¿Qué es un ser humano sin esperanza ni libertad? ¿Cómo conserva la cordura y reprime sus instintos? ¿De qué manera no pierde lo que un día fue ni olvida lo que vivió? O más importante aún, ¿Cómo hacer que esos recuerdos no le impidan buscar un sentido a su presente? Si nuestra vida cambiase de un día para otro sin posibilidad de marcha atrás, y nos situase en un escenario carente de risas, motivaciones positivas, o más futuro que una muerte lenta y segura tras unas paredes de hormigón, ¿Qué valor le daríamos a la interpretación de nuestro pasado y cómo reaccionaríamos ante la inminente desaparición de todo lo que fuimos?
La luz amarilla es omnipresente dentro del búnker de Pekín en el que sobreviven un puñado de personas de distintas nacionalidades tras la Tercera Guerra Mundial. Trece años después del fatídico día de mediados del Siglo XXI en que los hongos atómicos asolaron el planeta, el mismo en que nació la pequeña Thei poco después de cerrar la compuerta metálica que les libró de la muerte, el puñado de hombres y mujeres que aún sobreviven ya pasan de los cincuenta años de edad y saben que nunca podrán salir de ese laberinto de hormigón.
Todos tienen su función pero no es suficiente para llenar sus días. La tenue iluminación es una metáfora de sus vidas y la única esperanza que les queda es que la joven que han criado entre todos, y que ahora está en plena pubertad, pueda salir algún día y les lleve con ella en su recuerdo. Y eso precisamente, la memoria de lo que son y de lo que ocurrió atormenta al narrador, Marcelo, un funcionario argentino obsesionado con transcribir todo lo que llevó a la humanidad a la autodestrucción y a estudiar compulsivamente el diccionario en un intento de preservar lo que fueron y lo que significaron.
Son muchos los temas que subyacen en esta trama desesperanzadora, asfixiante y opresiva:
El poder: encarnado en Chang, padre de la niña y al que todos aceptan como líder tácito, y en Carl su principal tutor. Pero también en la misma joven, apenas consciente de los instintos que despierta en los hombres, esforzados por reprimirlos y que la veneran casi como una deidad.
El sexo: como vehículo de relaciones antes de las explosiones y como válvula de escape, compulsiva y disfuncional en el encierro.
La idea del suicidio que planea constantemente, ya sea simbolizando la salvación o adelantando lo inevitable, y la de la impostura ya que todos tratan de mostrarse mejores de lo que son.
También se manejan de forma contundente el control (ya entenderéis porqué) y la cultura, en su vertiente más académica o en la popular, pues les sirve de justificación o explicación de sus actos a algunos de los personajes.
Carrión, autor con querencia por lo simbólico, consigue en esta segunda entrega de su ‘trilogía de Las Huellas’, una original reflexión sobre el revisionismo histórico y sus consecuencias; la ficcionalización de la realidad es el nexo con ‘los muertos’ y ‘los turistas’, las otras novelas que componen el tríptico. Pero también idea un extremo experimento sociológico de participantes atormentados por la inevitabilidad de la muerte, la demencia, la nostalgia, la desesperación y la falta de amor. Como buena obra post-apocalíptica no carece de escenas de violencia, crudezas y atrocidades varias, pero tanto el tono general como la visión de un narrador subjetivo y poco fiable, empeñado en repetirse (y repetirnos) incansablemente las palabras que cree que definen cada hecho y que no deben perderse para preservar lo que fuimos o significamos, hacen que esta historia no esté enfocada a un público masivo querencioso de tramas ágiles. Estamos ante un trabajo sobresaliente que debe ser leído y releído con atención y espíritu crítico.