonumbros la descubrió en el cadalso antes de que el verdugo bajara el alfanje. Vio sus ojos negros desafiantes; le gustó la batalla que presentaba.
Contempló su pasado. La sangre de la chica pertenecía al orgulloso reino de la Buena Gente, Las hadas poderosas y ancianas cuyo cuerpo y nombre Sonumbros borró de toda existencia. Esta chica era hija de una de ellas, la tercera en la línea de sucesión. Sobrevivió porque unos sirvientes trasgos se compadecieron de ella y se la llevaron antes del pillaje de las tropas del nocturno. Desde entonces vivió como un trasgo, pero el tiempo la hizo demasiado vistosa para su oficio.
El nocturno Decidió que, ya que era su derecho de conquista, sería su nueva adquisición.
Exclamo al reconocer tu cuerpo esbelto, tu hermosa melena, parte de tu cara dulce y tus enormes ojos oscuros. Las mujeres a tu alrededor intentan adecentarte, tú no lo consientes y te pones a llorar. Ellas te dejan estar por el momento; saben que finalmente aceptarás tu destino.
Pero no lo aceptas.
Transcurre el tiempo. Las mujeres duermen entre cojines de plumas y alfombras de piel de dragón. Unos soldados de aspecto simiesco vigilan las propiedades de Sonumbros con espadas envainadas. Pasan a tu lado sin prestarte atención porque finges tener los ojos cerrados. Tú, que te has dejado las ropas de ladrona puestas bajo la suave manta de algodón, te escabulles por el ventanal cuando se marchan del jardín. Sin ser vista te diriges hasta las cuadras, donde robas el más veloz corcel del nocturno y te alejas con él a galope tendido.
Cabalgas por Penumbra durante días oscuros y noches aún más oscuras. El corcel te lleva hacia el sur. Llegas a un lugar donde las nubes de nada rodean pequeñas galaxias inestables; son los sueños de los durmientes, se forman y se retuercen hasta morir en un caótico baile de tormentas. Te adentras allí sabiendo que es tu última oportunidad, sabiendo que la vida que te espera es lo peor que podría pasarte.
En el mismo instante en que me encuentras, desapareces de Penumbra. Sigues la estela de mi sueño, te agarras a ella, escapas.
Como todo lo bueno que me ha pasado en la vida.
Regreso a mí mismo. Sonumbros me observa con un desapego aterrador. Sin poder evitarlo le respondo que no sé dónde estás. Sonumbros avanza hacia mí, sus manos engarfiadas sujetan las solapas de mi chaqueta.
Sus ojos se clavan en los míos y mi corazón entiende; se quiebra un millón de veces al percibir los sentimientos de una infinidad de seres de mundos extraños. Todos tienen una cosa en común: la soledad, la desesperanza, la demanda de algo que nunca se conseguirá pero que, sin embargo, se sigue esperando.
Me pregunta dónde estás.
Te has escapado.
Mejor.
Los rayos del sol me despiertan. Unas nubes se asoman a través de los edificios sin color de la manzana, donde pájaros deslucidos gritan histéricos al amanecer. Permito que el día me quite de los ojos las pesadillas, y los sueños.
Me levanto con dolores en todo mi cuerpo. Bajo por el ascensor sin saludar a ninguno de los vecinos que se han montado conmigo y que preguntan cosas que no logro oír. Cuando llego a mi planta, salgo y entro a mi piso. Me meto en la ducha durante media hora; me quito la suciedad de mi piel, la que sé cómo limpiar. Al salir miro el despertador. Todavía tengo tiempo para desayunar, para vestirme, sacar el coche del aparcamiento, poner la segunda, girar hacia la izquierda, llegar a cuarta marcha, enfilar hacia la autovía, donde el gris de la carretera me recordará la esperanza rota de esta noche, llegar a mi trabajo, volver a esperar algo que sé que nunca más sucederá…
Oigo ruidos en la sala de estar: un crujido de algo de madera, el susurro de un tejido.
Corro. Mis pasos retumban en el piso torpes, pesarosos, esperanzados.
Estás asomada bajo la falda de la mesa camilla, me miras con tus ojos grandes y arrobadores. Me preguntas algo en un idioma que no comprendo, yo asiento con la cabeza. Sales tímidamente de tu escondrijo y me saludas con una sonrisa que ilumina el gris de las fachadas de enfrente, el gris del cielo y el gris de mi corazón.
Entonces te digo:
–Hola, mi soñada.
FIN
Relato nominable al I Premio Yunque Literario.
Sobre el autor: Carlos Pellín Sánchez. Novelda, 1986. Licenciado en matemáticas. Profesor de secundaria.
Desde siempre ha querido escribir historias. Tras dejar de estudiar, lo intentó con más ganas.
Diestro común de espada larga. Todavía empuña el acero en su corazón.
Su perfil de Twitter es: @heriseus
Dentro de muy poco podréis leer su relato Si hay nadie en el bosque en la II Antología T.Errores de la maravillosa web Dentro del monolito.
Y ya podéis descargar su publicación:
Cantar de Fayna y el forastero, un cantar de gesta fantástico, en Lektu:
https://lektu.com/l/editorial-nina-loba/cantar-de-fayna-y-el-forastero/15694
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