Entre el sobresalto y el estremecimiento, entreabro los párpados.
Mi primer acto consciente en la nebulosa de Morfeo es mirar el despertador que, con sus refulgentes números rojos, vomita unas obscenas 02:08 de la madrugada.
Me enderezo despacio a la espera de que se trate de una alucinación.
Un teléfono que suena en la noche resulta perturbador. En mí despierta los temores más cervales: es el lamento de una ambulancia o el ladrido de un perro en el mudo y temible conticinio, esa hora bruja que llama al crimen y a la muerte.
La llamada es larga, obstinada. Supone una urgencia insidiosa y taladrante. Es amenazadora porque ese número, uno distinto al que uso regularmente, lo tiene un muy reducido grupo de personas. Anuncia gravedad.
Palpo la mesita hasta que mis dedos alcanzan el aparato. Descuelgo. Pronuncio un “¿Dígame?” con pereza. La voz áspera de un desconocido pregunta:
—¿Es usted el hijo de Elpidio Hernández?
Dudo.
Sí. Dudo.
Porque en comisaría soy el oficial Saúl Hernández; en el ambulatorio al que acudo a por mi tratamiento contra el insomnio, el señor Hernández, a veces don Saúl —lo cual me hace sentir viejo y decrépito, aunque aún no he cumplido los treinta—; en la caja del supermercado en la que deposito estratégicamente mi compra para que sea Elena, con su sonrisa de luna en cuarto creciente, la que pase los códigos de barras por el escáner, solo Saúl.
¿El hijo de Elpidio Hernández?
Hace doce años lo era.
Después de lo sucedido, puede que no.
Mi interlocutor debe pensar que la deshora me traiciona y aguarda, en un silencio acompañado por su respiración pausada y el aleteo de unas hojas —parecen gruesas y pesadas, de un cuaderno grande, como los que había antaño en las recepciones de los hoteles—, a que yo conteste.
—Sí —digo lacónicamente tras un sombrío silencio.
Al otro lado, un suspiro que suena a “por fin” y un bolígrafo que cae sobre una superficie lejana y dura, dan paso a un abrupto:
—Lamento comunicarle que su padre ha fallecido.
—¿Cómo? —acierto a preguntar.
No es un ¿cómo? que signifique ¿de qué manera?, sino una expresión de asombro, de incredulidad. Mi interlocutor —que, por cierto, aún no se ha presentado— lo interpreta de la primera manera.
—Era un preso integrado, pacífico, entregado a la lectura y los talleres de teatro. Nadie sospechaba que pudiera tener inclinaciones autolíticas —suena a excusa que no he pedido; le dejo continuar—, así que no prestamos demasiada atención a sus actos. Al parecer, durante días, se dedicó a arrancar jirones a las sábanas. Con ellos trenzó una soga. Lo encontraron hace una hora ahorcado en su celda. Como le digo, lo lamento.
He esperado con estoicismo a que concluya. Pero hace rato que se me ha helado la sangre. Nunca he entendido del todo esa expresión. En un instante he comprendido su literalidad. El hormigueo comienza en las plantas de los pies, asciende enroscándose como una serpiente, paraliza la espina dorsal en forma de escalofrío, llega al pecho y allí se estanca en forma de bola que, de fría, quema. Sin aliento, advierto que la sangre abandona mi cabeza y mis labios. La saliva se repliega.
El móvil resbala entre los dedos yertos y la gravedad me arrastra con él.
Parece que no me he abierto la cabeza a pesar de haberse golpeado con violencia contra el suelo, pero todo se ha vuelto negro.
Mauro Vergara era un hombre recio, de hombros amplios —como su sonrisa— y cintura estrecha —como su manera de hablar, sinuosa y envolvente—. Tenía los ojos tan oscuros que, alejados de la inflexión de la luz, se transformaban en enormes iris negros. El pelo, gris e hirsuto, lo llevaba peinado con dificultad hacia un lado. Por mucho que intentara que los insurrectos mechones se le pegaran al cráneo, se alzaban anárquicos y le daban a su cabeza el aspecto de un mar en plena galerna. Tenía la cara fruncida en vetustos pliegues.
Me lo encontré sentado, muy inhiesto eso sí, con los antebrazos afirmados en la mesa y los dedos enredados. Aquella postura le dotaba de un insultante aire de dignidad.
