Era una pareja divertida de aquel pequeño pueblo castellano, pareja que provocaba la envidia porque casi nunca se les veía discutir, y su complicidad siempre iba en aumento. Paseaban cogidos de la mano a pesar de los muchos años que llevaban de novios, y es que era agradable verlos tan unidos, tanto, que despertaban sensaciones contrapuestas de admiración y resentimiento, en unos porque se sentían identificados y henchidos de felicidad, y en otros por el dolor que provoca la soledad y el fracaso de relaciones anteriores.
Él se llamaba Ernesto, joven apuesto, de hombros anchos, mirada altiva y encendidos ojos vivaces y pícaros. Con asombrosa habilidad, mucho esfuerzo y dedicación, había abierto un extraordinario estudio fotográfico antes de la crisis. Desde luego ilusión y ganas no le faltaron y su ímpetu era contagioso. A pesar de la decadencia económica, no le afectaban lo más mínimo las caras de circunstancia de sus vecinos, casi todos asolados por el paro y la desidia. Ernesto sacaba fuerzas de flaqueza y voluntad e imaginación para ingeniárselas y llegar dignamente a fin de mes. Les demostraba a todos que con tesón y fuerza de voluntad, cualquier negocio puede ser próspero. Se especializó en bodas y bautizos, en cumpleaños y eventos académicos. Supo adaptarse a la pésima situación económica, y sus ofertas ofrecían retoques de photoshop y adornos con escenas familiares, festivas y alegres; justo lo que necesitaba la gente sencilla de un pequeño pueblo.
Ella era Lola para los amigos y había estudiado filología francesa con excelentes resultados académicos. Durante algunos años fue dichosa dando clases de lengua francesa en la academia del pueblo. Su extraordinaria capacidad para empatizar, su sensibilidad a la hora de explicar un idioma repleto de singularidades y excepciones gramaticales, eran muy admiradas por los vecinos. Se trataba de un idioma que no estaba tan de moda como el inglés, pero tanto turista francés, tanta empresa de aquel país, animaban a más de uno a probar suerte y buscar el refuerzo escolar que tan amablemente mostraba Lola. Sin embargo la crisis no pasó desapercibida para su academia, y a pesar de que bajaron los precios de la matrícula y aumentaron los horarios de clases, la academia quebró. En este sentido es muy importante resaltar que la depresión no le afectó, como se pudiera llegar a pensar en alguien que lleva mucho tiempo en paro; su sonrisa y vitalismo la animaron a practicar la natación en una piscina municipal varios días a la semana, acudir a un grupo de jotas castellanas y aprender a tocar la dulzaina, uno de los instrumentos tradicionales de su tierra. Aprovechaba el tiempo como podía, sabiendo que la ausencia de trabajo era una gran oportunidad para ocupar el espacio de ocio en actividades de las que debía prescindir cuando trabaja. Jovial y entusiasta, no perdía la esperanza en aprobar unas oposiciones para ser profesora. Proyectos no le faltaban, de hecho siempre exhibía una sonrisa inteligente repitiendo que “la vida es un proyecto personal, es el mayor proyecto, y no hay que desperdiciar ni un solo día”.
Eran felices. Últimamente no paraban quietos, como si algo enturbiara su natural estado de armonía, angustiados por la situación económica. El estudio fotográfico de Ernesto no iba muy bien y a Lola se le había terminado el subsidio de desempleo… debían hacer equilibrios económicos para poder irse de cena las noches de los sábados, o para poder escaparse al cine y disfrutar de una noche romántica en la ciudad al menos una vez al mes, como acostumbraban a hacer antes de que todo se torciera.
Cuando peor podría parecer que les marchaba la vida, cuando los rencorosos parecían frotar sus manos con entusiasmo lacerante, Ernesto y Lola tomaron la mayor decisión de sus vidas: casarse. Sus padres que no se lo creían, no cabían de entusiasmo, y los amigos se mostraron encantados con semejante noticia, inesperada pero previsible por el tiempo que llevaban juntos. Una boda es un gran acontecimiento, algo memorable que permanece en el recuerdo, así que el júbilo general, como es de suponer, fue espontáneo y todo el pueblo les dio la más sincera enhorabuena.
