
Hace cuarenta y ocho días, un enorme círculo negro apareció en el cielo. Fue tan repentino como una tormenta de verano; de las que vienen y se van sin avisar, pero dejan atrás fuertes chaparrones. Ni las distintas agencias espaciales, ni la red satelital, ni el telescopio Hubble ni el Kepler, ni la Estación Espacial Internacional, ni las sondas pululantes por los más hondos recovecos del sistema solar detectaron dato alguno en los instantes previos; solo se hizo presente, diríamos que se manifestó. Se hizo un hueco ahí, fijo, perenne, como si hubiera sido delineado por el mismísimo Creador en un trabajo tardío, fruto del olvido; una tilde final a un texto mil veces corregido.
Del tamaño de la Luna, visible a plena vista durante el día cuando el Sol menos apretaba, no hubo gobierno ni conglomerado empresarial capaz de ocultar el hallazgo a la población. Primero vino la incertidumbre, después el rumor, luego la agitación. Aquello sonó a la apertura del séptimo sello, una pausa dramática orquestada desde el cénit justo antes de que el Señor del Empíreo desatase a sus jinetes. Mucha gente se entregó a los rezos y los ruegos al Señor, en sus distintas identidades y representaciones; a la plegaria y a la escolástica, a los debates bizantinos que recordaban a antiguos augures leyendo el destino en los surcos de las tripas de los animales recién sacrificados, en los vuelos de las aves o en las formas sinuosas que iban tomando las nubes. Otros veían, por fin, cumplida su esperanza en torno a la llegada de una inteligencia tutora que sacase a la humanidad de su infancia autodestructiva. Otros tantos se dedicaron a quemar la cartera, a borrar ceros de la cuenta y a seguir con la vida como si no hubiera un mañana: nadie les aseguraba que lo hubiera. Sin embargo, todos tenían algo en común: querían respuestas, querían que alguien hiciese saltar por los aires su miedo a lo desconocido; y técnicos y científicos se afanaron en buscarlas sin éxito. Las telemetrías arrojaban datos contradictorios sobre si la materia que lo componía era conocida o exótica, si interactuaba con las fuerzas fundamentales de la física o las sorteaba, si tenía un mínimo de volumen o se trataba de un objeto bidimensional perfecto, imposible de concebir. Pero todas las vías de investigación acababan desembocando en el mismo mar: aquel círculo negro era impropio de este universo o, al menos, de la minúscula comprensión que el ser humano organizado hasta entonces tenía de él.
Sólo cuarenta y ocho días antes, aquel mismo planeta azul era un desastre. Un desastre en su sentido etimológico: una colección de personas des-astradas; gentes perdidas, errantes, confundidas al carecer de los orbes celestes para ubicarse. La naturaleza los diseñó y sus antepasados los criaron para contemplar el cielo, para escrutar sus arrugas luminiscentes con ojos curiosos; pero entonces llegaron los cables, los microprocesadores, los paquetes de datos móviles y la contaminación lumínica. Con la mirada hacia abajo, postrados sus cuellos por vampiros de silicio, perdían el norte y cualquier rastro de buena estrella. Cuando el círculo negro apareció, por primera vez en mucho tiempo, las miradas apuntaron hacia arriba. Y cuando volvieron a su posición natural, ya nunca fueron las mismas.
No tardaron en suceder cosas de lo más extrañas. Algunos multimillonarios empezaron a liquidar sus emporios: no más carestía artificial, no más diferencias en el acceso material, no más acumulación sin límite, no más crecimiento infinito, no más saturación de los sumideros de carbono, no más cordilleras de residuos; y uno tras otro, fueron cayendo en un trance de deliberado sabotaje de los fundamentos de su poder. La clase dirigente, junta y hermanada, parecía abrazarse feliz mientras caminaba por propia voluntad hacia su extinción. A la par que sus némesis, desposeídos genuflexos, eslabones últimos de la cadena trófica, empezaron a dimitir de sus puestos de trabajo, sin miedo ni temor, seguros de que el mundo nuevo que iba a nacer ahí fuera era igual al mundo nuevo que ya había echado a andar en sus corazones.
