El caprichoso viento sopló una hoja contra su cara, que apartó de un manotazo. La niña, que no llegaba a los doce años, ya no recordaba cuánto tiempo llevaba caminando, pero tenía que encontrarlo.
Arrastraba los pies por el inhóspito páramo, dorado al tacto, pesaroso al espíritu, cuya hierba, a cada paso, tropezaba con el color de la desesperanza. Los árboles, escasos, se alzaban secos y retorcidos. Esqueletos de lo que una vez fueron, extendían los brazos hacia el cielo en desafío a la muerte, que gobernaba con mano de hierro las yermas tierras de Carcosa.
El fulgor moribundo de dos soles iluminaba vacilante la llanura, con el resplandor justo para descubrir las siluetas quebradas de pedruscos semienterrados entre la vegetación marchita. Ningún murmullo de existencia osaba perturbar el silencio sepulcral, no había señales de vida, ni de hombre ni de bestia.
Era una intrusa en aquel reino abandonado al olvido sempiterno. La pequeña avanzaba por Carcosa, esperando que el viento le susurrase un buen augurio. No se encontraba en un sitio como ese de paseo. Buscaba a su amigo felino, su confidente en las noches de esconderse bajo la cama.
No gritaba su nombre, porque sabía que esta búsqueda no era como las anteriores. No iba a preguntar a los vecinos ni a pegar carteles por su barrio. A veces casi podía verlo, apenas un trazo borroso moviéndose entre las piedras. Estas, bajo escrutinio, se convertían en epitafios de lo que alguna vez tuvo aliento.
Siguió caminando entre las lápidas durante lo que parecieron décadas hasta advertir una figura en la lejanía. Era alta y flaca en extremo, con tres brazos esqueléticos, sujetando sendos puñales. Sus dedos, finos y enfermizamente pálidos, eran conductores de un peculiar ritmo, girando y zambullendo las hojas metálicas en escabrosos juegos de malabares.
Vestía con ropajes raídos que en el pasado pudieron formar parte de un vistoso traje de bufón cortesano. La tela, antaño colorida, colgaba de su cuerpo huesudo en jirones deshilachados, deslucidos por el polvo y el tiempo.
El rostro que coronaba aquel cuerpo deforme se mostraba congelado en una mueca grotesca, una amplia sonrisa escabrosa. Sus ojos, perforaciones al abismo, miraron a la pequeña esbozando un amago de reverencia ante ella.
«¿Puedes traer a Milo?», preguntó a su nueva compañía, quien, sin modificar su expresión, respondió «A quien no contenta lo pequeño, ¿qué le contentará? Quien no teme a la muerte, ¿qué puede temer? Vida, continua disonancia, mas insistís en padecerla. Aquellos que deseen regresar de Carcosa, tienen un precio a pagar». Ella tan solo asintió.
Quizás no corresponda a los vivos perturbar el reposo de los muertos. Pero el amor infantil que sentía era más fuerte que cualquier mal presagio, más fuerte que el miedo a lo desconocido.
Demoliendo lo tangible, la figura alzó sus tres manos imposibles; cada puñal, una oración de plata a la ruina. El ser tomó los hilos del ocaso mientras cada hoja danzante rasgaba el telón del ahora, hilvanando un poema de laceraciones que desmoronaba el entramado de realidades, donde se guisa lo inefable.
La niña contuvo el aliento. Allí donde no hubo nada, ahora se destapaba un resquicio de resarcimiento. Por él escapaba una luz violácea y mortecina proveniente de algún rincón remoto.
De pronto, una zarpa emergió de la fisura. Una garra cubierta de pelo dorado. La siguió todo un león joven, de pelaje brillante como el alba y mirada inteligente. Caminó hacia ella y se sentó a sus pies, mirándola fijamente.
La muchachita ahogó un grito, con ojos anegados en lágrimas. No tenía la forma de su gatito, pero reconocería esa mirada en cualquier parte. Era Milo, sin duda alguna. Abrazó a su amigo, que le había sido devuelto en forma de león desde alguna fábula ya olvidada.
«Todos quieren burlar a la muerte; pero pocos están dispuestos a pagar su precio. Ha llegado el momento» —manifiesta el taumaturgo, que busca algo entre sus harapos—. Había cumplido su parte del trato y ahora le tocaba a la chiquilla hacer lo propio.
La figura desenvolvió lentamente la máscara: una luna pálida, un rictus esculpido en marfil, una sonrisa perenne inquietantemente vacía, tan solo una fúnebre parodia de la mueca de alegría que pretendía imitar.
Con solemnidad teatral, la alzó para exhibirla ante los cielos, eclipsando con ella los astros gemelos. La chica permanecía inamovible, su expresión tejida entre el asombro y la confusión.
El filo del puñal se posó sobre la piel de la niña y la rasgó como si de mantequilla se tratara. Emitió un grito angustioso de dolor cuando la hoja se hundió en su carne blanda, tajándola hasta alcanzar el hueso. Con precisión quirúrgica, el desollador se valió de sus tres extremidades para desprender los tejidos de la calavera. Abriéndose paso entre la sangre que brotaba a borbotones, seccionando tiras de músculos y tendones, hizo un trabajo milimétrico; impracticable hasta para el más diestro de los carniceros. Cuando terminó, sostuvo en alto su sanguinolento trofeo, la macabra careta de cuero humano.
La muchacha deseaba gritar desesperadamente, pero no tenía boca. En su lugar, solo había un monstruoso agujero coronado por una hilera de dientes bañados en sangre. Sus atormentados ojos enormes, sin pellejo que los rodeasen, estaban centrados en Milo, que descansaba a su lado.
El contraste al tacto de la helada máscara de marfil con la abrasadora masa en carne viva que ahora era su cara le resultó repulsivo. No tuvo que esperar mucho hasta que la máscara empezó arder, adhiriéndose permanentemente a ella y cauterizando sus heridas en el proceso. El pacto había sido sellado. «Bienvenida a Carcosa».
Convertida en efigie del sufrimiento que atesora su prisión, cargando con la sonrisa que la atraviesa, fiera sutura del alma, camina perpetuamente con el bravo león como única compañía. Con cada paso, tiñe el suelo con gotas carmesíes, el ininterrumpido llanto de los condenados. Dedica su existencia a la reverencia a las sombras, eterna servidumbre a lo desconocido.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Mireya Strife es una lectora frecuente y aspirante a escritora. Nunca le han gustado los límites y escribe lo que le apetece, pero la mayoría de su obra es una fusión entre la fantasía y el terror, con pinceladas de crítica social. Entre sus grandes referentes literarios se encuentran clásicos como Lord Dunsany, Philip K. Dick, Robert W. Chambers y H. P. Lovecraft entre muchos otros.
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