Gusta leer una novela ambientada en un pueblo, casi idílico, donde las calles dan al mar y los vecinos están para acompañarte y echar una mano cuando es necesario. En este escenario se desenvuelve Vanina Garrasi, una subinspectora siciliana que cuenta con un equipo de confianza, que la aprecia, sabe su valía y no duda en trabajar lo que haga falta. Menos mal, porque el caso que llevan entre manos en La lógica de la luz es algo enrevesado. Leí Arena negra, de Cristina Cassar Scalia, básicamente porque había oído que era la sucesora de Camilleri, y disfruté con la novela, así que el segundo caso de esta policía de Catania me apetecía muchísimo.
La intriga está servida: Una chica, Lorenza Iannino, desaparece al tiempo que encuentran una maleta en el mar, vacía y con restos de sangre. Monterreale y el periodista Sante Tammaro, amigos del inspector Spanó, ven a alguien la noche anterior transportando una maleta pesada que deja en las rocas del acantilado. Todo indica que se trata del mismo asunto, así que el equipo de Garrasi se pone en marcha para descubrir lo que pasó realmente.
Probablemente, por el buen hacer de todos y una profesionalidad intachable, por el papel tan igual que la mujer y el hombre juegan en el trabajo y en la vida privada de la novela, me llama la atención la forma en que Vanina se dirige a su equipo «—A ver, niños, vamos a hablar claro», en más de una ocasión. Asimismo rechinan faltas de concordancia y ortografía, fruto, no me cabe duda de un defecto de traducción, pero no favorecen a la autora. «Incluida el comisario», «sino podrían haber parado a cenar», «Ni un aspirante a sacerdote que resulta ser alérgico a las ostias».
Aun así, la novela es entretenida y recomendable.