Su marido la llamaba «Motita», un Ángel caído del cielo con mandil y sonrisa; nunca llevaba nubes en la cabeza y menos aún tormentas. No había lugar para ninguna riña. En casa lo tenía todo fácil, la madre, la jefa, la que trocea la gallina muerta en dos pedazos exactos.
Su hija, una niña brillante, tímida, con niebla gris en los ojos, muy rubia y blanca. ¿Cómo podía ser de una madre marrón una hija pálida como una serpiente sin color? El padre nunca dudó y no se admiten más preguntas, señoría. Sin embargo, a veces la culpa genética se le hacía un hueco ante vecinas cotillas que no cuadraban la verdad; al fin y al cabo él era casi negro.
Mientras trituraba las pastillas del alcohólico se sentía triste, quizá no era justa, quizá podía encontrar otra solución, pero estaba tan cansada, y el Diazepán no era buena compañía a la hora de pensar… Motita no tenía fuerza de voluntad.
-Mami, hoy todos dieces, se ha quedado la profesora conmigo dándome besos…
-¡Qué bien ! Ya está a punto la comida. Esperaremos a tu padre para comer. Descansa un poco.
-Motita ¿Cómo has pasado la mañana?
-Poca cosa, estoy haciendo sopa de almendras, bien picaditas…
A veces miraba a su hija cuando parecía dormir, los unicornios no resultaban demasiado adecuados para una adolescente de quince años, pero Elma era muy infantil y su padre le consentía todo.
El cuadro de la entrada hacía días que le discutía cada argumento que se le ocurría, el niño pastor estaba torcido sobre una oveja, puede que la ordeñara, sólo distinguía los rizos ¡Cuánto le hubiera gustado tener el pelo rizado! pero la peluquera decía que suavizaría, demasiado, el bonito contraste de sus ojos. Era una víbora esa mujer, una envidiosa. ¡Qué sabría ella de contrastes!
Después de la comida… ese cansancio horroroso, la vista doble, los vómitos. Las tripas siempre al revés, todos los viernes eran mellizos, cuando podían estar los tres juntos e ir a cualquier lugar, la eterna náusea de sábado y domingo. Román no encontraba sentido a la enfermedad de su familia.
En la mesita de noche, Motita siempre tenía pastillas de sobra, por si la dosis era poca, por si sentía un dolor inesperado que le impedía seguir adelante.
Román no estaba bien, sabía que el alcohol lo iba matando, como había matado a una de sus hijas mayores, (aquella que no se nombra) aquella que se rebeló a su destino, pero, rabiosamente, vive desde entonces en su barbilla, idéntica a su hoyuelo, permanentemente redonda en forma y medida, la hija perfecta de un hombre como él. Elma la sustituyó sobradamente, pero no acababa de cogerle el hilo, siempre tan hermética (desde que le robó un beso a su hermana delante de su cara albina, asustada) siempre tan dura, tan cuadrada. Elma, la niña de leche manchada de pureza, ¿por qué nació así? ¿Quién la había creado?
Elma no quería hacer daño a su madre, pero le preguntaría una vez más, tal vez por si la respuesta variaba… ella deseaba que no, que hubiese sucedido tal y como su hermana le confesó en secreto antes de lanzarse al vacío. Ya había cumplido quince años en abril. Ya había cumplido quince años en abril; viva, contra natura, ya contaba un año más que su hermana cuando saltó. Un año de vida no deseada, un año que sólo parecía tiempo cuando estaba fuera de la guarida, pero no tenía ningún peso al llegar a casa.
El cuadro de la entrada era tan anónimo como ella. Se le movían las ovejas al pastor, pero él no parecía inquietarse, si ella tuviese un rebaño, no dejaría que hiciesen lo que les diese la gana, las mataría si le desobedeciesen, las cocería hasta que se les desprendiese la carne de los huesos, las volvería a meter en la olla, y las ahogaría en la sopa sin que nadie la viera… Sabía que sólo ella tenía el valor suficiente.