Lo que nadie se podría imaginar es que aún había más sorpresas: Ernesto había sido seleccionado para un concurso muy importante, se trataba de un programa de televisión muy poco conocido, un “espectáculo de realidad”, parecía que lo llamaban. Los más ancianos gesticulaban con expresiones graciosas para intentar pronunciarlo en inglés, pero al final todos preferían castellanizarlo porque sentían que hacían el ridículo. Un “espectáculo de realidad”, palabras explosivas que no les decían nada, algo inaudito en lo que nunca nadie del pueblo había participado. Un concurso en directo y televisado, justo lo que les faltaba a los envidiosos para morirse de rabia, y es que esta pareja no dejaba de sorprender a conocidos y extraños. Resulta que ese dichoso programa de televisión consistía en que Ernesto debía permanecer interno en una casa enorme con todo tipo de lujos, secuestrado —de forma voluntaria, faltaría más— con otras once personas, chicos y chicas, viviendo con total normalidad, para que psicólogos y sociólogos analizasen sus conductas, infirieran teorías sobre el comportamiento humano y los espectadores pasasen un rato agradable, como si de un experimento con conejillos de indias se tratase. ¡Además se emitiría en directo! Nada más y nada menos que las veinticuatro horas del día, una auténtica locura. El desconcierto, como os podéis suponer fue generalizado, y en todo el pueblo no se hablaba de otro tema.
Los rumores fueron creciendo según se aproximaba la fecha del inicio de aquel espectáculo, y muchos vecinos barajaban la posibilidad de que Ernesto hubiera accedido a entrar en semejante y bochornosa exhibición circense, por una cuestión económica. Todo indicaba que la recompensa por “aguantar” encerrado un mes, era una enorme suma de dinero, porque no se podían creer que alguien renunciara a su vida privada, a su libertad y a estar con la mujer amada si no era por el vil metal. Nadie con dos dedos de frente accedería a estar encerrado durante un mes. ¿Cuál era la miga de aquel absurdo concurso? Cada semana se expulsaría a uno o varios concursantes, que recibirían una compensación ridícula. Solo los que aguantasen la “vergüenza” de pasar el mes entero, recibirían una gran cantidad, suficiente para pagar la hipoteca de la casa y unas buenas vacaciones. A pesar de que el pueblo estaba dividido entre los partidarios de pasar tan amargo trago y los que no lo consentían, la inmensa mayoría de vecinos coincidían en que una pareja joven con ilusiones de boda e iniciar una vida juntos, necesitaba un nivel de ingresos aceptable, y todos eran conscientes de que la situación económica era dramática para su generación. Más de la mitad de los jóvenes se hallaban en paro, y los que trabajaban lo padecían en condiciones precarias y sin derechos. Como a nadie le sobraba el dinero, las voces críticas se fueron apaciguando según pasaba el tiempo. Poco a poco la gente fue consintiendo que Ernesto ingresara en aquel “espectáculo de realidad”.
Antes de que se lo pudieran creer, llegó el gran día. Lola le acompañó con los ojos enrojecidos a la capital, y entre abrazos, besos y lágrimas, aparecieron unas incómodas cámaras de televisión que captaron el momento de dolor, y cómo ella le decía “adiós” y “te quiero” con el corazón encogido. Fue muy rápido, semejante a una película americana en la que ellos fueran actores profesionales. Le condujeron por un luminoso pasillo, y ante los aplausos de miles de espectadores que desde una tribuna disfrutaban de la inauguración del programa, fueron entrando en tropel la docena de jóvenes con los que compartiría vivienda por treinta días y treinta noches. Había de todo, mismo número de chicos que de chicas. Algunos confesaban abiertamente ante la cámara que su única intención era ganar mucho dinero, otros, más prudentes, que por encontrar nuevas experiencias, por conocer gente interesante, por echarse novia… o por la legítima ambición de hacerse famosos e iniciar una carrera como actores. Cada cual participaba en el concurso con sus propias motivaciones, personales o públicas, sinceras o falsas, pero ninguno repitió la misma frase. Ernesto se puso nervioso, era evidente que nunca se había colocado ante una cámara y, titubeando, solo acertó a sonreír expresando el entusiasmo que le desbordaba por su próxima boda. A lo que el locutor añadió que se trataba de otro joven que quería dinero para pagarse el evento. A Lola no le hizo mucha gracia que alguien pensara que eran unos muertos de hambre, pero resignada, se tuvo que tragar su orgullo, reconociendo para sus adentros que ese era el motivo. Necesitaban dinero para seguir viviendo con dignidad…
Las cámaras se aproximaron sin reparos a los ojos de Ernesto, anegados en lágrimas por la amarga despedida. A continuación muchas mujeres de mediana edad que contemplaban la escena desde el púlpito, sacaron sus pañuelos y sollozaron con mirada enternecedora. La audiencia se disparaba ante aquellos instantes de sensibilidad extrema. Ernesto, sin saberlo, se revelaba como un joven prometedor que podía dar mucho juego a lo largo del mes, y las apuestas comenzaron a retar que tenía posibilidades de aguantar hasta el último día.
