Me fascina la mitología, especialmente por la dimensión rayana en lo poético con que cada cosmogonía logra sintetizar las creencias y conocimientos de las diferentes culturas. Sin embargo, he de confesar que, hasta ahora, apenas me había acercado a las diferentes tradiciones latinoamericanas. Y es curioso, porque sospecho que su aportación a la literatura y la cultura universal es inversamente proporcional al conocimiento general que hay sobre el tema fuera de su área de origen. Así que he creído oportuno indagar en este asunto y adentrarme en los mitos y leyendas más inquietantes del mal llamado Nuevo Mundo.
Como es natural, el folclore y el horror de la literatura latinoamericana tienen sus antecedentes en las culturas prehispánicas, a las que se fueron añadiendo las influencias coloniales y las creencias traídas de África para dar lugar a una mezcla única de elementos mitológicos, religiosos y sociales. Esta fusión ha originado una tradición de historias en las que el miedo, lo sobrenatural y las experiencias humanas se filtran, como la luz a través de una lente única, tamizando las sombras con las que se tejen historias y leyendas mágicas y sobrecogedoras.
Antes de la llegada de los colonizadores, las civilizaciones prehispánicas, como la azteca, la maya o la inca, ya contaban con un complejo corpus de creencias. Algunas de sus deidades y espíritus se relacionaban con la muerte, la resurrección o el inframundo. Es el caso de Mictlantecuhtli, dios azteca de los muertos, o el de los Ngen, espíritus guardianes de la naturaleza pertenecientes a la mitología mapuche. Estos relatos que han moldeado el horror latinoamericano son un puente que conecta lo sobrenatural con la naturaleza, la muerte y los ciclos de la vida.
El encuentro entre las tradiciones indígenas y las religiones traídas por los colonizadores europeos, especialmente el catolicismo, dio lugar a un sincretismo religioso que alimentó muchas historias de horror. La aparición de fantasmas, demonios y figuras sagradas con poderes oscuros es algo recurrente en los relatos. Por ejemplo, figuras como la Llorona, un espectro condenado a vagar en busca de sus hijos, o la leyenda del Cadejo en Centroamérica, fusionan las creencias indígenas con los conceptos cristianos sobre el castigo y la redención.
En países como Cuba, Brasil y Haití, las tradiciones africanas también transformaron el folclore. El vudú, las creencias orishas en la santería cubana o el candomblé en Brasil, aportan al horror latinoamericano un aspecto espiritual regido por rituales oscuros. Zombis, muñecos vudú o espíritus poseídos que aparecen en la literatura de horror son producto de esta aportación cultural y religiosa africana transportada por los esclavos hasta América. Va quedando clara la aportación de la amalgama de tradiciones americanas al terror literario universal, ¿no os parece?
Criaturas mitológicas terroríficas en América
Pero centrándonos en los mitos prehispánicos, encontramos que tanto en Mesoamérica como en la región de los Andes, la mitología está llena de criaturas y dioses aterradores, temidos y respetados por las civilizaciones indígenas. Mencioné anteriormente a Mictlantecuhtli, una de las figuras más terroríficas de estas tradiciones, que para los aztecas era el gobernante del inframundo (Mictlán). Mictlantecuhtli, señor de los muertos, se representaba como un esqueleto o cadáver en descomposición, cubierto de huesos y con garras afiladas. Se le temía por su poder sobre la muerte y el destino de las almas, pues su rol era guiar a los espíritus de los fallecidos en su viaje a través del inframundo, una travesía ardua y peligrosa.
Los aztecas creían en otras criaturas igualmente aterradoras: las Tzitzimime. Solían ser descritas como demonios femeninos que vivían entre las estrellas y descendían a la Tierra durante eclipses solares para devorar humanos y causar caos. Se pensaba que al finalizar un ciclo cósmico las Tzitzimime podrían aparecer para destruir el mundo. Los aztecas veían en ellas la amenaza de la oscuridad y la destrucción del cosmos, por lo que su presencia presagiaba momentos críticos de amenaza para la humanidad.
