El saloncito de los Mason era muy extraño. Un rincón estaba amueblado con extraordinario lujo. Sofás mullidos, butacas bajas y caras, voluptuosas estatuillas y ricos cortinajes que colgaban de grandes biombos decorativos de metal componían el marco ideal para la encantadora dueña de la casa. Se notaba que Mason, un hombre de negocios joven pero de gran fortuna, no había escatimado esfuerzos ni gastos para satisfacer hasta la última necesidad y el último capricho de su hermosa mujer. Era natural que lo hiciese, porque ella había renunciado a muchas cosas por él. La bailarina más famosa de Francia, la heroína de una docena de sonados romances había dejado atrás una vida de placer deslumbrante para compartir el destino de un joven estadounidense de costumbres austeras muy distintas de las suyas. Él intentaba compensarla por lo que había perdido ofreciéndole todo cuanto la riqueza pudiera comprar. Algunos pensarán que habría sido de mejor gusto que Mason no proclamara esto —ni que hubiera permitido siquiera su publicación—, pero al margen de ciertas peculiaridades de semejante índole, su actitud fue siempre la de un marido que ni por un instante dejó de ser un hombre enamorado. Ni siquiera en presencia de espectadores se guardaba de exhibir su apabullante amor.
Pero el saloncito era extraño. Si a primera vista parecía familiar, con la costumbre se descubrían en él rasgos siniestros. Era silencioso: muy silencioso. Los pasos se ahogaban en aquellas lujosas alfombras y alfombrillas. Una pelea —o la caída de un cuerpo— no haría allí ningún ruido. Llamaba igualmente la atención su falta de color, la luz que parecía siempre atenuada. No toda la salita estaba amueblada con el mismo gusto. Se diría que cuando el joven banquero llevaba derrochados miles en este tocador, este joyero en el que guardar su bien más preciado, sin haber calculado el precio, algo le hizo parar de pronto como si viera su solvencia amenazada. El lujo se concentraba en la parte que daba a la calle concurrida. El lado contrario era desnudo, espartano, sin adornos, y reflejaba más bien los gustos de un hombre sumamente ascético que los de una mujer amante del placer. Quizá por eso Lucille Mason solo pasaba aquí unas horas al día, a veces dos, a veces cuatro, pero eran horas que vivía intensamente y en este saloncito de pesadilla era una mujer muy distinta y más peligrosa que en ninguna otra parte.
Peligrosa: esta era la palabra. Nadie que hubiera visto su cuerpo delicado tendido en la enorme piel de oso que cubría el sofá lo habría dudado. Estaba apoyada sobre el codo derecho, con la barbilla fina aunque enérgica posada en la mano, y sus ojos, grandes y lánguidos, cautivadores pero inexorables, miraban al frente sin pestañear, con una intensidad sobrecogedora. Tenía una cara preciosa, la cara de una niña en la que la naturaleza había dejado cierta huella sutil, cierta expresión indefinida que revelaba que un demonio acechaba dentro de ella. Se había observado que los perros se asustaban al verla y los niños gritaban y huían de sus caricias. Hay instintos que son más profundos que la razón.
Esta tarde en particular algo la había alterado profundamente. Tenía en la mano una carta que leía y releía con una contracción de las cejas finas y delicadas y una mueca severa en los labios deliciosos. Se sobresaltó de pronto, y una sombra de temor suavizó la amenaza felina de sus rasgos. Se incorporó sobre el brazo y clavó la mirada en la puerta. Escuchó atentamente… a la espera de oír algo que inspiraba pavor. Una sonrisa de alivio jugueteó un instante en su rostro expresivo. Luego, con un gesto de horror, se escondió la carta en el vestido. Casi no había terminado de hacerlo cuando se abrió la puerta y un joven entró en la sala con paso vivo. Era Archie Mason, su marido: el hombre al que tanto había amado, el hombre por quien había sacrificado su fama en Europa, el hombre a quien ahora miraba como el único obstáculo para vivir una experiencia nueva y maravillosa.