Otras incidencias masivas reportadas hubieran sido simplemente inimaginables de no haber tenido lugar: los parapléjicos se levantaron de sus camas, dejaron atrás la atrofia muscular y las laceraciones posturales en la piel para transformarse, en cuestión de minutos, en la mejor versión biológica de sí mismos; en el interior de los enfermos oncológicos, legiones de leucocitos y linfocitos detectaban y aplastaban las rebeliones de células separatistas y devolvían el todo a la armónica planificación que sostenía su vida; y los amputados veían cómo protuberancias encarnadas iban amoldándose a la extremidad perdida hasta su total completitud. Los médicos, atónitos ante aquella súbita sanación, solo pudieron celebrar en contrariado silencio, porque según eran las cosas, o lo habían sido hasta entonces, el fin de su oficio también lo sería de su pan.
Muchos, colmados de esta inexplicable bendición, tildaron de milagro aquella sucesión de eventos; pero los milagros, de existir, han sido siempre pocos y selectos: Gloria en la Tierra para los cuatro escogidos, tan particulares como los prados delineados físicamente con alambre y simbólicamente con escrituras y propiedad, y solo verificados por los vicarios de Dios. No, esto no eran milagros: era la obra de un poder causal muy superior.
Fuera cual fuera el método de acción en la derrota de la enfermedad y en el extraño cambio de comportamiento de la gente, era indiscutible que ese punto oscuro tenía algo que ver. Los entramados farmacéuticos, las aseguradoras y demás industrias palidecían al ver que la muerte por un malogramiento en la salud estaba siendo abolida ante sus ojos. El círculo negro, ese misterio recién llegado, estaba de alguna manera transformando en cuerpo y espíritu a todo aquel que lo miraba fijamente. Y eso era algo que los dueños de todo no podían permitir.
Se sucedieron los estados de emergencia: alarma, excepción y sitio, todos de seguido, hasta promulgar la ley marcial y decorar las calles con filas de tanques y destacamentos de fusileros. Como medida profiláctica, al igual que si de una pandemia se tratase, se prohibió alzar el cuello y se impusieron gafas cromáticas especiales que contuvieran las miradas hacia el Círculo con la esperanza de amputar sus efectos. Y aun así fracasaron: a sus ojos, cada vez más países y corporaciones iban precipitándose, pacífica y ordenadamente, por el desfiladero de la comuna planetaria universal.
Los plutócratas restantes, reunidos en sus búnkeres subterráneos, lejos de rendirse a la evidencia y aceptar los hechos, se resistieron; al menos, del modo en que resiste quien tiene dinero, que es comprando la lealtad y la capacidad de otros mejores que uno mismo. Así pues, financiaron una expedición espacial de emergencia con el objetivo de borrar de la faz del cielo aquel horror que tambaleaba los cimientos de la civilización.
Mes y medio después de la aparición del orbe misterioso, tras una movilización de recursos sin precedentes y protegidos tras muros levantados apresuradamente en un complejo de alto secreto, un transbordador cargado con toda ojiva nuclear disponible y con la única misión de destruir el Círculo esperaba la ignición de los reactores que lo elevarían a órbita, convertido en lanzadera nuclear con un misil balístico intercontinental.
Todo se desarrolló sin incidentes; se oyó el habitual lenguaje protocolizado a través de las comunicaciones por radio que iba indicando el éxito de las distintas fases de la operación. Secuencia de ignición, válvulas de seguridad cerradas. Mástil de sujeción principal retirado. Inicio de la secuencia de lanzamiento. Niveles óptimos. Ignición. Despegue en curso. Oscilación intensa, pero normal. Ascenso inestable, pero seguro. Niveles normales de cabeceo. Soltando motor de ignición. Motores laterales apagados. Altitud estable. Sistemas correctos. Morro frontal expulsado. Tanques de combustible expulsados. Oscilación estable.
Y por fin, la órbita terrestre.
