Margaret Fontaine, recientemente convertida en Margaret Hardin a tenor de las circunstancias, saltó desde el pescante del carro. A pesar del entumecimiento de sus miembros y de la lacerante pulsión que retorcía el interior de sus tripas, puso un pie en el suelo y después el otro. Con la gracia femenina que se le presumía de dama de férrea educación religiosa. Aquello que fingía ser.
El fango de la vía sin asfaltar se adhirió pegajoso a la capa y a la tela gruesa de su falda de percal. Por descontado, impregnó la suela de las botas, e incluso reposaba victorioso sobre el asa de la maleta. Alcanzar tan alta cumbre era un hito remarcable para simple barro escupido al cielo por las ruedas de hierro del carromato en movimiento. El mencionado equipaje viajaba en precario equilibrio sobre el techo de la diligencia, junto a los baúles de otro par de viajeros ocasionales con los que había preferido no intimar ni conversar más allá de las normas de civismo establecidas.
El mozo, un pelirrojo barbilampiño enjuto de carnes, ayudó a Margaret con sus exiguos trastos y dejó el bulto a sus pies.
—Bueno, señora Hardin. Hasta este punto podemos acercarla —dijo el muchacho.
—Aquí la tiene. Si nos desviamos más de nuestra ruta, el patrón me corta el cuello y le tengo cariño. Son muchos años juntos —le confesó el conductor, casi abochornado, interrumpiendo a su ayudante.
A las riendas, mirando al frente, escupió un bolo áspero de tabaco masticado tras el amago de broma que ninguno de los presentes había reído. No era de ese tipo de hombres, por mucho que se esforzara en parecer gracioso, sus chistes caían en saco roto.
—Por descontado, señor Johnson —admitió la dama esbozando su estudiada sonrisa zalamera—. Fueron muy amables. Pensar que tendría que pasar otros tres días en aquel horrible lugar me enfermaba. Menos mal que llegaron como respuesta a mis plegarias.
—Una señora como usted no debería viajar sola por estas tierras —afirmó el que respondía al nombre de Johnson.
Continuaba sin soltar las riendas de los cuatro caballos ni desviar la mirada del horizonte ocre del desierto. Evitaba los ojos de la forastera. No había podido negarse a llevarla después de lo visto en aquel asentamiento en ruinas, pero algo en ella le ponía el vello de punta.
—Si fuera mi esposa, jamás le habría permitido llegar sola desde Boston —añadió el muchacho que había bajado al suelo el equipaje—. El Oeste es territorio salvaje. No es sitio para alguien de su categoría y estatus social.
—Johnson, Parker, fue una tremenda suerte coincidir con caballeros como ustedes. Les agradezco de corazón sus buenas intenciones. Lo que han hecho por mí no se puede pagar con dinero. —La dama, sin pronunciar palabra alguna, sabía que la única remuneración decente que podía ofrecerles era la vida.
—Cuídese. Y cuide de su esposo.
—Les traslado esos mismos deseos, señores. Si vuelven por aquí, aunque sea de paso, no olviden que tienen una amiga con la que compartir mesa y alojamiento asegurado. Mi marido y yo estaremos encantados de recibirlos en nuestro humilde rancho.
Parker subió al pescante, junto al conductor, y ambos se despidieron llevando una mano al sombrero y descubriéndose por un instante la cabeza. A sus sonrisas les faltaban varias piezas.
La diligencia, aburrida de su propio traqueteo, inició la marcha, un lento avance al ritmo marcado por los animales, perdiéndose en una bruma de polvo levantado por los cascos de los caballos.
Margaret Hardin no exageraba cuando manifestó que le habían hecho un favor enorme. Un infierno se había desatado en aquel lugar, una simple estación de paso en su peregrinaje. Al sacarla de aquel maldito rincón salvaje del desierto, sin ellos ser conscientes, habían contribuido a continuar con un destino marcado desde tiempos inmemoriales. Y es que ya no restaba nada que llevarse a la boca en ese condenado agujero que casi acaba con su viaje y hace fracasar su misión.
El pueblo al que acababa de arribar no era gran cosa. Vaqueros y cuatreros de la peor calaña. Alguna que otra familia ganadera. No parecía que la cantidad de población fuera significativa. Tres niños se cruzaron en su camino, riendo y corriendo de un cuarto que llegaba desde atrás y al que parecían esquivar. «Delicioso lugar repleto de chucherías», rumió.