Mason era un hombre de unos treinta años, pulcramente afeitado, atlético e impecablemente vestido con un traje de corte ajustado que realzaba su silueta perfecta. Se quedó en la puerta cruzado de brazos, sin apartar la vista de su mujer, con una cara que habría podido tomarse por una máscara hermosa y bronceada de no haber sido por aquellos ojos tan vivos. Lucille seguía tendida y apoyada en el codo, con los ojos clavados ahora en los de su marido. Había algo escalofriante en su diálogo mudo. Se interrogaban mutuamente y ambos se transmitían que la respuesta a lo que buscaban era vital. Él quizá preguntaba: «¿Qué has hecho?». Y ella, a su vez, parecía decir: «¿Qué sabes?». Mason avanzó por fin, se sentó encima de la piel del oso, al lado de su mujer, y, cogiendo entre sus dedos la delicada oreja de Lucille, la obligó a volver la cara hacia él.
—Lucille, ¿me estás envenenando?
Ella se apartó para que no pudiera tocarla, con un gesto de horror en la cara y murmullos de protesta en los labios. Demasiado conmocionada para decir nada, su sorpresa y su rabia se manifestaron en el temblor de sus facciones y en la violencia con que movió las manos. Trató de levantarse, pero él la sujetaba de la muñeca y aumentó la presión. Repitió la pregunta, ahondando esta vez en su terrible significado.
—Lucille, ¿por qué me estás envenenando?
—¡Tú estás loco, Archie! ¡Loco! —contestó ella, atónita.
La reacción de su marido le heló la sangre. Con los labios pálidos y entreabiertos, y las mejillas blancas, no supo hacer otra cosa que mirarlo en un silencio impotente mientras él se sacaba un frasco del bolsillo y se lo ponía delante de los ojos, gritando.
—¡Esto estaba en tu joyero!
Dos veces intentó hablar Lucille y no pudo. Por fin, las palabras salieron una a una, despacio, de sus labios apretados:
—Pero no lo he usado nunca.
Otra vez Archie Mason rebuscó en su bolsillo. Sacó un papel, lo desdobló y se le puso a Lucille delante de los ojos.
—Es el certificado del doctor Angus. Demuestra que en ese frasco hay doce gramos de antimonio. Tengo también la declaración de Du Val, el químico que lo vendió.
Asustaba ver la cara de Lucille. No podía defenderse. Solo acertó a quedarse quieta, con esa mirada desesperada, como una fiera atrapada en una trampa mortal.
—¿Y bien? —preguntó su marido.
No hubo más réplica que un movimiento de desesperación y súplica.
—¿Por qué? —insistió Mason—. Quiero saber por qué.
En ese momento vio el borde de la carta que ella se había metido en el escote. En un instante se la había arrancado. Lucille gritó con desesperación e intentó recuperarla, pero él la apartó con una mano mientras leía el papel rápidamente.
—¡Campbell! —exclamó—. ¡Era Campbell!
Lucille había recuperado el valor. Ya no tenía nada que ocultar. Su expresión se volvió dura y firme y sus ojos letales como dagas.
—Sí —asintió—, es Campbell.
—¡Dios mío! ¡Precisamente Campbell!
Mason se levantó y cruzó la sala a grandes zancadas. Campbell, el tipo más extraordinario que había conocido, con una vida que era una larga cadena de abnegación, de valor, de todas las cualidades que caracterizan al hombre elegido. También él era una víctima de esta sirena, se había dejado arrastrar hasta el extremo de traicionar, de pensamiento, si no de obra, al hombre al que estrechaba la mano como a un amigo. Parecía increíble, pero ahí estaba la apasionada carta en la que Campbell le suplicaba a su mujer que huyera con él y compartiera su destino de hombre pobre. Al menos, todas y cada una de sus palabras demostraban que Campbell no pensaba en matar a Mason, aunque con eso pudiera eliminar todos los obstáculos. La diabólica solución era producto del astuto y perverso cerebro que cavilaba en aquella residencia perfecta.