Los tripulantes del transbordador no eran científicos ni ingenieros; no eran agricultores ni artistas; eran mercenarios además de militares, bien engrasados sus cerebros con aceite de ordeno-y-mando, en una sosa ensalada de banderas, patriotismo y la sagrada idea de ofrecer el mayor de los sacrificios sobre el templo del deber. Porque claro, las clases sociales y la desigualdad formaban y deben formar parte inalterable de la condición humana; y la enfermedad es necesaria para guardar, al menos, la esencia mínima de la selección natural, ya tan herida por una disgenesia en ascenso motivada por los arreglos institucionales humanos aún pendientes del cuidado mutuo; tan dados como eran a poner sillas eléctricas a cojos escleróticos, hacer gafas a los miopes, y meter cirugías cardíacas a los obesos. El trabajo de estos hombres nunca fue hacerse preguntas; y pese a todo, se les aceleraba el pulso cuando pensaban si estaban obrando bien en aquel trascendental momento de sus vidas y las de todos los demás. Capadas las comunicaciones salvo con control de misión a las órdenes del búnker, no sabían que en la Tierra, por entonces, los nadies ya habían desmontado, con la precisión y el aparente caos de las hormigas, casi todas las tarimas, y los plintos y los púlpitos; los monumentos del Mundo-antes-del-Círculo-Negro. Pero ahí arriba estaban ciegos, sordos y mudos, como los muertos sin un par de óbolos para el barquero. Y peor aún: solos, completamente solos.
Tan pronto llegasen a distancia de tiro, y las trayectorias y las parábolas fueran calculadas, simuladas y corregidas, se iniciaría la cuenta atrás para lanzar el misil que borraría esta crisis y abriría un interregno rápido que devolviera todo a la «normalidad». Pero los planes deben diseñarse pensando en todas sus fisuras. Sin que nadie lo supiera, ni tan siquiera él mismo, en uno de los tripulantes de la misión anidaba el «mal» del Círculo ya antes del despegue.
Ese tripulante soy yo.
Me ha costado mucho hacerme con el control del transbordador. He podido encerrar a todos mis compañeros en el módulo de carga, pero he tenido que enfrentarme al capitán. Derribarlo no ha sido fácil: es un hombre grande y fuerte. Pero yo he sido más rápido y mi mano se hizo antes con la pistola traumática. Confío en que no esté muerto, aunque él se ha cebado conmigo: me ha apuñalado el costado con un destornillador o algo parecido. Una gran esfera de sangre caliente y gotitas satelitales flotando por toda la antecámara explican por qué tengo tanto frío. Creo que estoy herido de muerte; pero no quiero pensarlo mucho: yo no soy lo importante ahora.
Pese a todo, he conseguido desactivar la ojiva y desacoplarla de la nave. He logrado establecer un nuevo rumbo en el ordenador central. No sé nada de física, no es mi campo; así que achaco mi éxito a alguna fuerza superior, una mano amiga que no sé explicar. Mi destino está en esa negrura redonda; siento un susurro en mi interior. Alguien o algo me está llamando.
Por todo lo que ha pasado en este escaso mes y medio, que casi parece una eternidad, no es difícil deducir, al menos para mí, que quienes estén o lo que esté detrás del Círculo quieren el bien para nuestra especie; sea lo que sea, lo averiguaré mirando directamente al centro de su abismo.
Desconozco qué ocurrirá conforme vayamos acercándonos; y no creo que haya combustible para la vuelta. Hasta aquí la que probablemente sea la última comunicación de la Mesías. En todo lo bueno o malo que esté por venir, tened fe y determinación.
Hasta pronto, mi querido planeta azul.
Corto y cierro.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario

Alejandro Martínez Ruiz (Andújar, 1993) es un letrado de intereses dispersos que anda cerca de la frontera de su territorio y lejos de su madriguera. Se gana o se ganaba el pan alquilando la pluma, con la pasión dedicada a abogar por los trabajadores en la jurisdicción social. Nacido en los noventa como andurense y alcanzada su madurez como cordobés, siempre ha vivido pegado al curso del Guadalquivir. Su nombre reza más en CENDOJ que en el mundo literario; aunque además de demandas, recursos y resto de retahíla formulaica de latinajo, también es autor de cientos y cientos de páginas distribuidas a pachas entre relatos, artículos y aforismos inéditos, que se pudren en formato word a la espera de mejor suerte, en un limbo próximo al baúl de los recuerdos. Ha terminado una novela, también inédita, que mantiene metida en el frigo junto a medio limón pasado y un yogur caducado a la espera de mecenas.
BSKY: @ruizbaner.bsky.social
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