Algo que pasó desapercibido para Lola, fue cómo algunas chicas que también participaban en el concurso se mordían los labios mirándole de reojo. Las cámaras lo captaron y lo explotaron pensando que aquello prometía.
Para Ernesto fue una vivencia de lo más enriquecedora. Desde el primer día le resultó todo tan especial, que estaba encantado con sus nuevos compañeros. Carecían de intimidad, siempre vigilados por las voraces cámaras que se colaban en todos los rincones, por lo que apenas le restaba tiempo para pensar en Lola, en un espacio tan reducido con seis chicas y cinco chicos con quienes compartir todas las confianzas y todos los momentos del día. No paraban de hablar de la vida cotidiana de cada uno, y el tiempo pasaba rápido y sereno. De eso se trataba. Era tan vertiginoso, que se olvidaban de las cámaras que sin descanso les escrutaban. Pasados los primeros días, comenzaron a actuar con naturalidad, algo de lo que hablaban abiertamente los sociólogos, y era cuando el programa ganaba interés y se podían extraer conclusiones de la vida y mentalidad de jóvenes menores de veinticinco años. Se comportaban como lo harían en su propia casa y con su propia familia. Para Lola era incómodo que él hablase de su vida privada, de su trabajo, de su infancia… de ella… se trataba del duro precio que debían pagar por haber aceptado la participación en el dichoso programa. A diario se organizaban corrillos por el pueblo y todos opinaban sobre las actuaciones y comentarios de Ernesto, si acertaba con determinada declaración o si había metido la pata, lo que descomponía a Lola. En muy poco tiempo sintió que no soportaría muchos más días la ausencia de su novio y comenzó a arrepentirse por haberse dejado persuadir en algo tan descabellado y descarnado para la vida de una persona.
Y contra todo pronóstico y pasada la primera semana, Ernesto comenzó a disfrutar de aquel experimento.
Ella escuchó rumores nada tranquilizadores, alguien en su pueblo había creído escuchar a Ernesto en una conversación matutina con otros chicos, jactarse de lo buenas que estaban algunas de sus compañeras. Lola no estaba segura de haber escuchado semejante tontería, por lo que no le dio la menor importancia.
Cuando aún no había acabado la segunda semana, las cámaras se volvían locas yendo de unos a otros. Los grupos se habían ido transformando en subgrupos menos numerosos, con conversaciones más íntimas y personales, por lo que era complicado seguir las historias personales de todos y cada uno de los jóvenes. Cuando las cámaras se aproximaban a Ernesto, disimulaba volviéndose, tratando de mantener fugaces secretos con sus compañeros… y compañeras. La gente del pueblo comenzó a decir que Ernesto no se separaba de una chica rubia de su misma edad, también fotógrafa, y al parecer muy guapa. Lola no quería dar crédito a aquellas estupideces, aunque reconocía que no podía estar pegada al televisor todo el día, por lo que los acontecimientos del programa le llegaban por las habladurías de los vecinos y no por ella misma. Tan molestos eran, que decidió a media tarde encender la tele, para observar atónita a su Ernesto musitando al oído de una chica que no paraba de sonreírle. Y en primer plano. Ella se alejaba de él y lo hacía contoneando las caderas, y él, como un idiota, se iba detrás de ella… A Lola se le escaparon unas lágrimas. Sintió que aquel experimento estaba llegando demasiado lejos. Lo peor era salir a la calle y observar cómo los demás evitaban su mirada, cómo bajaban el tono de voz. Día tras día, la angustia había comenzado a crecer en su corazón. Ernesto tonteaba descaradamente con aquella desconocida, que se presentaba ante las cámaras con los labios profusamente pintados de rojo, con las mejillas sonrosadas y rímel en las pestañas. Vestida de noche de sábado, con sus insinuantes curvas, luciendo prominentes escotes que sabía que tanto gustaban a Ernesto.
