“Como especie nunca hemos estado más cerca de lo que siempre quisimos, y debimos ser, que cuando soñábamos que éramos capaces de construir algo tan duradero y tan grandioso como el propio universo. Éramos estúpidos e ingenuos, pero no lo sabíamos, y en esa ignorancia estaba la grandeza y también la capacidad de construir cosas imposibles”
Somos arrogantes. Sabemos que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, pero seguimos viviendo como si nosotros, los seres humanos, fuésemos el centro del universo. Somos soberbios e insaciables. Nuestra capacidad para aprender, mejorar y evolucionar tecnológicamente parece no tener límites y a veces, nos empeñamos en demostrarlo a cualquier precio.
Nos obsesiona romper barreras y dejar huella. Individual o colectivamente. Tal vez sea esta nuestra forma de encontrarle un sentido a la vida, lograr la inmortalidad, o estar más cerca de Dios. Durante la edad media, familias enteras se consagraban, generación tras generación, a la construcción de catedrales. Estas, epicentro de la vida económica y espiritual de las ciudades, eran lo más importante para quienes vivían en sus zonas de influencia. ¿Qué ocurriría si alguna vez, cegados por nuestra arrogancia y nuestra soberbia, nos uniésemos todos con el objetivo de construir el más colosal de los edificios posibles, uno insuperable y eterno? ¿Si olvidásemos nuestras diferencias y rencillas, lo lograríamos?
Por supuesto que sí. A nadie le importaría el precio a pagar, ni en vidas ni para el planeta. Paradójicamente, olvidaríamos también ese antropocentrismo, ese exceso de vanidad que nos habría impulsado hacia una meta tan compleja; nos sacrificaríamos hasta lograr el objetivo común, nos convertiríamos en instrumentos. Ya no importarían el pasado ni el futuro. Él estaría en el centro de todo, sería nuestro nuevo dios de acero y cristal. Seríamos hormigas, células creadas para habitar y reparar sus arterias. Y, a cambio, El Edificio (inclemente como cualquier divinidad) nos enjaularía, transformaría y condicionaría hasta hacernos involucionar. Pero recordad que los dioses, como los imperios, no son eternos.
“porque hay catástrofes que son necesarias. Y yo también sigo adelante porque las catástrofes, si no se cuentan, además de necesarias se vuelven inútiles”
Estamos ante una obra original y estimulante. Una composición de 151 textos breves que van horadando la mente del lector y sembrando en ella la idea de un edificio temible e inevitable, capaz de condicionar el espacio y el tiempo. Nada puede entenderse si no es a través suyo. Ni el pasado ni el futuro. Ni la sociedad ni la ciencia. Una construcción tan inconmensurable que es capaz de aplastar y someter incluso a nuestro dios actual: la economía. Cada capítulo, cada relato, diálogo o verso, es un fotograma que nos recuerda nuestra insignificancia y lo efímero de nuestra existencia. Además, nos despoja de esperanza en otra vida porque con Él, dejamos de ansiarla.
La idea de miles de seres humanos viviendo en una construcción colosal no es nueva. Ya la encontramos en obras como El mundo interior (Robert Silverberg, 1971) o, a menor escala y con otro barniz, en la Trilogía del silo de Hugh Howey. Pero Santi Pérez Isasi le confiere una dimensión más metafísica y menos sociológica al subgénero, aunque también hable de estratificación y desigualdad social. Además, introduce en la historia aspectos biológicos y evolutivos (o involutivos) que, hasta ahora, parecían reservados exclusivamente para las novelas sobre naves generacionales. Con todo ello consigue hipnotizar al lector y que este no se plantee si algo así pudiera ser posible o sostenible. Lo capta, lo condiciona y lo arrastra descubriéndole un nuevo credo que le da sentido a todo o que, tal vez, demuestra que nada lo tiene si es a costa de nuestras vidas.
Nada ni nadie pueden oponerse a El Edificio. Es inevitable y necesario. Con Él no importan las leyes, las causas ni las consecuencias. Dota de sentido y, a la vez, resta importancia a nuestras vidas. Es un organismo vivo, la metáfora de una civilización o un imperio. Es un sueño premonitorio y terrible de Santi Pérez Isasi sobre nuestras ambiciones y nuestra naturaleza. Una lección sobre la vanidad y sobre lo absurdo de sacrificar nuestra existencia por alcanzar la trascendencia. Pero para poder comprenderlo, deberemos aguardar hasta que ceda su estructura y los ascensores propaguen las llamas. Solo así asumiremos lo dañina que es nuestra vanidad.
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