El dios Huitzilopochtli, que generalmente era mostrado de forma más o menos positiva, también muestra un aspecto temible y siniestro. Era el dios del sol y de la guerra al que se ofrecían sacrificios humanos masivos para asegurarse de que el sol continuara su camino a través del cielo. Se creía que, si no recibía la sangre humana que necesitaba, la oscuridad dominaría y el mundo colapsaría.
Tezcatlipoca era otra deidad azteca, aún más compleja e igualmente temida. Un dios creador que tenía su lado oscuro, pues era el dios de la noche y la discordia (y de los espejos de obsidiana también). Como un dios engañoso y caprichoso, causaba guerras y conflictos por pura diversión. Tezcatlipoca podía llegar a destruir civilizaciones con su poder y provocaba el caos y desorden. Su naturaleza impredecible y destructiva lo hacía ser una deidad reverenciada y a la vez temida.
Aterrador era también el Cipactli, un monstruo primordial descrito por los aztecas como una criatura marina con múltiples bocas llenas de dientes en todo su cuerpo. Una leyenda cuenta que los dioses Ǫuetzalcóatl y Tezcatlipoca, que eran hermanos, cazaron un Cipactli y usaron su cuerpo para crear el mundo. Así pues, la creación en el imaginario azteca estaba dominada por la violencia y el Cipactli sería, por tanto, ese miedo al caos primordial y al desorden, que siempre amenaza con reaparecer.
En la mitología maya encontramos a Camazotz, un dios murciélago asociado con la oscuridad, la noche, y el sacrificio (Batman, ¿eres tú?). Los murciélagos, por su relación con las cavernas y la oscuridad, estaban ligados a la muerte y al inframundo. En el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, los gemelos héroes Hunahpú e Ixbalanqué tuvieron que enfrentarse a Camazotz en su descenso al inframundo. Camazotz simboliza el miedo a la oscuridad y lo desconocido, y está vinculado a la decapitación y al sacrificio ritual.
Ah Puch, también conocido como Kisin, era el equivalente maya del dios de la muerte y el inframundo. De manera similar a Mictlantecuhtli, Ah Puch gobernaba el Xibalbá, el mundo de los muertos, y era representado como un esqueleto o cuerpo en descomposición, a veces con una campana en la mano, que anunciaba la llegada de la muerte. Los mayas creían que Ah Puch rondaba durante la noche y traía la muerte a los enfermos. En su aspecto más temible, provocaba una muerte violenta y el caos.
Los incas daban al dios de la muerte el nombre de Supay, gobernante del Ukhu Pacha, el inframundo andino. Se lo solía describir como una criatura demoníaca o monstruosa. Supay era visto como una figura tanto de temor como de respeto, ya que tenía poder sobre la vida después de la muerte. A diferencia de otras deidades incaicas, Supay no era benevolente; su dominio en el inframundo estaba lleno de criaturas hostiles y su presencia en la vida de los vivos servía como recordatorio del peligro y la inevitabilidad de la muerte.
Los aymaras, por su parte, creían en el Ekeko, un ser visto hoy como una suerte de dios de la abundancia y la prosperidad entre los pueblos de los Andes, pero cuyo origen es en realidad mucho más oscuro. En las primeras leyendas aymaras, el Ekeko era una figura que podía traer tanto buena fortuna como desastres si no se le trataba adecuadamente. Si no recibía ofrendas, se decía que traía mala suerte o, mejor dicho, maldiciones. Este dios dual es una conceptualización del temor que las culturas prehispánicas tenían hacia los espíritus, que podían influir tanto en el bienestar como en la desgracia.