Lola se levantó al día siguiente con un mal presagio que le hirió como una punzada. Encendió la televisión y ante ella estaba Ernesto en actitud cómplice con aquella desconsiderada. Los subtítulos permitían seguir la conversación, debido a la música ambiental. Pudo leer para su desgracia que ella le ofrecía traerle un postre del frigorífico y Ernesto respondía que le trajese algo tan dulce como ella. Para colmo la muy frívola le daba la espalda y se acercaba al congelador, mostrando su firme trasero a través de unos descarados leguins de los que él no perdía ojo, y le traía un plátano con nata. Le decía que no había encontrado nada tan dulce como ella, pero que los plátanos eran su fruta favorita. A continuación, Ernesto se incorporaba de su silla y se besaban. Y no se trataba de un beso robado. Sus lenguas se movían ardientes, y sus cuerpos se rozaban con arrebatadora pasión. Las manos de él sobaban con absoluta vulgaridad los pechos de aquella desvergonzada, y se podían escuchar hasta sus lascivos gemidos que no disimulaba para excitarle aún más. Se alejaron sibilinamente de las cámaras, y estas se concentraron en otra pareja que hacían lo mismo. ¿Pero qué estaba sucediendo en aquella casa? Aquel espectáculo no podía continuar, ¡alguien tenía que detenerlo! Lola no se atrevió a salir a la calle en todo el día. Tampoco puso la televisión, no podía soportar volver a ver la imagen de su Ernesto con otra mujer.
Algo entre ellos acababa de morir de manera trágica.
Los días pasaron cayendo como una guillotina sobre Lola. Ernesto siguió con sus escarceos sexuales con aquella chica, con más besos y abrazos. En una deplorable ocasión, encendió el televisor y en primer plano apareció su todavía prometido, dando unos vulgares lametazos a los muslos de aquella descarada, como un perro, lamiendo con lascivia, ascendiendo hasta las ingles, recorriendo las piernas de aquella mujer que mientras tanto, saboreaba un helado, chupándolo y abriendo exageradamente la boca para introducírselo y volver a sacarlo, dejando que por la comisura de sus labios se escapasen gotas de saliva que recorrían su mentón y cuello… y la cámara captando cada una de aquellas lujuriosas escenas. La postura de Ernesto, arrodillado ante ella, sumiso y desbocado por los instintos sexuales más banales, produjo en Lola un dolor inenarrable. Antes de apagar la televisión, la cámara acertó en la más que evidente erección que disfrutaba él, y en cómo aquella mujer frotaba uno de sus pies desnudos sobre el pene, en movimientos oscilatorios, y para que la humillación fuera más cruel, el locutor acentuaba lo virtuosa que se mostraba aquella mujer al conseguir excitar a Ernesto.
Lo más patético de todo, es que nadie en el pueblo abría la boca. El mutismo era general, lo que golpeaba sin piedad a Lola, porque las miradas inquisitivas acertaban en su marchito corazón.
Cuando quedaban apenas seis días para que terminase aquel infierno que ardía en las entrañas de Lola y consumía sus esperanzas, le llegó una carta inesperada. La abrió con lágrimas en los ojos y sin el menor interés. Se trataba de una certificación urgente del Ministerio de Justicia. Se asustó sin comprender de qué se trataba. Se vio obligada a releerlo varias veces. La notificación hablaba de la urgente formación de un jurado popular para decidir sobre la culpabilidad o inocencia de un supuesto criminal. Lola había sido seleccionada para ese jurado. Estudió detenidamente las distintas alegaciones para evitar semejante suplicio que llegaba en el peor momento, y se percató de que no podía objetar nada en absoluto. Debía formar parte de aquel tribunal de jurado popular compuesto por trece personas, todas con formación académica… y debía incorporarse en cuarenta y ocho horas.