Mason era un hombre entre un millón: un filósofo, un pensador lleno de ternura y compasión por los demás. Por un instante, su alma se sumió en la amargura. En ese momento habría sido capaz de matar a su mujer y a Campbell y morir luego con la serenidad de quien sencillamente se ha limitado a cumplir con su deber. Pero ya empezaban a imponerse en su cerebro pensamientos más benignos mientras seguía paseando por el saloncito. ¿Cómo podía echar la culpa a Campbell? Conocía mejor que nadie el encanto irresistible de Lucille: además de una belleza física extraordinaria, tenía un poder único para simular interés por un hombre, meterse hasta en lo más íntimo de su conciencia, atravesar esos rincones sagrados de su naturaleza escondidos del resto del mundo y animarlo en apariencia a la ambición, incluso a la virtud. Precisamente ahí se revelaba la astucia mortal de sus engaños. Mason recordaba lo que le sucedió a él. Lucille estaba libre entonces —o eso creía él—, y pudo casarse con ella. Pero supongamos que no hubiera estado libre. Supongamos que hubiera estado casada. Y supongamos que se hubiera apoderado de su alma del mismo modo. ¿Eso le habría hecho detenerse? ¿Habría sido capaz de retirarse sin saciar sus anhelos? No tuvo más remedio que reconocer que ni con toda su fuerza de hombre de Nueva Inglaterra habría podido hacer eso. Entonces ¿por qué tanto rencor a este pobre amigo que ahora se veía en su lugar? Y Mason se llenó de simpatía y compasión al pensar en Campbell.
¿Y ella? Estaba tendida en el sofá, como una pobre mariposa rota, con sus sueños evaporados, su intriga descubierta, su porvenir oscuro y peligroso. Incluso para ella, a pesar de que era una envenenadora, había piedad en el corazón de Mason. Conocía algunos detalles de su vida. Sabía que la habían mimado desde que nació, que era una fuerza indómita, imparable, que arrasaba con todo lo que se pusiera por delante sirviéndose de su astucia, su belleza y su encanto. Jamás había encontrado ningún obstáculo. Y ahora que uno se interponía en su camino había querido apartarlo en un arranque de locura y maldad. Pero el hecho de que quisiera apartarlo ¿no era en sí mismo una señal de que él tenía alguna carencia importante, de que no era el hombre capaz de procurarle paz de espíritu y satisfacción interior? Él era demasiado severo y comedido para un temperamento tan fogoso y volátil. Él era del norte, ella del sur, y la ley de los contrarios había creado entre ellos una poderosa atracción temporal, pero su unión permanente era imposible. Él tendría que haberlo previsto, que haberlo comprendido. Era en él, por su inteligencia superior, en quien residía la responsabilidad de la situación. Se compadeció de ella como de una niña desamparada en un momento de dificultad. Llevaba un rato paseando por la sala en silencio, con los labios tensos, los puños apretados hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos. De pronto, bruscamente, se sentó con Lucille y le cogió la mano inerte y fría. Un pensamiento latía en su cerebro: «¿Es esto caballerosidad o es cobardía?». La pregunta resonó en sus oídos, se dibujó delante de sus ojos, y casi se imaginó que se materializaba, que la veía escrita con letras reconocibles para cualquiera.
La lucha había sido tremenda para Mason, pero había vencido.
—Querida, tienes que elegir entre los dos —dijo—. Si de verdad estás convencida (convencida, ¿lo entiendes?) de que Campbell puede hacerte feliz como marido, yo no seré un obstáculo.
—¡Me ofreces el divorcio! —exclamó ella.
Él abarcó el frasco de veneno con la mano y cerró el puño.
—Puedes llamarlo así —asintió.
Un raro resplandor iluminó los ojos de Lucille mientras miraba a su marido. El hombre que tenía delante era un desconocido para ella. El estadounidense duro y práctico se había esfumado. En su lugar le pareció vislumbrar a un héroe y a un santo, a un hombre capaz de alcanzar una altura sobrehumana por su virtud y generosidad. Envolvió con sus manos la mano con la que Mason sujetaba el frasco fatídico.
—Archie, ¿hasta eso serías capaz de perdonarme?
Él sonrió.
—En realidad no eres más que una niña caprichosa.
Ella iba a abrazarlo justo cuando llamaron a la puerta y la doncella entró con el extraño sigilo con que se movían todas las cosas en aquel saloncito de pesadilla. Traía una tarjeta en la bandeja. Lucille la miró.
—¡Es el capitán Campbell! No voy a recibirlo.
Mason se puso en pie de un salto.
—Al contrario, lo recibiremos con mucho gusto. Que pase ahora mismo.
Momentos después, la doncella acompañaba hasta la puerta a un soldado alto, joven y bronceado. Entró con una sonrisa en el rostro agradable pero, al cerrarse la puerta, cuando las dos caras que tenía delante recobraron su expresión natural, se detuvo con aire indeciso y miró rápidamente primero a una y luego a la otra.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Mason se acercó a él y le puso una mano en el hombro.
—No te guardo rencor —dijo.