Tenía por delante las que serían unas horas muy interesantes. Y Margaret se relamió los labios con un gesto que recordaba al de una gata encelada, solo le faltó el maullido quejoso.
Entró en el saloon provocando ser el centro de todas las miradas. Margaret hizo lo propio y escrutó, a su vez, la ordinaria clientela del poco exclusivo establecimiento. Ahí debían converger los parroquianos del lugar cuando no se encontraban realizando sus múltiples tareas de subsistencia, o a lo que fuera que dedicasen los días esos brutos salvajes para seguir con vida.
Contó ocho tipos sentados en un par mesas, enfrascados en sus partidas de naipes. Al menos, hasta que hizo aparición con su maleta. Cinco más se apoyaban en la barra. El barman y tres muchachas, maquilladas en exceso con las tetas casi en la garganta de lo prieto que llevaban el corsé, completaban el reparto de actores en escena. Magnífico vodevil.
Se hizo el silencio mientras avanzaba en dirección a la barra. Su respiración, bajo control. El leve temblor de las manos, disimulado sujetando con energía la maleta. El terrible agujero en el estómago, recluido con eficiencia, ignorado a fuerza de voluntad propia. Se sentía intimidada, imposible no hacerlo con todos esos ojos de rudos hombres del lejano oeste y sus mujeres repasándola de arriba abajo.
La atención duró unos segundos, solo era una mujer tirando a delgada y no demasiado atractiva, aunque de bonito cuerpo y con las formas femeninas bien desarrolladas. No tardaron en hundir sus narices en los vasos y partidas de póker.
Con seguridad y la barbilla alta, como la habían aleccionado en Boston desde su entrada en el Hospicio Santa Magdalena, se dirigió al hombre que, tras la barra, secaba recipientes de diversos tamaños con un trapo de color tan indescriptible como asqueroso.
—Buenas tardes. ¿Sabe dónde podría alquilar una habitación en la que pasar la noche? —Respiró hondo mientras los susurros viajaban de una a otra mesa. Masticó una pequeña pausa dramática y prosiguió—. Mi marido, John Wesley Hardin, vendrá mañana a buscarme. He llegado un día antes de lo convenido.
Al pronunciar ese nombre, el silencio. Así que eran ciertas las habladurías. Los rumores indicaban que el ayudante del sheriff se había casado por poderes con una joven huérfana educada en el norte. Pocos lo creían. Por sola que estuviera la muchacha en el mundo, ¿qué mujer en su sano juicio accedería a ser la esposa de un expresidiario, aunque reformado?
—Tengo un par de habitaciones arriba. Se puede quedar aquí mismo. —El posadero dirigió la mirada al revólver de la muchacha, en cómo acariciaba la culata, fingiéndose despreocupada.
—Servirá —sentenció la joven.
Las comisuras de los labios de la muchacha tendieron ligeramente hacia arriba, aliviada. Desconocía la honorabilidad del local en cuestión, pero no podía ser peor a pasar la noche en la intemperie rodeada de una tropa de palurdos. Eso no agradaría a su reciente esposo.
—Entonces, las habladurías son ciertas. Hardin se ha reformado y abraza el santo sacramento del matrimonio. No lo habríamos imaginado nunca, ¿verdad, chicas?
—¡Hanna! ¡Te acabas de quedar sin cliente! —comunicó riendo una de ellas a otra que intentaba esconderse detrás de la barra.
—Mi esposo ya pagó su deuda con la justicia. Wesley es un buen hombre llamado por la providencia para una misión divina. No quiero escuchar infamias. Ahora, si me disculpan, quisiera descansar en una de esas habitaciones que me han ofrecido. Empiezo a preguntarme qué saben aquí de la hospitalidad.
—Claro, señora Hardin —asintió el mesero justo antes de llamar, a voz en grito, a una tal Clementine, que se personó ante ellos de inmediato—. Ella es mi hija, la acompañará a su habitación y cualquier cosa que precise no tiene más que pedírsela. Clementine, llévala arriba y asegúrate de que nuestra nueva huésped queda satisfecha con la estancia.
—Por supuesto, padre. Acompáñeme, señora.
La chiquilla, que no debería tener más de doce o trece años, le arrancó la maleta de entre los dedos y la invitó a seguirla, escaleras arriba. Lo más duro estaba hecho. En cuanto cerrase la puerta de esa habitación, podría respirar tranquila.