Tras meditarlo algunas horas, llegó a la conclusión de que, en el fondo, aquel acontecimiento llegaba en el mejor momento, justo cuando se estaba ahogando viviendo en aquel pueblo donde todo el mundo sabía de su desdicha. Se comparó con un avestruz que sepultara la cabeza en tierra para desaparecer y huir de aquel pueblo donde decenas de ojos la acechaban día y noche. No podrían acusarla ni de escapar ni de rendirse, obedecía las órdenes del Ministerio de Justicia, carecía de excusas y los demás lo comprenderían.
Se incorporó a la hora establecida en el lugar indicado, donde debía vivir interna un par de semanas hasta dictar una sentencia adecuada sobre el destino de una persona, una responsabilidad que Lola no podía asumir, una responsabilidad para la que no estaba preparada, pero que no podía obviar. La había tocado y no podía negarse. Desconcertada, entró en una sala y conoció las habitaciones donde dormiría, gozando de total intimidad. Por fin percibió un poco de silencio a su alrededor, un mínimo de paz en un lugar donde nadie conocía su desdicha. Se presentaron los trece escogidos, entre los que se encontraban algunos jóvenes de su misma edad, por lo que sonrió a su destino por primera vez en varias semanas. Sus compañeros parecían bastante amables y tan desorientados como ella, a todos les había pillado in fraganti la constitución de aquel jurado popular, todos tenían una vida en el exterior, y esta “aventura” iba a suponer una interrupción en sus quehaceres diarios. Desde luego les pagarían un sueldo digno, pero nada parecido a lo que estaba ganando Ernesto encerrado y jugando con aquella rubia. Después de unas pocas palabras con sus nuevos compañeros del jurado, Lola se sintió aliviada al comprobar que eran gente culta que no acostumbraba a perder el tiempo viendo “espectáculos de realidad”.
Con enorme celeridad empezó el trabajo, el delicado y exhaustivo trabajo de conocer al juez, al fiscal y al abogado. Así fueron cayendo día tras día, sin conocer ningún detalle del mundo exterior. Vivían en una verdadera prisión inexpugnable, donde su única obligación era concentrarse en el caso en cuestión, ajenos a las influencias del mundo exterior.
Pero también hubo tiempo para conocerse entre ellos. Era parte del trabajo, conocer los puntos de vista de sus compañeros, los diferentes ángulos de visión del caso, los argumentos que defendían, cómo empatizaban con la víctima y el supuesto culpable. Lola se encontraba absorta en tal encomiable misión, embelesada, sintiéndose útil, cuando otro compañero, un joven de ojos azules y mirada cautivadora, le dijo una mañana por sorpresa lo hermosa que era…y en francés, un idioma que en poco tiempo descubriría que ambos dominaban —se daba la causalidad de que los dos habían estudiado filología—. La pilló desprevenida y se ruborizó, ella siempre había vivido en el pueblo y no estaba acostumbrada a escuchar zalamerías de chicos de ciudad; siempre pensó que podían llegar a ser demasiado bravucones y maleducados, pero este chico que se llamaba Tomé se mostraba muy sensible, y su mirada despertaba una conmovedora impresión de sinceridad. Se sintió importante, que era “alguien”, que salía del anonimato y aquello le daba una confianza que había perdido, así que decidió pintarse los labios de una tonalidad leve… que al día siguiente fue un rojo más intenso, como lo fueron las palabras de aquel galante chico que no paraba de buscarla por los pasillos y decirle frases tiernas. Por primera vez en mucho tiempo, era alguien para alguien.
