Me gesté en un cubo de gelatina cálida, traslúcida y suave.
Suspendido en ese fluido consistente, absorbiendo el alimento perfumado y la esencia a través de mis poros, medré, me desarrollé; y cuando el receptáculo no pudo conmigo, me deslicé fuera de él. Nací. Caí en una bandeja, empapado, lleno de restos de gel. Mi piel era pálida, húmeda, blanda. Mis extremidades flácidas, incapaces de sostenerme, se doblaban bajo mi cuerpo, sobre el metal liso y frío.
El mundo dejó de ser una luz difusa, borrosa, matizada por el mucílago de aquel útero en el que fui engendrado. El mundo dejó de ser un sonido apagado, lejano, aterciopelado, filtrado por la densa emulsión donde germiné. Se convirtió en una explosión de ruido blanco, de luz cegadora, de aire frío y acero helado. Se transformó, desde el instante de mi alumbramiento, en un lugar inhóspito.
Las babas que cubrían mi cuerpo se endurecían y tensaban mi piel; caían a medida que se secaban, como caspas blancas, al suelo de metal sobre el que me había expulsado el cubo. Y esta superficie, el suelo, se movía. Comenzó con un pequeño vaivén que agitó mis carnes. Y luego, simplemente, fue circulando con suavidad. Pasaba por debajo de otros dados de gelatina, se detenía un instante hasta que alguien como yo caía, lívido, chorreante y mórbido, al mundo helado. Fue entonces cuando tomé consciencia del sonido que había hecho mi cuerpo al caer en la cubeta acerada: viscoso, breve, algo que cae de golpe y se detiene. Todos sonamos igual.
Todos sonamos igual.
Pero solo yo viví.
Viví, mientras la bandeja hacía su recorrido, empapado de restos de cadáveres y gelatina, rodeado de cuerpos aplastados, rotos y vacíos. Algunos estaban secos; otros abotargados.
Alrededor había penumbra. Una oscuridad que cobijaba formas enormes que acercaban sus apéndices por encima de la luz cenital bajo la que me encontraba siempre. Colgaban nuevos cubos preñados de solitarias figuras. Algunos se abrían sobre mí… y solo yo viví.
Y cuando mis miembros pudieron sostener mi peso, cuando mi piel estuvo seca, cuando los sonidos se hicieron más nítidos y las imágenes más claras, un estallido de dolor inundó mi ser.
Algo me agarró, me sacó de entre los restos, me apartó del recipiente gélido y me estiró sobre una superficie blanca, áspera, mientras sujetaba mis extremidades. Y luego la enorme estaca atravesó mi cuerpo. Me clavó, me paralizó completamente y solo pude sentir cómo mi interior se drenaba, poco a poco, por mi espalda.
Y viví.
Viví para ver cómo un cubo transparente, hueco, se convertía en mi ataúd y me quedaba encerrado, atravesado por aquella vara, clavado sobre un lienzo blanco.
Y comencé a morir.
Y morí sintiendo sonidos apagados a través del cubo transparente.
Me gesté en un cubo.
Muero en un cubo.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario
Soy Héctor R. Asperilla.
Nací en Oviedo, en 1974, y soy, ni más ni menos, un tío normalito con un exceso de curiosidad por lo que me resulta interesante. Voy aprendiendo de aquí y de allí, manoseando todos los temas que me resultan interesantes. Soy un bicho de letras al que le encantan las ciencias… y al revés.
Siempre he estado en contacto con el arte de todo tipo. Mi estilo no es algo que se pueda definir con unas pocas palabras. Me gustan las texturas, me gusta ver las pinceladas. No tengo predilección por un tipo de ilustración u otro. Me atrevo con todo y me gusta dar rienda suelta a mi imaginación. Cualquier cosa que me llame la atención y, de algún modo, me conmueva es mi inspiración.
He realizado diversos trabajos de ilustración, fotografía y foto, y tengo en mi haber varios premios por cosas muy variadas.
En cuanto a literatura, siento predilección por la Ciencia Ficción y autores como Dick, Pohl, Asimov o Lem. Y, como arte que es, también me gusta practicar la escritura, así que, a ratos, escribo cosas.
¡AH! Y no, no soy calvo, tengo la melena redistribuida.
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