De vuelta al folclore mesoamericano, encontramos la presencia de los nahuales, brujos o hechiceros cambiaformas que podían transformarse en animales, como jaguares, águilas o lobos, para cometer actos malignos (¿No os suena haber visto algo similar en Juego de tronos?). De entre ellos, uno de los más temidos es el Huay Chivo, una criatura mitad hombre y mitad cabra que asola las comunidades rurales. Los nahuales son el testimonio del temor hacia el poder de los brujos y los peligros de la magia oscura. Esta creencia sobre los brujos indica el miedo a la traición de lo conocido, ya que los nahuales podían ser personas comunes que ocultaban su verdadera naturaleza.
Todos estos dioses y criaturas aterradoras de las culturas prehispánicas de América aportan una visión terrible del mundo. Su cometido no solo era infundir miedo, sino que también representaban las fuerzas naturales y cósmicas con las que los seres humanos debían convivir, respetar y apaciguar. La interacción eterna entre el bien y el mal, la dualidad de la vida y la muerte, del orden y el caos, se convierte en una parte central de estas cosmovisiones donde para mantener el equilibrio del mundo, asegurar la continuidad y lograr la renovación cósmica y que los dioses nos dejaran en paz, el ser humano debía realizar sacrificios rituales. Eso y que despeñar a sus enemigos desde la cima de una pirámide, o arrancarles el corazón frente a un enardecido vulgo, debía ser una gran campaña de imagen para aquellos dirigentes que buscaban reforzar su liderazgo y mejorar la gobernabilidad. En esta vida hay que ser siempre pragmáticos.
Los mitos prehispánicos en la literatura moderna
Criaturas y deidades como las mencionadas han servido de inspiración para infinidad de leyendas del folclore popular, pero también son el cimiento de muchas obras de la literatura moderna que recuperan y actualizan los mitos originales. Por ejemplo, en Pedro Páramo, Juan Rulfo usa la muerte y el inframundo como temas centrales que recogen, de cierta manera, la influencia de los antiguos mitos prehispánicos de Mesoamérica sobre la relación entre vivos y muertos.
El castigo divino y el equilibrio cósmico también aparecen en la literatura moderna, con dioses y seres míticos representando fuerzas que castigan a quienes transgreden normas sociales o morales. Las leyendas de La Llorona o los nahuales, por ejemplo, se han mantenido vivas en la literatura (y el cine, el comic, etc), mostrando el castigo por traiciones, crímenes o malas decisiones. Pero mientras en los mitos prehispánicos los dioses y criaturas parecen fuerzas inmutables de la naturaleza y el desorden, en la literatura suelen ser humanizados o reinterpretados. En algunos casos, se les da motivaciones o deseos humanos, haciendo a los personajes más comprensibles y empáticos. Por ejemplo, la leyenda de La Llorona ha sido reinterpretada desde el dolor y el sufrimiento del espectro acercándose a su perspectiva psicológica y emocional.
Y es que el miedo, puede ser no solo físico, sino también psicológico y espiritual. La esencia de los aterradores Camazotz y Tzitzimime, se mantiene en la literatura, donde las fuerzas sobrenaturales suelen representar un peligro existencial que enfrenta la condición humana, cuestionando su lugar en el universo o el sentido de la vida. Jorge Luis Borges incluye este horror metafísico en cuentos como El Aleph, en los que lo sobrenatural y lo desconocido trastocan nuestra percepción de la realidad, con un eco de las amenazas cósmicas que remiten a dioses prehispánicos como Tezcatlipoca.
En la mitología original las diferentes criaturas pertenecen al ámbito de lo religioso y ritualístico. En cambio, en la literatura contemporánea las criaturas y dioses prehispánicos aparecen muchas veces en contextos actuales, alejándose de su función puramente ritual. En las novelas mexicanas El Vampiro de la Colonia Roma, de Luis Zapata y Aura, de Carlos Fuentes, los mitos antiguos se integran en tramas urbanas modernas, situando a las figuras mitológicas frente a nuevos escenarios y circunstancias, pero manteniendo su capacidad de generar asombro y temor.