La sopa estaba servida, Elma cogió el papel con las pastillas de su padre machacadas, las vertió en los platos del alcohólico y de su madre, a partes iguales, en un segundo, y mientras su padre, ignorante de todo, saboreaba cada cucharada, sonrió a la madre que no la había parido, pero la quería con toda su alma. Sonrió al cuadro de la entrada, donde el pastor al fin blandía el cuchillo, sonrió a la hermana que le contó su secreto desde el orificio que su padre tenía en la barbilla… Rio abiertamente cuando la cabeza de aquel sujeto rebosó el plato hasta sus rodillas flacas, y ayudó a su madre a acostarse, antes de que el desmayo la convirtiese en una inútil. Tenía que ser lista, tenía que ser diferente a aquella madre que se asomó a una silla tambaleante, tenía que matar a Motita porque ella nunca podría hacerse daño a sí misma ni a ningún otro ser vivo, y porque cuando le pidió el favor de rodillas…
El cuadro de la entrada ya se había hecho parlanchín ¿Cómo no ayudar a suicidarse a alguien como Motita? Si ya lo había hecho con su propia madre, si ya estaba matando al padre violador, si ya supo mover la silla de la cocina (para que ningún idiota viese una mala intención) aunque entonces era tan pequeñita… si ya conocía el secreto de la familia, ya sabía que todas las mujeres de la casa eran hijas de un mismo padre, del alcohólico que ahora había superado la dosis precisa, y estaba expirando en medio de las ovejas muertas del pobre pastor, el querubín de pelo rizado que, al fin, le sonreía tanto a ella como a su hermana Motita, aquel Ángel caído, aquel pan bendito que era todo amor y había aceptado ser su madre aunque su hermana gemela se hubiese matado tan «pequerrechiña». Nunca había podido olvidar aquella palabra que dijo su madre, Melina, cuando desplegó las alas y voló…
¡Adiós, pequerrechiña! ¡Benditas niñas gallegas con alas extendidas!
Motita, tendida en la cama, parecía también una niña.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Soy de aquí y de allá pero ferrolana del 66. Escribo desde que leo pero, afortunadamente conservo todos los libros de entonces h rompí todo lo escrito. Hace unos tres años comencé a guardar algo. Tengo una novela corta terminada que no quiero terminar. Soy irregular e incorregible aunque parezca inmodesta. Unos relatos me salen bien y otros mal pero todos me animan y la gente es tan generosa conmigo que continúo… No descarto ser Capitán Mercante en el futuro porque era lo que quería en el pasado, cuando tenía once años, y a esa edad sabes de verdad lo que te gusta. Este es mi currículum más sobresaliente, tengo otro, pero solo progresa adecuadamente. Soy madre de un hijo mucho mejor que yo y tengo un marido desde siempre. Mi vida empieza con ellos dos. Muchísimas gracias a quien me lea.
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Muchísimas gracias por publicarme entre relatos tan buenos que me hacen sonrojar. Lo justo es decir que tengo motivos para ser modesta pero, eso no quita, lo feliz que me siento aquí y ahora. Gracias. Ojalá guste esta «Motita».
Pequerrechiña, miña pequerrecha ¿De qué pozo extraes las palabras?
Pequerrechiña ¿Hay palabra más bonita que esa para llamar a tu niña?
Ojalá todas las niñas tuviesen alas para huir.
Mi abuelo decía que era «su pequerrechiña», mi madre cuando estaba contenta, también… Nacer en Galicia me regaló todas las palabras del mundo, porque Laura, creo que mi tierra tiene todas las historias del mundo en boca de cada abuelo «Manuel»… Siempre me decía » pon puntos suspensivos, luego te contaré más»
Y «eché los dientes» en la escuela de mi madre, ahí había muchas pequerrechiñas y yo dejé de hablar…
Gracias, Laura, gracias ️♾️
Pues voy a poneros aquí el comentario que me hizo UNA muy grande para mí… por muchos motivos grande, el principal porque siempre tiene afán de justicia y eso es impagable… Gracias, Maite.
Sobre el relato de M. Jose:
Típico de ella, nos suelta un perturbador relato impregnado de belleza, crueldad y malignas sensaciones que se van acrecentando a medida que la lectura avanza, porque la maldad «pulula» en una atmósfera inquietante, oscura, sórdida, en la que conviven, en apariencia, la inocencia y la crueldad, donde los vivos y los muertos se entremezclan en un mundo imaginario (o ¿imaginativo?) y frágil, cerrado como un invernadero en el que nada es como parece ser.
El estilo, tan peculiar y reconocible de la
autora, enmarañado de metáforas, aunque bellas y certeras, me recuerda a la Espido Freire del principio, sobre todo en obras como Irlanda, Donde siempre es octubre y también Melocotones helados.
Nuevamente repito: perturbador e inquietante.
Muy bien M. Jose