Me situé frente a él. Ladeó la cabeza. Me regaló una mirada cálida, una mueca obsequiosa y una sonrisa condescendiente. Tomó la palabra antes de que yo pudiera hacerlo.
—Así que, ahora que es usted policía, se pregunta si sucedió en realidad.
—Siendo sincero, quiero entender por qué pasó —repliqué a la defensiva.
—¿Tan importante es a estas alturas?
—Las pruebas solo admiten una interpretación objetiva. Yo deseo discernir qué lleva a una persona normal a mancharse las manos de sangre.
Lo dije toqueteando, con cierto nerviosismo, el dossier que había sobre la consola de madera de la sala de interrogatorios más recóndita y gris del edificio. La carpeta la habían colocado frente a mi silla antes de que llegara. La abrí despacio. La primera vez que me enfrenté a aquellas imágenes me causaron tanta impresión que tuve pesadillas durante semanas. Día tras día me asaltaron sueños oscuros en los que el cuerpo de la mujer se desmembraba otra vez, con lentitud, tras mis párpados cerrados.
El informe del forense, cuya copia tenía ante mí, describía con detalle el horror. Para empezar, la cabeza. Esa cabeza separada del cuerpo… Mostraba desprendimiento de región frontoparietal izquierda con destrucción del hemisferio cerebral, fisuras fragmentarias del maxilar superior e inferior, fractura de la base del piso del cráneo… Causa de la muerte: hemorragia meníngea masiva. Por la magnitud del traumatismo, el fallecimiento parecía haber sido rápido.
No sabía si me alegraba.
Alcé la vista. Supe que estaba demudado. Repito: no era la primera vez que me enfrentaba a ese crimen, pero aquellas imágenes… aquellas imágenes me atrapaban en una pavura que no conseguía conjurar.
—¿Qué? ¿Ya ha llegado a la parte del descuartizamiento o se ha quedado otra vez atascado en la decapitación? —preguntó Vergara.
Jugaba peligrosamente a la provocación. Posé los ojos en las instantáneas. Había no menos de treinta. Una por trozo. Dadas las características de las heridas, el patólogo encargado del examen de los restos afirmaba que el arma bien podría haber sido un instrumento provisto de filo y fuerza viva ¿Un hacha? Con toda probabilidad.
—No es un secreto que sin cadáver es difícil demostrar el delito o acreditar el modo en que se produjo la muerte —dije—. El descuartizamiento es un gesto criminal infrecuente que obedece, por lo común, a la necesidad de eliminar pruebas y ocultar el cuerpo… —le dirigí una mirada oblicua—, pero también es una muestra de odio ¿Cuál es el caso?
Vergara se encogió de hombros.
—Estoy seguro de que usted puede hacer un listado bastante largo de cosas que le ponen enfermo —dijo, como si pretendiera cambiar de tema. No obstante, comprendí, por su gesto inquisitivo, que buscaba lo contrario.
—¿Desea que sea yo quien le hable de motivos? —balbucí algo turbado.
—Oh, pues claro. Dígame, oficial ¿qué le provoca aversión, inquina o desprecio? ¿Qué cosas le parecen odiosas, si prefiere otorgarles tal calificativo?
Aún bailaban esculpidas en mis retinas las improntas del crimen; me costaba mantener la presencia de ánimo. Pero dejé caer la espalda en la silla —hasta ese momento la tensión me había tenido envarado, con el pecho apenas apoyado en la mesa— e, ignorando su demanda, pregunté:
—¿Sabe por qué está aquí?
Vergara se tomó su tiempo antes de volver a hablar.
—Usted me ha reclamado.
—¿Y no le extraña?
—En absoluto. Desea enfrentarse al mal y necesita que le guie.
Enarqué ambas cejas.
—¿El mal en mayúsculas o en minúsculas?
—El mal no necesita de letras capitales para sobrevivir. Existe.
—¿Está ahora con nosotros?
—El rival, el anverso… el otro, está en cada uno. A veces representa ese mal al que se refiere, pero otras es justo y necesariamente parcial —adelantó el mentón hacia la carpetilla que yo sostenía entre mis manos.