Cuando expiraban los días para la sentencia, llegó el primer beso. Un beso dulce, sensual y breve, un beso tan arrebatador como robado, a espaldas del resto, buscando el particular paraíso que fuese trascendente para dos jóvenes, que lo viviesen y sintiesen en su fuero interno, un regalo que se otorgaban simplemente por ser como eran. El sentido más elemental del beso, reconocer al ser querido, demostrar amor, fue el sentimiento que inundó el corazón de Lola. Y a ese tierno e inocente beso le siguieron otros, menos ingenuos, anhelados besos que se prolongaban en los momentos de confianza, en los pasillos vacíos de la segunda planta de aquel piso búnker, aprovechando que los demás se hallaban reunidos en el salón o en la sala de estudio.
A las pocas horas, en el momento del crepúsculo, después de un día agotador de deliberaciones interminables, cuando ella salía de una relajante y recuperadora ducha, Tomé llamó a su habitación con insistencia. Lola se asustó, se cubrió con una sencilla toalla y abrió la puerta desconfiada, y se encontró de sopetón con aquellos hermosos ojos azules. Él cerró la puerta tras de sí y le dijo lo mucho que deseaba estar a su lado a solas. Lola actuó de una manera inconsciente… ¿o tal vez deliberada y consciente? Por primera vez en mucho tiempo era dueña de su destino, todo dependía de su decisión y actuó con total libertad: soltó su toalla impulsada por el cautivador anhelo de sentirse deseada, y mostró su cuerpo desnudo ante él. La mágica luz de la luna llena inundaba la habitación con una seductora tonalidad azul turquesa, dibujando y exaltando su figura con atractiva sensualidad. Y él la besó ardientemente, y no solo en la boca, su lengua recorrió su cuello, sus hombros y sus pechos con un ritmo acelerado y una respiración cada vez más afectada. Con embriagadoras ansias mordió sus pezones sonrosados, chupándolos, lamiéndolos con delectación, una y otra vez mientras ella lo arrastraba hasta la cama, y sintió cómo la lengua de aquel hermoso efebo que los dioses le regalaban, se sumergía entre sus piernas con la ferocidad de un lobo hambriento. Comenzó a gemir guiada por el sabio instinto, y sintió cómo ese detalle le enloquecía aún más. Ella sabía que se encontraba muy húmeda, pero lejos de sentir vergüenza por ese detalle, dejó que él se alimentara de su sabroso néctar, separando aún más los muslos, facilitando su trabajo, que no parase de saborear y succionar con su lengua endiablada. Así hasta que Lola decidió que había llegado el momento de la penetración. El momento en que un fuego abrasador ardería en sus entrañas pidiendo más y más guerra. Ella se volvió ofreciéndole su trasero, que él solía enaltecer y admirar con absoluto deleite, y en esa posición, sintió cómo su soberbio miembro se hundía en las cavidades más íntimas, sintiendo un placer inenarrable que en muy pocos minutos desembocaría en un éxtasis que la conduciría al paraíso. A un paraíso merecido y reconfortante.
Los siguientes días no podían impedir que una sonrisa les acompañara en todos los momentos de la investigación. Daba igual que estuviesen debatiendo la postura de la víctima en el momento de morir supuestamente asesinada, o cómo manejaba el cuchillo el culpable; escabrosas escenas en las que sus compañeros dilataban las pupilas preocupados, atemorizados, indignados por la tragedia que debían desentrañar… Lola y su amante no paraban de sonreír de forma cómplice y divertida.
En el momento del almuerzo, cuando se repartían las tareas para el receso de tan delicado trabajo jurídico, los dos se escabullían sin dar explicaciones, y aunque todos disimulaban, ya sabían la causa de la felicidad que irradiaban los ojos de ambos. Fueron sin pensarlo a la habitación de Lola, y en un acto de suprema habilidad, las manos de él se deshicieron de su falda en muy pocos instantes, y sin que se percatara, Lola se rio al comprobar cómo su sujetador también caía al suelo.
Ella comprendió lo que era la pasión, el fuego que ardía en su interior. Con sus dedos acarició su pecho, el torso de un hombre diferente a Ernesto, de un hombre que le enloquecía con sus ojos azules y su mirada cautivadora. A continuación, fue él quien besó sus pezones para provocar que se le erizase el vello del cuerpo. Con una de sus enormes pero suaves manos, acarició su clítoris y sus labios vaginales, mientras le susurraba eróticos versos en francés. Ella acompañó aquellos movimientos con sinceros gemidos, y a partir de aquel momento, el frenesí pasional se adueñó de sus vidas, como si fuese un espíritu que acababan de despertar y que cabalgaba impulsado por el poder del deseo. Ese espíritu que les envolvía dichosos les pedía guerra, fuego, más y más fuego abrasador, dejarse llevar en un viaje donde el sexo les conduciría a la gloria.