Mientras la niña dejaba el equipaje en un rincón, la señora Hardin cerró la puerta y se desprendió de la capa de viaje, sucia del camino. Soltó las correas del corpiño de piel de vaca en el que enfundaba su cuerpo de aspecto joven, terso y lozano, estaba muy cansada de tener que usar esa prenda horrible. No imaginaba por qué las mujeres se prestaban a llevarla bajo sus vestidos de forma sistemática, sin cuestionar su confort.
Clementine observó sus curvas con una ligera punzada de envidia. Quizás ella, cuando creciera un poco y los kilos de más se repartiesen de una forma más equilibrada y en los lugares correctos, podría tener uno así de atractivo. Entonces Lionel se fijaría en ella y se olvidaría de la tonta de Anne Petterson. Cuando eso sucediese cambiarían las tornas. Entonces, Anne Petterson soñaría con estar en su pellejo.
La habitación, justo en ese instante, tembló. No fue un temblor al uso, similar a un terremoto terrestre. Era otro tipo de movimiento, una reverberación extraña entre mundos paralelos.
Clementine, que casi cae sobre la cama, se sujetó al escritorio que completaba los muebles de un cuarto de resignado estoicismo decorativo.
—¿Qué ha sido eso? —dijo la niña asustada—. La tierra se ha movido bajo mis pies. He sentido que algo no está como debería, que ha cambiado. ¿Se encuentra usted bien, señora?
Margaret Hardin, frente a los ojos de la muchacha, perdió la sonrisa y ese tono atlético que la chica había admirado minutos antes. Mudó a una apariencia inexplicable en la que piernas y brazos oscilaban como gelatina en un plato. Una boca desproporcionada partió en dos, de forma vertical, el rostro de la viajera, convirtiendo su cara en una máscara abominable y bizarra, contrahecha y sin sentido de la estética.
Clementine no tuvo oportunidad de gritar. Perdió dicha facultad. No de puro terror ante la horrorosa visión que tenía enfrente. Intentó pedir auxilio. Abrió la boca para hacerlo, pero sus cuerdas vocales fueron arrancadas con un golpe rápido de lo que antes eran las manos suaves y delicadas de una dama educada en Boston y que en ese instante se convertían en unos apéndices viscosos finalizados en forma de garra.
La señora Hardin se volcó informe sobre la chiquilla y tragó sin masticar el cuerpo. Por un instante, el contorno de Clementine fue aún visible en el interior del anticuerpo de Margaret. Muy pocos segundos. Una nueva versión del elefante dentro de la serpiente del Principito de Saint-Exupéry.
La recién llegada volvió a la forma con la que se hubo presentado en la aldea en segundos, aunque su rostro evidenciaba la satisfacción del buche lleno.
—Oh, my darling, oh my darling, oh my darling Clementine —tarareó la joven señora Hardin mientras comprobaba el estado de su equipaje. No, no lo había manchado de sangre. Con el pasar de los años aprendió a ser muy cuidadosa. Letal, rápida y pulcra en extremo.
La noche iba a ser larga y provechosa. La boca se le hacía agua al visualizar lo que pasaría en las siguientes horas. El baño de sangre comenzaría en breve, al anochecer. No podía ser de otra forma. Quizás se precipitó con la jovencísima, sabrosa y tierna Clementine, pero con ese apetecible nombre cítrico, ¿qué ser del inframundo habría sido capaz de resistirse?
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Esther Mor: Nací en Barcelona en 1974, desde que tengo uso de razón me recuerdo con lápices y bolígrafos en la mano. El dibujo no llegó a llenarme, así que tendí hacia la escritura. Recuerdo un primer relato publicado en una antología organizada por un concurso entre los colegios del barrio como primer contacto con este mundo. Tenía ocho años y escribí un microrrelato sobre una gota de lluvia resbalando por mi ventana. Publico bajo el nombre de Esther Mor desde 2017 en certámenes y antologías de todo tipo. También tengo publicadas en Amazon varias novelas. Me gusta retarme y salir de mis zonas de confort, este relato es una muestra de ese carácter inquieto que me asalta y me obliga, de vez en cuando, a transitar por literaturas diferentes a las habituales en mi trayectoria. La curiosidad me gana terreno y experimento con la mezcla de géneros, cuanto más diversos, mejor.
https://www.amazon.com/author/esthermor
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