Cavilé largo rato. Acabé por suspirar. El atardecer septembrino de la Siberia extremeña se colaba por la ventana, apenas una trampilla estrecha y de apertura horizontal en lo alto de la pared. Noté que el feroz crepúsculo me estaba dando sueño. Estaba cansado. No había dormido bien y empezaba a sentirme mareado. Contuve un bostezo. Me masajeé el puente de la nariz y después las sienes. Me habría levantado a por un café, pero Mauro Vergara me tenía atrapado. No me di cuenta de que mi mente había quedado en suspenso hasta que no clavó sus pozos de brea en mí.
—Retornemos a la cuestión principal —dijo tomando las riendas del interrogatorio—. Para encontrar la verdad, debe hablarme de usted.
Otra vez quedé pensativo. No sabía hasta qué punto debía hacer tal concesión. Decidí que no era mala idea dejarle hurgar un poco: si desvistiendo mi alma animaba al otro a hacer lo mismo, la desnudez valdría la pena.
—¿De qué he de hablar?
—De esas cosas, pequeñas o grandes, que le impelen a desistir de su propia humanidad y le empujan a darle la mano al otro. Aversiones que no se atreve a verbalizar porque teme que, de hacerlo, tomarán cuerpo, lo trascenderán, y provocarán que lo tachen de malvado a pesar de que el sedimento de la inmundicia subyace en el ánimo de todo ser humano, incluidos aquellos que le juzgan.
Partiendo de esa premisa, no me fue difícil encontrar el primer tema de conversación.
—El lugar en que me crie. Peña Alta.
Y quedé mudo. La desgana me venció. Quería dormir. Las sienes me palpitaban. La nuca también. Pero como Vergara no varió un ápice su gesto ni apartó de mí sus cavernas de untuosa pez, proseguí.
—Es un pueblo de casas enjalbegadas con zócalos pintados de azul y tejados rojos. Cuelga de una colina, un promontorio muy elevado en el centro de una inmensa llanura. Naufraga en un mar infinito de espigas. En realidad, no es más que un secarral salpicado de huertas de labor, olivares y viñedos. Lo circundan montañas muy ásperas por cuyas faldas se despeñan jaras, retamas y encinas. En verano se convierte en una sartén. El aire se vuelve flama y el asfalto se derrite. El canto de las chicharras se torna insufrible por el día y por las noches los grillos no dejan dormir.
—¿Y en invierno?, ¿le gusta su pueblo en invierno?
Fruncí los labios. Decidí seguir dándole cancha. Cuanta más cuerda soltara, más difícil me sería luego recogerla; pero tenía la impresión de que no nos centraríamos en el asesinato si no seguía el juego.
—Allí llueve poco. Pero en invierno, cuando lo hace, jarrea. El agua se precipita por los huecos de las tejas y se despeña gorjeando por los canalones como si fueran tuberías atascadas. Se estrella en los cubos de cinc que se colocan bajo los aleros de las techumbres de uralita que aún se usan para cubrir los gallineros. Y huele mal. El olor de un criadero de aves húmedo es muy similar al del cartón mojado. Se diluye y se impregna. Aborrezco la lluvia y el olor del invierno en Peña Alta.
—No le preguntaré por las otras dos estaciones porque estoy seguro de que encontraré en usted la misma repulsión.
—La encontrará.
Guardamos silencio largo rato, escrutándonos.
—Y, ¿alguna persona en particular? Porque hasta ahora solo me ha hablado de sus miedos.
—No le he hablado de mis miedos, sino de mis fobias.
—¿Acaso hay diferencia? Ambos se dan la mano en la irracionalidad.
Resollé. Resollé muy fuerte. Los papeles se alborotaron. Como mi conciencia. De pequeño me habían enseñado a no mostrar mis emociones. Pero nadie me había prohibido somatizarlas. Con los ojos clavados en Mauro Vergara me devastaron la rabia y la impotencia y regresó a mí una conocida y angustiosa impresión de ahogo. Me dolía el pecho. Apenas podía respirar. Me temblaron las manos. La piel de mis muñecas palpitó como si llevara puestos los grilletes.
—No se prive ¡Cuente, cuente! ¿Hay alguna persona que le inflija calor de flama a su espíritu y huela a cartón mojado? —insistió, irrumpiendo en mi violenta agitación.
—Mi abuela. La madre de mi madre. Vivíamos con ella mi padre y yo.
—¿Cómo se llamaba?
—Antonia Bermejo.
