Cuando leemos un libro sobre abusos infantiles se despiertan en nosotros sensaciones encontradas, de odio hacia el maltratador, de protección al menor. Desde el primer momento en que somos conscientes de que un adulto sufrió abusos, pensamos en la infancia tan horrible que debió pasar ese niño, sin poder mantener nunca relaciones ordinarias con el resto, abrumado por la vergüenza e incluso por la culpa, sentimientos que perdurarán en él durante toda la vida si esas torturas vienen de los más allegados.
Cuando una novela trata sobre el sentimiento de culpa que arrastra un personaje por no haber podido actuar de determinada manera, estamos convencidos de que en cualquier momento su pecado se agrandará por lo que piensa hacer en un futuro. En cualquier caso, tenemos ante nosotros a un ser atormentado que nos mantendrá en tensión con cada una de sus acciones.
Cuando en un capítulo cualquiera somos testigos de la reivindicación sexual que lleva a cabo una mujer, sabemos de antemano que algo ocurrirá, algo le cortará las alas a esa chica, porque aún falta mucho camino para que quede instaurada en la sociedad esa igualdad de género tan ansiada por unos y ninguneada por otros.
He leído El ilustrador paciente y, desde la primera página, he sufrido cierta angustia generada por estos tres temas que Lorena Escobar ha relacionado a la perfección hasta hacer de unos la consecuencia de otros.