El último día, sabedores de que a las doce debían estar todos presentes para dictar sentencia y motivarla de manera individualizada, Lola estaba en la cama, abrazada a Tomé, encima de él, disfrutando del mayor de los placeres terrenales sin medir las consecuencias… sin parar de moverse de forma salvaje hasta que el orgasmo detuvo el infernal vaivén y con júbilo los dos se tumbaron bocarriba recuperando el aliento. Miraron el reloj y entre risas se vistieron a toda velocidad para acudir a tan trascendental acto, y a duras penas, conteniendo la emoción, pudo Lola expresar su dictamen: “le considero culpable de todos los cargos”. Sin parar de sonreír.
*
La boda se celebró según lo acordado. Tal como estaba previsto, no se variaron los planes en absoluto. Con el dinero ganado en el programa televisivo, pudieron pagar la hipoteca, ampliar el estudio fotográfico de Ernesto, abrir una academia de francés para que Lola pudiera trabajar, y hasta irse una semana de vacaciones a Portugal. Se sentían henchidos de felicidad y nadie en el pueblo abrió la boca, como mucho para compadecerse de Lola, diciendo para sus adentros: “pobrecilla, lo que le habrá tocado sufrir…”
Después de la luna de miel, un orgulloso y altanero Ernesto volvió al trabajo, satisfecho por la comprensión de Lola ante sus “frívolos escarceos”. Al fin y al cabo Lola le había creído, porque todo fue culpa de la otra desvergonzada que se aprovechó de la ingenuidad de Ernesto. Él le había repetido una y otra vez que a pesar de su deplorable actitud, no habían llegado a acostarse, y entre lágrimas repetía una y mil veces lo mucho que amaba a Lola.
Lola, “demasiado comprensiva” para sus vecinos, un ejemplo a seguir para muchos, se marchó a la capital para trabajar en su recién inaugurada academia de francés. Acababa de contratar a otro filólogo como ella, un joven apuesto de ojos azules y mirada cautivadora…
Relato cedido por el autor. No nominable al I Premio Yunque Literario.
Vallisoletano, diplomado en Educación Social y licenciado en Antropología, ha publicado nueve novelas de género, recibiendo el reconocimiento por algunas, como el Éride 2013 por su ópera prima Los ángeles caídos de la eternidad y por la distopía Metanoia, y una nominación a los Premios Ignotus en la Categoría Mejor Novela 2017 por Fractura, en la que realiza una dura crítica al fraking.
Ha cultivado el terror gótico con El Sabor de tu sangre y Gótica y Erótica, y la ciencia ficción transhumanista con Fracasamos al soñar, primera entrega de sus Crónicas Cibernéticas.
Con La maquilladora de cadáveres se reedita su primera novela, debido al interés suscitado por la crítica y la temática negra y bizarra.
En 2018 publica Cuando se Extinga la Luz, una ucronía con toques góticos y lovecraftianos.
En 2019 recibe el Premio Literario Rosa Chacel, galardón que reconoce su carrera literaria, su proyección nacional y su aportación al género fantástico en las letras españolas.
En 2020 publica la segunda entrega de sus Crónicas Cibernéticas, que lleva por título Un mundo para el olvido, y su última novela El último de la fiesta.
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Bien!!! Me ha gustado mucho, en especial esa exploración del paralelismo temporal y la consiguiente simetría, con los hilos entrecruzándose de forma caprichosa y absolutamente paradójica. Con esa mezcla de comedia que al unísono es trágica. Como la propia vida. Muy reallity. Precioso
Gracias por entrar y leer el relato. La verdad es que hasta ahora son todos buenísimos. Creo que has acertado en tu percepción. Hay cierta simetría en el concepto narrado con la realidad. Y, por supuesto, la realidad de lo que ocurre en los medios supera a la ficción narrativa. ¡Qué vida más loca!
Un abrazo