La literatura latinoamericana ha evolucionado incorporando los mitos de las criaturas y mitologías prehispánicas junto con elementos del horror europeo y occidental. No es raro que Dios y criaturas prehispánicos, como el Cipactli o los nahuales, se mezclen con vampiros, fantasmas o demonios en una mixtura que genera nuevas y sorprendentes versiones a partir de las leyendas tradicionales. Se produce en este caso una fusión de lo indígena con lo europeo para dar lugar a una literatura de lo sublime con vocación universal. Liliana Bodoc hace esto en Los Confines, al combinar elementos del folklore indígena con un escenario de fantasía épica al más puro estilo de J.R.R. Tolkien.
Las criaturas y dioses que representaban amenazas para los seres humanos eran el contrapunto necesario dentro de una cosmovisión religiosa que que unía humano con lo divino. Sin embargo, al trasladarse a la literatura se pierde en buena parte todo lo que tiene de espiritual y estos seres se interpretan casi siempre como entidades de horror. Las Tzitzimime, por ejemplo, ya no forman parte de un ciclo cósmico, sino que se reimaginan en una forma monstruosa como agentes del caos y la inestabilidad.
Los mitos prehispánicos también han servido para ejercer la crítica social o política. El horror prehispánico, en concreto, toma en la literatura nuevos significados y los nahuales o Supay aparecen en historias sobre la colonización, la opresión de los pueblos indígenas, o la desigualdad social. Un ejemplo de esto sería la novela Balún Canán de Rosario Castellanos, donde los mitos indígenas dan soporte a una narrativa de resistencia cultural. En las historias de horror latinoamericanas, lo sobrenatural se transforma en manifestación de las tensiones sociales y políticas de la región para poner en evidencia la opresión, la desigualdad y el trauma histórico. María Luisa Bombal, en su cuento La amortajada, nos relata la vida de una mujer muerta que repasa su existencia desde el ataúd. Lo sobrenatural sirve aquí como marco para abordar temas como los roles de género y la represión femenina. También de manera parecida, Gabriel García Márquez y Juan Rulfo en sus obras más conocidas y universales (Cien años de soledad, Pedro Páramo) tocan lo fantástico para hablar de la violencia política, la muerte y el sufrimiento colectivo. Si bien no son obras de terror propiamente dicho, ambas generan una sensación de inquietud y desasosiego que beben de los elementos fantásticos presentes en las narrativas tradicionales de América.
Pero quizá lo más asombroso y llamativo del horror latinoamericano es el tratamiento hacia la naturaleza como una entidad viva que puede llegar a ser terriblemente peligrosa. La inmensidad de la selva amazónica, los desiertos o las montañas se convierten en escenarios que nos empequeñecen y nos dejan ante el territorio amenazador de lo desconocido. Escritores como Horacio Quiroga, en cuentos como El hombre muerto o A la deriva, tratan de ese miedo a la naturaleza implacable, hostil, donde el hombre es vulnerable ante fuerzas que no puede controlar.
Los mitos y leyendas son algo vivo y hay figuras y leyendas que, desde su origen, se han extendido rápidamente en el imaginario colectivo de la región. Uno de los espectros más conocidos es la Llorona, personaje que simboliza el lamento de una madre que perdió a sus hijos. Representa no solo el miedo al más allá, sino también la culpa y el dolor que rodean a la maternidad. El Chupacabras es otro mito contemporáneo cuya base es el miedo a lo desconocido y la desconfianza en los fenómenos inexplicables. El Chupacabras puede verse como una metáfora del abuso de poder y las conspiraciones gubernamentales. Otra leyenda venezolana sugerente es El Silbón, un alma en pena que arrastra una bolsa con los huesos de su padre y que simboliza el castigo eterno para quienes cometen crímenes atroces.
Con todo lo expuesto, solo me queda lanzaros un consejo de despedida: sed buenos y haced los debidos sacrificios en nombre de Huitzilopochtli si no queréis despertar su ira y que os lance de cabeza a ser torturados en el Mitnal, el lugar más bajo del inframundo donde habita Hun Ahu, príncipe de los demonios.
Un artículo de Alberto de Prado
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