“Qué verdad es que la vida es un andar, una huida de continuo hacia el acantilado”
Y qué triste es sentir que, cuando fuimos primavera, dejamos escapar los besos que habrían caldeado nuestro invierno. Qué triste es asumir que el sol del verano nos cegó. Y que mientras nos calentaba, permitimos que se esfumase el tiempo. La vida es una sucesión de momentos que tienden a marchitarse si no nos aferramos a ellos con la suficiente intensidad. Un desfile de almas que nos tocan sin que nos demos cuenta, que nos marcan y nos dejan cicatrices invisibles hasta que no hay vuelta atrás. Pero no comprendemos nada de esto hasta que somos otoño. Hasta que hacemos balance y tratamos de prepararnos para el tramo final. No comprendemos nada hasta que nuestras hojas se han marchitado como los besos que no dimos. Hasta que la pérdida y el dolor dejan un filtro gris en nuestra memoria. Hasta que asumimos que fuimos necios. O torpes. O incapaces, pues no vimos que la única búsqueda que merecía la pena era la del amor. Porque, ¿qué es la vida sin amor?
“A vosotros, que cantáis y que os marcháis y venís y dejáis pasar el tiempo en contra vuestra. ¿No escucháis las campanas, el tañer ensimismado de la muerte? ¿No escucháis los gemidos, el sonoro retumbar de un grito de agonía?”
La mirada áptera arranca con un “adiós”. Con una despedida intensa, hermosa y dolorosa que Cristina Arias desearía transformar en un “hasta luego”. Sus versos te atrapan y te sacuden. Te enfrentan a lo efímero de nuestra existencia y te hacen temblar ante la idea de haber pasado por la vida sin aprovecharla. Y, aunque deja que la luz del Sol ilumine muchos de sus poemas, a nosotros no nos permite librarnos de cierta melancolía.
La naturaleza, omnipresente, sustenta sus metáforas y potencia los sentimientos que obligan al lector a detenerse y a hacer balance. A preguntarse si valoramos más el amor cuando flotamos en su nube o si lo hacemos cuando ya es un solo un recuerdo.
“Éramos dos. Fuimos dos y el mundo era uno a nuestro paso”
Cristina nos hace desear volar para, acto seguido, recordarnos que no tenemos alas. Es cruel, pero no culpable; se abre a nosotros mediante su poesía y no teme mostrarnos su enorme sensibilidad. Nos advierte de que el tiempo pasa rápido y nos exige que vivamos. Que amemos y que no olvidemos a quienes ya no están, pues así lograremos que ese largo paseo hacia el acantilado del que nos habla tenga sentido.
“Soñadora de la primavera, dime, ¿quién te hace daño?”
La mirada áptera es un poemario tan necesario como el otoño. Leedlo y lo recordaréis cada vez que veáis un remolino de hojas arrastradas por el viento.
Podéis adquirir un ejemplar de esta maravillosa obra en la web de la Editorial Cuadranta.
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