Vergara se echó hacia atrás. Se atusó un poco las pelambres rebeldes. Estaba muy tranquilo. Yo miré un instante alrededor, para descansar mi vista de la suya. La escasa claridad del exterior ya no disipaba la penumbra y sus mareas negras comenzaban a hipnotizarme.
—Me gustaría ver ese lugar —resolvió.
—¿Qué lugar?
—¿Cuál va a ser? Su pueblo.
—¿Quiere que vayamos a Peña Alta? ¿Ahora?
—No está tan lejos.
—¿Cómo que no está lejos? ¿Para qué quiere…?
—No me negará que para la cuestión que tenemos entre manos, sería interesante —me interrumpió sin miramientos, esbozando una sonrisa beatífica—, ¿no le parece?
—¿Necesita volver al lugar del crimen?
—¿Usted no, oficial Hernández?
La náusea se instaló en la boca de mi estómago. Empezó a dolerme la cabeza con una cólera descarnada. La curva inferior de mi cráneo pulsaba. Fijé la vista en una de las sillas metálicas que bordeaban la mesa. Advertí cuan extraño era que Carlos Morales no hubiera llegado aún. Debería estar presente en la entrevista. Igual que lo estuvo en las anteriores.
Y accedí. No sé por qué. Pero accedí.
A sabiendas de que aquello suponía incumplir el protocolo me puse en pie.
Mauro Vergara me escoltó fuera de la sala y a lo largo del pasillo.
En la calle, el cielo leonino interrumpido por unos brochazos rubescentes y alguna mácula blanca deshaciéndose por efecto del viento me transportó de inmediato a Peña Alta. De hecho, no bien hubimos puesto el pie en la acera, aquella se diluyó para transformarse en la calzada adoquinada que conducía hacia mi casa.
La calle del Castillo partía de la plaza del pueblo. Era larga y sinuosa. Estaba custodiada por muchas puertas falsas metálicas pintadas en verde y otras tantas marrones y de madera con cerrojos y pasadores metálicos. Había algunas viejas sentadas en sillas de anea vueltas hacia la pared. Algunas giraron sus rostros por encima de sus hombros. No hablaron. No podían. No tenían bocas. Pero los ojos, todos los ojos, se clavaron en mí.
—Dígame, oficial, ¿cree que un homicidio siempre es injusto?
Me detuve en seco y lo encaré. Él seguía observándome con aquella mirada abstraída con la que parecía poder ver más allá de mí.
—Por supuesto. Siempre lo es —dije en un susurro.
Hubo un rumor a nuestras espaldas. Eran las viejas.
Me repuse a la diabólica impresión de hallarme en medio de una pesadilla y centré mi atención en Vergara, que tomó la palabra.
—Un crimen puede ser reprochable desde el punto de vista jurídico y reprobable desde el moral, pues la ley lo marca. Pero yo le hablo de otra cosa.
—¿Justificación?
—Usted puede ofrecérmela. Al parecer es lo que más anhela: desentrañar, aprehender y verbalizar el motivo.
Proseguimos en silencio, calle arriba, casi hasta el final.
Mi casa tenía un número cuarenta pintado en blanco en un baldosín azul pegado sobre la puerta. Busqué en mi bolsillo. Me topé con la llave, una llave grande, pesada, de hierro. De las antiguas. Tres vueltas completas y se abrió con un sonido de articulación desengrasada.
(Continuará)
Relato no nominable al II Premio Yunque Literario
Esther Cabrera (Madrid, 1978) es licenciada en Derecho y experta universitaria en Criminología. Sus relatos han logrado el reconocimiento en diversos certámenes. Los más recientes, un accésit en los Premios Gandalf de Relato Corto en 2021; el primer premio en los Premios Bilbo de Microrrelato 2022 convocados ambos por la Sociedad Tolkien Española (ha sido jurado en los Bilbo 2023) y el primer premio en la categoría ciencia-ficción de la II edición de los Premios Yunque Literario. Ha colaborado con el proyecto de literatura cooperativa «El hilo de la historia» y participado en el concurso internacional de microrrelatos «Microatardeceres», convocado por Diversidad Literaria (texto seleccionado para formar parte de una antología). También ha sido redactora 2022-2023 en el blog literario Espiademonios.
Actualmente está inmersa en la promoción de su última novela, El crimen de Santa Olga
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