El cabo Scott huía por los angostos pasillos del búnker, tambaleándose por su pierna malherida. Los alemanes habían tomado la posición y él era el único que quedaba en pie, aunque por cómo se arrastraba, dejando un reguero de sangre por el camino, era fácil deducir que no aguantaría mucho más. El soldado se escondió tras un recodo, postrado contra la pared. Con su fría mano, cogió la granada de su cinto y colocó el dedo en la anilla, tenso y preparado para actuar. Empezó a musitar una especie de plegaria.
—¡Scott, no lo hagas! ¡No quiero morir!
El sobresalto del cabo casi provocó que tirase de la anilla. Miró a su alrededor girando el cuello como un poseso, sin ver a nadie en las proximidades. La voz volvió a escucharse, y esta vez se dio cuenta de que procedía de su mano.
—¡Hola! Sí, soy yo —le dijo la granada en un tono calmado—. Esto rompe los protocolos, pero me gustaría llegar a mi primer mesiversario.
Al soldado se le escapó un grito sordo. Sus ojos estaban abiertos como platos y en su boca podría entrar una lechuza a vivir.
—¡Imposible! Llevo limpio dos semanas —masculló el hombre.
—No son las setas alucinógenas. Esto es real, no como lo de aquella pala a la que no parabas de llamar Jessy en las noches solitarias. No hace falta que hables en voz alta, delatarás tu posición a los nazis. Puedes comunicarte conmigo por el vínculo psíquico que he establecido.
Scott arqueó las cejas, una expresión tan exagerada que parecía una caricatura recorrió su rostro.
—Supongo que estás flipando —continuó la granada—. Lo entiendo. Mira, sé que estás esperando a que los que te persiguen giren la esquina para detonarme y llevártelos contigo al infierno. Cálmate. Seguro que podemos encontrar otra solución, una que no implique nuestro fin.
—Si van a matarme en cuanto me vean, al menos que esos cabrones me acompañen —farfulló el soldado. De repente, como si volviera a ser consciente de la situación, siguió hablando, esta vez sin articular palabra—. Dios, estoy hablándole a una granada… o pensándole, ya no sé ni lo que hago —Comenzó a reírse para sí mismo como un lunático.
—Quizás no tiene por qué ser así. Sois humanos, el cénit de la evolución, deberíais estar por encima de la violencia. Si quitas la anilla, estás sellando nuestro destino, pero si pruebas la alternativa…puede que el resultado te sorprenda. Rompe una lanza a favor de tu especie y confía en la diplomacia, no hay arma más poderosa que las palabras. Yo creo en la humanidad, en vuestra capacidad de amar, de compartir, de perdonar.
Hizo una pausa dramática antes de la última palabra. El golpeteo rítmico de botas contra el suelo empezaba a resonar por el pasillo, y una voz gritaba órdenes en alemán. Scott relajó el dedo y dejó que la granada se le escurriera de las manos, con la anilla intacta.
—Quién sabe, quizás me detienen y mis compañeros me rescatan. No tengo por qué morir hoy.
La voz del soldado era vacilante. Alzó sus manos en gesto de rendición y, en cuanto vio a los militares nazis, dijo, en tono claro y decidido:
—Me rind…
Una salva de disparos hendió el aire y acalló sus palabras. Scott se había convertido en un queso gruyer sangrante. Por la expresión sin vida del rostro, la vía pacífica no había resultado como él esperaba. «Sin embargo, a mí me ha venido de perlas. Bien está lo que bien acaba», pensó la granada. Sentía lastima por su dueño, pero con aquella especie de salvajes estaba claro que habría muertes. La pregunta era cuántas.
Uno de los alemanes, un joven rubio afeitado y con un pulcro corte de pelo, fijó su mirada en ella. Hizo ademán de retroceder, aunque la expresión de su rostro se relajó tras echar un segundo vistazo. Se agachó y guardó la granada en su cinturón, junto al resto de su equipamiento.
—Saludos, explosivo —dijo un viejo fusil de cerrojo Kar 98K, marcado por el óxido y desgastado por el uso hasta tal punto que podía reconocerse la silueta de una mano en la empuñadura—. Parece que el destino ha decidido que nos convirtamos en camaradas o, al menos, en compañeros de viaje.
—¡No confraternices con el enemigo! —interrumpió una pistola casi inmaculada, por su aspecto una Luger P08, semioculta en su funda. —Está mancillada por el mestizaje propio de las civilizaciones subdesarrolladas. ¡No está fabricada con materiales puros!
—La materia prima es siempre la misma. —respondió la granada, en un tono beligerante—Ya sea acero, madera, aluminio… todas hemos sido creadas con los mismos materiales. ¿O es que también eres de aire azul? Seguro que el viento que sopla por tu cañón es impoluto e irrepetible.
—No le hagas caso, ya sabes lo influenciables que son los jóvenes —contestó el fusil, ignorando las réplicas rabiosas de su compañera de armas—. Se tragan cualquier propaganda que les haga sentirse superiores y especiales.
