¿Cómo afrontar el fin del mundo? ¿Tiene algún sentido correr, intentar huir como hacen todos cuando la muerte es inevitable? ¿Culpar al extranjero es un instinto reprimido que por fin puede ser liberado o un intento desesperado de encontrar una explicación al horror? Cuando llevas 20 años evitando el contacto humano, reduciendo tu mundo para ampliar tu universo y la sociedad que se derrumba a tu alrededor te es ajena, ¿hay algo que pueda hacerte salir?.
Una terrible epidemia llega a Japón. Se empieza a tomar la temperatura de todos los viajeros. Las autoridades decretan el cierre de escuelas, el cese de actividades de las empresas, la cancelación de eventos públicos y limitan la circulación de personas. Los extranjeros, a quienes se acusa de haber llevado al país esa enfermedad mortal que transmiten unas extrañas luciérnagas, son perseguidos y expulsados.
Jinen, un Hikikomori (persona que se aísla deliberadamente y rehúye cualquier contacto humano) ha alcanzado un estado perfecto de armonía y paz tras dos décadas de estricta rutina, un tiempo que ha empleado en cultivar su cuerpo, en cuidar y disfrutar cada pequeño detalle, en adquirir conocimiento a través del estudio de cuentos en forma de poemas y en empezar a comprender la infinitud del cosmos evitando cualquier distracción. No encuentra ninguna razón para alterar todo eso cuando empieza a observar cómo mueren o desaparecen sus vecinos ante el avance del terrible virus. Ni siquiera se lo plantea cuando Topaz, una Gaijin perseguida por las autoridades al negarse a regresar a su país, cae en su patio.
Esta novela, única e impredecible, se compone de cuatro partes, como cuatro son las estaciones del año, las necesarias para cerrar un ciclo. Y cinco son los desconocidos que, en medio del caos y la desesperación se van encontrando, uniéndose inevitablemente, encajando como partes diferenciadas de algo que nunca debió separarse. Lo que comienza como una narración de ciencia ficción íntima y personal que sumerge totalmente al lector en la forma de ser y sentir japonesa, pronto muta en una historia de terror con tintes fantásticos que desemboca en un final inesperado y sorprendente.
A pesar del cariz apocalíptico, el ritmo preponderante de la obra es pausado, detallista, empeñado en resaltar la esencia de los personajes y en sujetar fuertemente las riendas de la acción frente a lo desbordante de la trama. La exhaustiva descripción de la geografía de una ciudad de Tokio que se cae a pedazos es el marco perfecto para el retrato de una sociedad sumisa, aferrada a sus orígenes y su esencia, lastrada por un enorme racismo latente y que trata de aferrarse a normas ya inservibles, como un desesperado intento de conservar un orden ya deshecho.
María Antonia Martí Escayol ha elaborado una novela única que evidencia una íntima relación entre espiritualidad y literatura. Al igual que en los cuentos que ha integrado en la trama, todo tiene un significado más profundo del evidente. Destilando un inmenso amor (no exento de ciertos reproches) por la cultura nipona, juega con ella y con el lector, introduciendo escenas delirantes y opresivas que rompen por momentos un clímax sosegado para después hacerle ver que la historia que creía que estaba leyendo, es otra. Es por esto que quien se acerque a este relato debe hacerlo con mentalidad abierta, asumiendo que incluso el apocalipsis puede narrarse de forma serena y con fe en que cada pieza suelta, cada cambio en el tiempo verbal que encuentre, cada poema, encajarán cuando deban hacerlo. Quien lo haga descubrirá que no hay mejor momento para leer un cuento japonés que cuando el mundo se esté acabando.