—¿Rencor?
—Sí, lo sé todo. Pero quizá habría hecho lo mismo si estuviera en tu lugar.
Campbell dio un paso atrás y dirigió a la dama una mirada interrogante.
Ella asintió con la cabeza y encogió sus hombros encantadores. Mason sonrió.
—No te asustes: no es una trampa para que confieses. Hemos estado hablando con franqueza. Verás, Jack, tú siempre has sido un caballero. Mira este frasco. Da igual cómo ha llegado aquí. Basta con que uno de los dos se lo beba para resolver la situación. —Hablaba como fuera de sí, casi delirando—. ¿Quién va a bebérselo, Lucille?
A todo esto, una fuerza extraña operaba en el saloncito de pesadilla. Había allí un tercer hombre, aunque ninguna de las tres personas que se encontraban en el momento crítico del drama de su vida tenía ni tiempo ni pensamientos para él. Nadie podía decir desde cuándo llevaba ahí o cuánto había escuchado. Estaba agazapado contra la pared, en el rincón más alejado del grupo, como un reptil siniestro y silencioso que apenas se movía, más allá de un temblor nervioso en el puño apretado de la mano derecha. Lo ocultaban de la vista una caja cuadrada y un paño oscuro hábilmente echado por encima como para esconderle la cara. Había seguido ávidamente cada fase del drama, y casi había llegado el momento de que interviniera. Pero los otros tres no se lo esperaban. Absortos en el juego de sus propias emociones habían perdido de vista una fuerza superior a ellos: una fuerza capaz de dominar la escena en cualquier momento.
—¿Estás dispuesto, Jack? —preguntó Mason.
El soldado asintió.
—¡No! ¡Por Dios, no! —gritó la mujer.
Mason había quitado el tapón del frasco y, volviéndose hacia una mesa lateral, sacó una baraja de cartas. Dejó las cartas al lado del frasco.
—No podemos cargarle esta responsabilidad a ella —dijo—. Venga, Jack: lo echaremos a suertes.
El soldado se acercó a la mesa y toqueteó las fatídicas cartas. La mujer, apoyada en una mano, echó la cabeza hacia delante para observar la escena con ojos fascinados.
Entonces y solo entonces cayó el rayo.
El extraño se había levantado, pálido y serio.
Los otros tres cobraron conciencia bruscamente de que estaba allí y se volvieron hacia él con un gesto interrogante y ansioso. Él los miró con frialdad, con pena, con algo en su actitud del que ordena y manda.
—¿Qué tal? —preguntaron los tres a coro.
—¡Horrible! —contestó él—. ¡Horrible! Mañana volveremos a rodar la escena completa.
Arthur Conan Doyle nació en Edimburgo en 1859. Estudió medicina y aprendió de su profesor Joseph Bell la importancia de la observación, la lógica y la deducción, lo que le inspiraría para desarrollar la personalidad de Sherlock Holmes. Se embarcó como cirujano en el ballenero Hope y viajó por todo el mundo, participando como voluntario en las cazas de focas y ballenas, a pesar de que no le gustó la crueldad a la que eran sometidas.
Cuando volvió a Inglaterra, con poco más de 20 años, y se dio cuenta de que no disponía de fondos para abrir una consulta, se enroló en el Mayumba con destino a África. En la travesía conjugó sus dotes de escritor con las de fotógrafo. Comenzó a publicar artículos sobre sus viajes, en los que combinaba la narración con la fotografía. En 1882 regresó de nuevo a su país, terminó medicina y se estableció en una consulta. Se casó con Louisa Hawkins, con la que tuvo dos hijos. Los beneficios de su consulta no eran demasiados, así que intentó obtener unos ingresos extra con la literatura. Escribió Estudio en escarlata en 1887, la primera aventura de Sherlock Holmes y su amigo Henry Watson. En 1893 “asesinó” al más célebre detective y, tras la enorme presión lectora, lo “resucitó” en 1904 con El regreso de Sherlock Holmes, tras publicar en 1902 El perro de los Baskerville. Durante la I Guerra Mundial se obsesionó con los círculos espiritistas, algo que le valió el reproche y la burla general, pero él continuó con su exitosa carrera literaria; fue el creador de una saga de ciencia ficción protagonizada por el profesor Challenger. También cultivó la novela histórica y los relatos. En 1930 murió en Crowborough de un ataque cardíaco.
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