—Habla por tu amiga, no pienso autoinmolarme para matar por mucho que me vendan la moto —Mientras la granada hablaba, la Luger P08 seguía vociferando, condenada al ostracismo—. Solo de pensar en los cachitos despedazados de las víctimas me siento sucia; estoy harta de que los humanos nos utilicen como herramientas en estas masacres sin sentido. He decidido marcarme mi propio objetivo: llegar a mi primer mesiversario.
—¿¡Mesiversario!? ¿Qué coño es eso? —la desagradable risa burlona de la pistola la ensordeció.
—Nuestra invitada merece un respeto, a los explosivos se les exige el máximo sacrificio en el acto de servicio —intervino el fusil, con actitud paternalista—. No tienen la misma suerte que tú y yo, que actuamos en la distancia, sin mancharnos el cañón. Es mucho más fácil arrebatar una vida en la distancia.
—¡Normal que tengan poca vida útil! Son de usar y tirar, como…
—No es un crimen querer envejecer —interrumpió la granada, antes de que la pistola pudiera decir ningún disparate—. Para las de mi clase un mes ya supera la esperanza de vida. Por cierto, vuestra posición será cómoda, ¿pero nadie piensa en las balas?
—¡Esas adictas a la velocidad! —exclamó el rifle—. Se pasan toda su existencia ansiando el chute de adrenalina al ser disparadas, no me apenan. Las que peor lo tienen son las armas cuerpo a cuerpo. Lo que les obligan a hacer… es material para las pesadillas más dantescas. Imagínate estar dentro del cuerpo de la víctima, el desagradable tacto de los tejidos blandos por toda tu superficie, embebido en esos viscosos fluidos corporales. A algunas, en lugar de limpiarlas, las dejan manchadas con sangre seca como una especie de trofeo macabro. ¡Marcadas de por vida! Hablando del rey de Roma…
Otro soldado alemán que había estado registrando el cadáver de Scott, un oficial según revelaba el bordado en el cuello, sacó un cuchillo de una funda en su cinturón. El joven militar se giró dando la espalda a la escena y dirigió los ojos al frente. Su postura perdió un poco de firmeza, ¿se sentiría incomodo por la situación?
—¡No por favor, otra vez no! —gritó el cuchillo, mientras su dueño la colocaba a la altura de la frente del cuerpo sin vida del cabo y presionaba, cortando la piel con destreza—. ¡No puedo aguantar más! —Su trémula voz sonaba ahogada debido a la sangre que emanaba de la herida… lo cual era un poco extraño, teniendo en cuenta que se comunicaba de forma psíquica.
— ¿Qué está haciendo ese maníaco? —preguntó la granada, intentando desviar la atención a otra parte.
—Es un coleccionista, le gusta llevarse como trofeo la cabellera de sus víctimas. Tenemos una apuesta sobre qué hace con ellas, yo creo que las utiliza para fabricarse un abrigo calentito para el invierno.
—¿Me estoy perdiendo el espectáculo? ¡Otra vez no! —exclamó la pistola— ¡Tengo sed de sangre!
— Estás como una puta cabra. Scott era un buen tío, no se merece esto.
—Tampoco lo juzgues —dijo el Kar 98K—. Supongo que uno se acaba acostumbrando hasta al peor de los espectáculos.
«Es posible, ¡pero no lo disfruta! Están todos enfermos», pensó la granada. La reacción del cuchillo le había recordado a su hermana mayor, la bomba atómica. Nunca olvidaría aquellos primeros días tras ser fabricada, antes de partir de misión, escuchándola llorar a lágrima viva cada noche. Ni siquiera había cumplido su función todavía, solo había hecho falta que fuera consciente de la atrocidad para la que iba a ser utilizada. El sollozo del arma blanca la devolvió a la realidad. Su pesadilla había terminado… ¿aunque por cuánto tiempo? El oficial guardó su premio y, tras hacerle un gesto con la mano al joven soldado, ambos reanudaron la marcha.
—Nos movemos, de vuelta a la batalla —comentó el rifle—. ¿Estás preparada para tu nuevo propósito?
«No». Sin embargo, la granada no se atrevió a compartir su pensamiento. Quizás no tendría que haber interrumpido a Scott; nada de valor se hubiera perdido. Ojalá llegara el día en que no hiciera falta que fabricaran a otras como ella, en el que aquel despropósito acabara. Sin embargo, tratándose de una especie de salvajes como el ser humano, ¿había alguna esperanza real de que esa utopía se cumpliera? Conocía la respuesta: dejarían de fabricarlas, sí, cuando encontraran una forma más eficiente y moderna de matar.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario
Álex Castillo. Joven escritor sevillano de ciencia ficción, terror y fantasía que compagina su pasión con el desarrollo de su tesis doctoral en biomedicina. He publicado, en noviembre de 2023 y bajo el sello de la editorial Malas Artes, La fábula de las bestias, una novela de fantasía con elementos de terror. También soy autor de uno de los microrrelatos publicados en la antología del II certamen «Rubric» de microrrelatos y de uno de los seleccionados en el XIII Concurso de microrrelatos de temática libre «Pluma, tinta y papel». También he ganados algunos retos de escritura, como los propuestos por Libros.com.
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